Le silence d’or des
surréalistes es un amalgama de estudios sobre el surrealismo y la música,
bienintencionadamente reunidos por Sébastien Arfouilloux. Pero es un libro que
se podía haber publicado, en vez de en 2013, en 1973, revelando una vez más
cómo el discurso académico sobre el surrealismo tiene un retraso sobre este de
unos cuarenta años –como mínimo, ya que a veces son muchos más.
Así, en la presentación de
Sébastien Arfouilloux y el prefacio de Henri Béhar, puede leerse que los únicos
músicos surrealistas han sido André Souris y Georges Antheil, o que el encuentro
surrealismo-música no se ha dado, o que “el surrealismo ha dejado la música
aparte de su tarea de liberación”... Los “jóvenes investigadores” que se ocupan
de la materia, y que supuestamente indagan nuevas “direcciones”, acaban dando
en realidad pena, porque lo menos que podían hacer es estar informados de la
poderosa relación que el surrealismo ha mantenido con la música en las últimas
décadas, particularmente en los Estados Unidos, Inglaterra, Canadá y Suecia. De
ello da perfecta cuenta el n. 4 de Patricide, titulado “The sound of
surrealisme”, con numerosos textos y un disco de 42 pistas. De otro disco hemos
hablado recientemente, al reseñar La chasse à l’objet du désir, y
añádase a ello, en una evocación rápida, dos textos ineludibles: el de Shibek
en el n. 1 de Hydrolith y el de Jean-Yves Bériou en el n. 2 de L’art
du jazz.
Los artículos de Le silence
d’or des surréalistes se detienen en los tratos musicales de Soupault, Desnos,
Aragon, Gengenbach, Reverdy, Tzara, Péret, Char, Dalí, Bonnefoy, los poetas
surrealistas griegos y, por supuesto, André Breton, citado aquí y allá por su
rechazo más o menos general de la música, visto como un ogro en las páginas de
Alain Chevrier y llamado por Virginie Pouzet-Duzer “el papa del movimiento
surrealista” en el dedicado a Péret. Este último trabajo se ocupa de las
sugerencias peretianas para la exposición de 1947, de la que se subraya, como
si ello tuviera significación alguna, su escaso “éxito” de público, optando
esta profesora de universidad americana por comulgar con las críticas que en la
época hicieron a la exposición tanto los estalinistas del llamado “surrealismo
revolucionario” como el bizco anfetaminado. Trabajos hay también infumables, en
particular el dedicado a Giovanna (con salsa de Barthes, Kristeva, Saussure y
Jakobson) y el de puro relleno que cierra el libro y se titula nada menos que
“El silencio de oro de la música fluxus hacia un grado cero de la creación”,
ambos llevándonos en la máquina del tiempo, ya sin rodeos de ningún tipo, a
aquel citado año de 1973.
No puede faltar la cuestión del
jazz y el surrealismo, pero nada se añade al magnífico trabajo citado de Bériou
sobre las relaciones entre el automatismo poético y la improvisación musical, y
lamentablemente se peca de reducir el jazz al bop y corrientes posteriores.
Para quienes repiten que el jazz ha estado presente en la existencia pero no en
la “práctica” de los surrealistas, he aquí una lista, necesariamente
incompleta, de surrealistas que han cultivado como instrumentistas la música de
jazz: Fabio de Sanctis, Louis Lehman, Jaroslav Jezek, Guy Ducornet, Gregg
Simpson, Ernst Moerman, Alan Davie, Jean-Claude Biraben, Ludvik Svab, Ulf
Gudmundsen... De remate está George Melly, nada menos que uno de los mejores
cantantes de jazz que ha dado el continente europeo. Y ello descontando a
quienes han escrito páginas críticas sobre el jazz o se han inspirado en el
jazz para sus creaciones verbales o plásticas, como Maurice Henry, Jorge Cáceres,
Gérard Legrand, Jorge Camacho, François Valorbe, Philip Lamantia, Claude
Tarnaud, Konrad Klapheck, Sergio Dangelo, Élie-Charles Flamand, Alain Joubert,
Anthony Earnshaw, Jimmy Ernst, Rik Lina, Paul Garon, Alexandre Pierrepont, Ted
Joans, etc.
En 1984, Ted Joans auspició en su
revista Dies und das (Esto y aquello), una encuesta sobre el
jazz, en la que intervinieron John W. Welson, Jorge Camacho, Konrad Klapheck,
Maurice Henry, Louis Lehmann, Jean-Louis Bédouin, John Lyle, Georges Gronier,
Roberto Matta, Chris Starr y uno de los grandes maestros de la crítica
jazzística, Martin Williams. Algo sí ha detestado el
surrealismo siempre, y muy pocas excepciones hay a ello: la llamada “música
clásica”, gala por excelencia de la burguesía. En este collage de un poeta,
collagista y anarquista admirable, sobre quien muy pronto hablaremos, ello se
hace patente tomando como blanco el violín, al igual que hacían Buñuel en L’âge
d’or y Maurice Henry en el Hommage à Paganini.
André Bernard, Ligera música de decadencia |