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P. Oom, Retrato de António Maria Lisboa, 1949 |
Una de las aportaciones claves de
estas Notas para a compreensão do surrealismo em Portugal que acaba de
publicar António Cândido Franco en la
Editora Licorne, es la reivindicación que hace de António Maria Lisboa, y en
particular de su genial Ossóptico, que, compuesto por quince poemas,
publicó en 1952. El “ossóptico” (“huesóptico”) es el ojo hueso, el ojo de la
imaginación, el ojo “del otro mundo” de que estaba dotado este poeta –y es que
“el equipamiento de Lisboa, heredado de experiencias anteriores, del
sobrenaturalismo de Novalis y Nerval al surrealismo de Breton, pero afinado por
él, es de calidad excelsa y se mostró muy adecuado a la exploración en gran
extensión del continente del alma”. Corría el otoño de 1979 cuando me agencié
yo en Lisboa –encuentro decisivo– los Textos
de afirmação e de combate do movimento surrealista mundial, de Mário Cesariny, y ya eran los días
navideños cuando deparé con un libro a la vez explosivo y sublime: Poesia de António Maria Lisboa, “establecida” por Cesariny. Explosivo,
porque tanto el prólogo como las notas de Cesariny eran tan detonantes y
virulentos como para obligar al editor a señalar en una nota que “no suscribe
parte de las afirmaciones y acusaciones producidas en este volumen”, y en otra
al director de la colección (el poeta-literato Melo e Castro) que no tiene nada
que ver con él. Sublime, porque, en efecto, ahí tenía uno que vérselas con uno
de los poetas más consternadores, más abismales de toda la
poesía portuguesa, y que en la de su tiempo podía acercarse, como ya señalé, ni
más ni menos que a un Duprey o un Rodanski (en la poesía del país vecino, solo la
profundidad de Cirlot, aunque poeta demasiado sereno a su lado, se podía
emparejar con la suya).
(Mucho después, en 1995, y también por Assírio & Alvim, se
reeditaría la obra de António Maria Lisboa, pero sin la intervención impagable
de Cesariny ni los seis poemas gráficos del poeta, por lo que el libro de 1977
sigue siendo insustituible.)
Con quien conecta António Cândido Franco Ossóptico es con una
ignota obra portuguesa de 1926: A
cidade do sol, “novela metafísica”
de José Manuel Sarmento de Beres, uno de los fundadores, en 1922, de la
Sociedad Teosófica Portugesa, y a quien trató António Maria Lisboa. Es una
conexión tan sorprendente como certera, esta que hace António Cândido Franco.
Volviendo a Ruptura inaugural (panfleto publicado en las Éditions
Surréalistes, del que dirá Mário Cesariny que “determinó mi adhesión
plena al surrealismo”) y a la exposición del mismo año de 1947, António Cândido Franco considera que
“representan en la historia del surrealismo momentos de gran significación,
pasos de envergadura gigantesca, que volvieron a poner al movimiento
surrealista en contacto con la ruta perdida, apartándolo de aquellos que le
estaban chupando la sangre. La exploración del espíritu, el viaje por las
tierras interiores, sin olvidar lo que ese viaje implicaba para la liberación social,
pero ahora sin lapsus, volvía a ser el itinerario natural de un movimiento que
nació para dar al mundo una nueva revolución, en un dominio solo por él
presentido, y no para seguir de manos amarradas a la espalda las revoluciones
de los otros, aplazando, o incluso haciendo prescribir, aquella para la que
había nacido”. En realidad, no es que el surrealismo hubiera dejado aquella
exploración durante los años de (relativa) sumisión marxista-leninista, pero sí
que es cierto que en la fecha crucial de 1947 se asiste a una poderosa
reactivación, y que es en ella donde se lanza con fuerza el surrealismo en
tierras portuguesas: “El momento en que Cesariny capta París, a los 24 años, es
de los más cristalinos; solo tiene paralelo, e incluso así a distancia, dado el
verdor del propósito inicial, con lo que ocurre en 1924”. Nace pues el
surrealismo portugués “de uno de los raros picos del surrealismo en general”,
lo que evidentemente replantea el tópico de su “nacimiento tardío”, en lo que
este tópico busca de convertirlo en epigonal, operación constante que la
crítica académica aplica a innumerables casos del surrealismo. Muy finamente
señala luego António Cândido Franco,
con respecto a António Maria Lisboa, que este desde luego no esperaba nada del
marxismo-leninismo, y ni siquiera del anarquismo en tanto movimiento, tradición
o historia, sino de la anarquía, que es muy diferente.
Siguiendo con António Maria Lisboa, el capítulo 22 aborda la relación
con otro nombre del surrealismo portugués, Fernando Alves dos Santos, cuya obra
reunió Perfecto E. Cuadrado en 2005 y en la que se señala la presencia, como en
Lisboa (y en Risques Pereira), de esa saudade objeto de la
reflexión constante de Teixeira de Pascoaes. El capítulo siguiente es a
Cruzeiro Seixas a quien trae a colación, considerado como el artista plástico
portugués en quien mejor se plasma el “modelo interior”. Y en un ensayo como
este, tan libre, pasamos ahora –capítulo 24– a un inesperado título: “Violette
Nozières y el Rey Ghob”, este un tal Francisco Leitão, criminal que saltó a las
noticias lusitanas hace un par de años y que llamó la atención de Cruzeiro
Seixas por la arquitectura “comestible” de su casa. Cruzeiro Seixas se interesó
por esta historia porque mostraba, señala António Cândido Franco, “que tales
seres podían dar salida diferente a su Yo arcaico en caso de que hubieran
tenido desde la infancia una educación diferente, y no aquella que prepara para
la competencia desenfrenada en torno al dinero, y que exige la formación de un
Yo social sofocante y exclusivo”, o sea, “en caso de que le hubiesen dicho o
mostrado que, aparte la dicotomía entre la censura y el acto de satisfacción
inmediata de los deseos primitivos y originales, los más imperiosos en estos
casos de absoluta indisolubilidad del Yo arcaico, existía un tercer término, el
de la representación simbólica, capaz de conciliar con eficacia las dos vías”.
El Yo social, como expresa más adelante António Cândido Franco, es sustituido
por el Yo arcaico en el automatismo psíquico, “dictado, como expresión del
pensamiento real, desnudo y crudo, sin intromisión de factores exteriores,
distantes o próximos”.
Al final de esta apasionante obra, vuelve a ocuparse su autor del
contexto en que surgió el surrealismo en Portugal, avanzando hacia los años 50,
con la publicación de un libro al que da todo su crédito: L’art magique, visto como el corolario de la década anterior, y en cierto modo
anunciado por las visiones del “ossóptico” lisboano. Pero sobre todo, es central
su afirmación de que, “al revés de lo que se ha dicho”, la década de los 40, por
el declive mediático del surrealismo (y yo añadiría que por la hostilidad de
existencialistas y de estalinistas –incluida la de los surrealistas que
persistían en conciliar el pútrido comunismo soviético con el surrealismo), si
es que no a causa de él, “significó para el surrealismo un paso adelante y
representó para el surgimiento del surrealismo en Portugal un humus de
excepcional valor”. António Cândido Franco llega a afirmar que un surrealismo
surgido allí en los años 30, con su “materialismo dialéctico” a cuestas, no
hubiera hecho posible la obra irreemplazable, única, de António Maria
Lisboa. Y se nos ocurre ahora mismo cotejar al surrealismo portugués con el
rumano, verdaderamente fabuloso, y que coincide con él cronológicamente, para
oponerlo al yugoslavo, surgido en los años 30 y en el que casi todas sus
figuras, bien empapadas de materialismo dialéctico, acabaron en los brazos del
mariscal Tito, un cretino y un criminal, que, cuando se publicó la obra de su futuro
lacayo Marko Ristic Infamia, la calificó en la prensa de “perfidia
surrealista”, añadiendo que era obra de un “amigo íntimo del trotskista y
degenerado burgués parisino André Breton” (Infamia, por cierto, sería, a
la vez que la denostaban Tito y otros amigos comunistas, prohibida por el
gobierno fascista entonces en el poder).
Nada más obvio que la rotunda
separación entre el primer grupo surrealista surgido en Portugal y el que en
seguida animan Mário Cesariny y António Maria Lisboa, punta de lanza del
surrealismo coetáneo, a pesar de que la época no permitiera zarpar hacia el
destino internacional que solo se abrirá en los años 60 al establecer relación
el primero con Sergio Lima. António
Cândido Franco ofrece aquí –seguimos en el capítulo 25– unas notas sobre los
avatares del surrealismo portugués posterior, con sus figuras y sus
publicaciones, de las que se espera una reedición de las de carácter colectivo:
Pirâmide (1959-1960) y Grifo (1970). Se
vuelve al “abyeccionismo”, del que ya hemos hablado y que tanto Cruzeiro Seixas
como Mário Cesariny acabaron rechazando tajantemente. La refutación que de él
hace Cesariny en las notas al libro de António Maria Lisboa es perfecta,
impecable, y revela lo que hay en la idea abyeccionista de rancio existencialismo.
(Por pequeño despiste, se citan como de 1985 unas palabras de Cesariny
afirmando que “aquí y ahora y siempre en todas partes el surrealismo no tiene
nada que ver con el abyeccionismo”: realmente ya estaban en un escrito sobre
Luis Buñuel, datado en 1973, y Cesariny las repite en la edición del libro de
su amigo.)
Con respecto a la apertura internacional del surrealismo portugués,
señala António Cândido Franco también, en Phases, el texto “Para una
cronología del surrealismo en portugués”, que considera “la principal pieza
historiográfica del movimiento en Portugal”. Apareció en 1973 en el n. 4 de la
segunda serie de la revista de Édouard Jaguer, suntuosamente presentado.
¿Y quién estará a la altura de lo que exige António Cândido Franco para
los estudiosos del surrealismo: “estudiar el surrealismo es encontrar el órgano
visionario del alma”? Porque sin el “ossóptico”, “nunca habrá estudio pleno de
las imágenes del surrealismo”, y “estudiar hoy el surrealismo, es la mejor
respuesta al desnorte de la imagen en la sociedad actual, donde las
representaciones, a causa de la banalización mercantilista, perdieron la sangre
y el vigor que otrora tuvieron. Esa vitalidad fue conquistada en el momento de
su nacimiento con el arte rupestre, se reforzó con el chamanismo y las primeras
culturas agrícolas de tipo matriarcal, sobrevivió a la aparición de las grandes
civilizaciones comerciales, estuvo viva y cumplió de forma general su función
hasta el momento en que la industria cultural se aprovechó de ella. Se encuentra
ahora titubeante y atontada, con aire exangüe y delgadez cadavérica. El beso de
la industria fue fatal para ella; le vampirizó la savia. Es juego hollywoodense,
displicente y grosero. Solo en el surrealismo y en su estudio la vitalidad
original de la imagen, su llama inicial, hoy mortecina y casi apagada, vuelven
a tener una hipótesis seria de resurrección”. Imposible decirlo mejor, en un
libro que ha sabido ver las cosas con ese órgano visionario que es el de la
verdadera poesía.