Molinos del Cadaval y Alcainça |
Hace ahora ochenta años, al
recorrer la provincia de Lisboa, Pina de Morais, en el primer tomo de la Guia
de Portugal iniciada por Raúl Proença, llamaba la atención sobre una
curiosidad insólita de los molinos de viento, que entonces hacían girar sus
aspas un poco por todas partes:
“Una inmensidad de molinos de
viento puntúan de blanco las cimas de casi todas las elevaciones, sobre todo de
las más regularmente cónicas y de situación más abierta al viento del mar. Lo
más interesante, y lo que llena el silencio de las sierras de una música
extraña, es que los molineros, para tener compañía, ponen buzios y cántaros regionales
en las maderas del velamen, alineados como tubos de flauta, y el molino muele y
canta... No sabemos cómo los poetas no celebraron aún esta música bárbara que
se despide de las alturas y trae las voces del mar al medio de la tierra”.
Esta es en efecto, una de las
sorpresas que al viajero en pos de lo maravilloso le depara la tierra
portuguesa en la citada provincia y en la colindante del Alentejo. Aún tuve yo
ocasión no solo de sentarme a la sombra de muchos de esos molinos, sino de
deparar con tres que estaban en plena actividad –y, en efecto, vaya “música
bárbara”, fruto del azar, que hace pensar en un equivalente más moderno de las
arpas eólicas, aunque también, por antitética desgracia, en esos horrendos
molinos eólicos de nuestro tiempo “ecológico”, estandarizados, criminales de la
fauna y destructores de la belleza serrana, y entronizados, además, a la gloria
del frenesí consumista.
Miguel de Carvalho, en una de sus
excursiones fuera del Cabo Mondego y las calles tortuosas de Coimbra, vivió la
sublime experiencia de estos molinos sureños en las tierras del Baixo Alentejo.
El “poema vivido”, Do vento coagulado no pano, es objeto de una pequeña
publicación artesanal en Debout sur l’Oeuf, y viene acompañado de una
fotografía de las aspas llenas de cántaros de barro (“cantarinhas”: preciosa
designación, ya que ellas son las que hacen al molino “cantar”).
Los cántaros eran a veces de lata
o de caña, pero lo que importaba era que, al pasar el viento que accionaba las
velas de lino, funcionaran como instrumentos de soplo con las respectivas cajas
de resonancia, produciendo una tonada peculiar y continua, que acompañaba la
rotación de las velas. Las jarras, en forma de calabaza, son de diferentes
características, y al igual que los “canudos” a que van amarradas, las hacen
los alfareros de la región, que las venden en las ferias o según el encargo del
molinero. El orden en que se colocan es decreciente, y a medida que más hay, el
jaleo musical es mayor, recordándome a mí desde el primer momento el sonido de
los sintetizadores, por ejemplo el que podía escucharse en los primeros discos
de Tangerine Dream o en algunos pasajes de la música de King Crimson. En la
obra capital sobre los molinos de Portugal, Ernesto Veiga de Oliveira –maestro
de la etnografía lusitana– reconoce que “a la luz de los conocimientos
actuales, el origen, naturaleza, finalidad real de este elemento constituye un
problema difícil de aclarar”. Sobre una supuesta naturaleza ritual, los
molineros nada saben, señalando que el motivo es lúdico o funcional: “una
tonada que les llena las largas horas solitarias que se pasan en el molino, y
que al mismo tiempo les advierte de la intensidad del viento, y por eso, muchas
veces, escogen cuidadosamente los diferentes calibres de esos elementos, de
manera que puedan obtener el sonido más acorde con su gusto y sensibilidad”.
¡Admirable! Y sin que a la vez me
recuerde a los campesinos que untaban ciertas partes de las ruedas de sus
carros con aceite y manteca, o restregaban con agua o limón el eje,
generalmente de roble, para que el carro cantara, existiendo los dichos de que
“carro que canta, o seu dono avança” y “quem seu carro unta seus bois ajuda”, así
como las cantigas siguientes: “Quem quiser que o carro cante, / molha-lhe o
eixo no rio. / Depois do eixo molhado, / canta como um assobio”; “Couções
d’amieiro, / apoladouras de giesta, / eixo de nogueira, / todo o caminho é uma
festa”. En un libro sobre la población de Alvarenga, António Dias Madureira
afirmaba por otro lado que las campanitas de los bueyes eran también “un modo
intuitivo del campesino participar, con sus animales, en la gran melodía
proporcionada por los sonidos de la naturaleza”, mostrando, además, cómo
acababan convirtiéndose en amuletos. Pero el sonido inefable de los carros aún
lo pude escuchar yo en algunas montañas de Portugal, ya que en esas lejanías
poco efecto tuvieron las normativas de la burguesía (la mayor productora de
ruidos horrendos y torturadores de la historia de la humanidad) para que los
campesinos enjabonaran las ruedas de los carros, porque hacían demasiado
ruido al entrar en las ciudades...
El 26 de septiembre de 1991, entre
Santiago dos Velhos y la aldea A do Mourão (La de Mourão, como había otra que
se llamaba A dos Loucos, o sea La de los Locos, que tan solo por el nombre ya
merecía una visita), encaminé mis pasos hacia su molino en funcionamiento, y
hasta departí con el molinero, un verdadero artista, que el mismo interior del
molino había aderezado tan tosca como bellamente. Tenía el molino también su
gallo de veleta y las argollas para las cabalgaduras, pero lo glorioso era
aquel zumbido de las alturas. “La naturaleza es un arpa eólica”, dijo Novalis,
pero yo preferí corregirlo aquel día y pensar que la naturaleza es realmente un
molino de búzios. Recordemos también la idea daliniana de crear un
“órgano de la tramontana”, con el viento penetrando por los tubos que se
dispondrían en las ruinas de un castillo azotado por aquellos aires frenéticos,
produciéndose armonías “automáticas” siempre mudables, como ocurre con los
sonidos de los molinos del oeste portugués. O el pasaje de Strindberg que abre su ensayo sobre “el azar en la creación artística”: “Se cuenta que los malayos practican orificios en las cañas de bambú que crecen en las selvas. Entonces viene el viento, y escuchan, acostados en el suelo, las sinfonías interpretadas por esas colosales arpas de Eolo. Lo singular de esto: cada uno oye su propia melodía y armonía de acuerdo a los caprichosos golpes de viento”.
El 22 de octubre de 1993,
coincidí con otro en funcionamiento, cerca de la aldea de Casal do Alto da Foz.
Quedaba muy cerca del mar, sus jarras estaban pintadas de verde y tenía barras
rojas y tres pisos. En el interior pude ver el cuadro de una hermosura femenina
antigua y varias composiciones de decoración popular hechas con postales.
Recuerdo otros muchos de estos
molinos, como el que me tuvo largas horas a su sombra en la sierra de
Montejunto, aunque ya desactivado, o el de Odemira, ese sí que vivo, y al que
acudí nada más verlo. Cerca de Lisboa estaba también el antaño famoso Moinho do
Céu (Molino del Cielo), pero ya los tiempos de miseria industrializadora no
ayudaban, y en general el panorama de los molinos portugueses desde hace muchas
décadas es completamente ruinoso.
Pero en el Cabo Mondego, precisamente...
Deambulando por la Serra da Boa Viagem, ya rumbo al faro, di con este increíble
molino orientable, en forma de triángulo isósceles con las velas en el vértice
de los lados mayores, totalmente construido en madera de roble muy oscura y con
ruedas graníticas que permitían hacerlo girar con una palanca, lo que me
pareció algo asombroso, aunque luego tuve noticias de que el mismo sistema se
daba en los molinos de la playa del Moledo, junto a la desembocadura del Miño. Mismo
sistema, pero formas totalmente diferentes y siempre preciosas, ya que hasta
insultante es que se llame a las torres eólicas, todas idénticas en el mundo
entero, “molinos”.
*
Si, como decía Pina de Morais,
llegan a las alturas serranas, gracias a los cántaros de barro molineros, las
voces del mar, aquí tenemos al Caminante de las salinas a la escucha de esas
voces, o mejor de la voz de un Atlántico que baña las costas portuguesas
y se prolonga hasta las gaditanas, donde aún consigue moler los desagües de la
cloaca mediterránea. Pero nada mejor que reproducir íntegramente el texto de
esta nueva entrega en las Ediciones Las Dunas, titulado Las olas
convergentes:
*
El paseo del Caminante por las
salinas de Cádiz ha seguido sumando secuelas. Solo gracias a su comunicación
sobre las salinas descubrimos que Rik Lina es un devoto, permanente admirador
del exceso de belleza que las caracteriza. Y como me costaba seleccionar una de
sus piezas tan inspiradas, al final he decidido ponerlas aquí todas, ya que
nunca la poesía será excesiva:
Rik Lina, "Flamingo fish", 1976 |
Rik Lina, "Bonaire flamingos", 1978 |
Rik Lina, "Blue salina", 1987 |
Rik Lina, "Red salina", 1987 |
Rik Lina, "Salinas", Figueira da Foz, 2012 |
Rik Lina, "Salinas", Figueira da Foz, 2013 |
Llamo la atención sobre “Blue
salina”, ya que es un montaje en tríptico, con óleo sobre lino (¿de velas de
molino?), arena y acrílico sobre plástico y acrílico sobre trapo. La arena, cuyas
cartas de nobleza vienen dadas por los indios navajos, y que fue usada
pioneramente en el surrealismo por André Masson, como luego por Max Ernst, Alice Rahon, Jean
Degottex, Georges Malkine, Joseph Cornell o Frantisek Dryje, ha sido en no pocas
ocasiones uno de los materiales mágicos de que se ha valido esta figura
esencial del surrealismo que es desde hace ya no pocas décadas el holandés
errante Rik Lina.
*
En la tabla de fiados de la
taberna surrealista salinera, me he divertido imaginando algunos de los nombres
que podrían ser clientes asiduos. Me extrañó no encontrar a Rik Lina (quizás porque
la Cabo Mondego Section of Portuguese Surrealism tiene su propia taberna en
medio de las salinas de Figueira da Foz, a dos pasos del Cabo Mondego y del
molino de Quiaios, salinas que inspiraron dos de las imágenes que acabamos de
ver), pero ahí están Jorge Camacho, Fernando de Azevedo, Gregg Simpson, Léo
Malet, Albert Marencin, Marcel Duchamp, Alex Januário, Charlie Parker y
Aleksandar Vuco.
Mi intuición viene corroborada,
en lo esencial, por la presencia de M. D., o sea Marcel Duchamp, el “mercader
de sal” del surrealismo, que no podía faltar en un lugar como este.