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Imagen de Jean-Paul Mousseau, Égrégores, 1947 |
En 2014 fue traducido al francés este libro que ofrece la mejor
documentación y un análisis excepcional del movimiento automatista canadiense.
Edita a todo lujo, con innumerables ilustraciones, Kétoupa Édition, Montreal.
Ray Ellenwood ha hecho un trabajo impecable, extraordinario, que además
actualiza la edición inglesa de 1993 en bibliografía y eventos retrospectivos,
hasta el mismo año 2014.
No puede cuestionarse la importancia del movimiento automatista, ni la
calidad de su legado, con obras verdaderamente magníficas, pero sí que cuesta
valorar positivamente su aportación al surrealismo y su interés para el
surrealismo, hoy.
Ray Ellenwood aporta minuciosamente todos los datos de la trama
automatismo-surrealismo, y los analiza con muy fina inteligencia y con admirable
honestidad. Lo primero que llama la atención es la quisquillosería de los
automatistas con respecto al movimiento que les dio alas. Es en efecto
desmoralizadora la prolija lista de declaraciones hostiles hacia el
surrealismo, en muchos casos tras haberlo defendido, y contrastando además con
el interés de André Breton hacia ellos, manifestado en París a Riopelle. Si Riopelle
escapa a ese listado, no así el propio Borduas (de quien arranca todo, tras su
lectura deslumbrada de “El castillo estrellado”, hacia 1940), Pierre Gauvreau,
Claude Gauvreau, Marcel Barbeau, Gilles Hénault, Marcelle Ferron, Fernand
Leduc, Jean-Paul Mousseau... Una lista demasiado larga, con Hénault a la vez
atacando a los automatistas desde la barricada estalinista (para Borduas, que
vio unidos a cristianos y comunistas contra el arte nuevo, los comunistas
fueron “más opresores que liberadores”). A la lista también parece escapar
Thérèse Renaud, autora del maravilloso poemario Les sables du rêve.
Pese a su rápido interés por desmarcarse del surrealismo, los automatistas
fueron considerados “surrealistas” por sus muchos detractores, lanzando ya el
equívoco Borduas cuando titulo sus primeros lienzos “surrealistas”. Entre las
críticas que formulaban al movimiento de Breton, la que dominaba era la del
propio sentido del automatismo, con matizaciones que a veces rayaban en el
ridículo o primaban por su dogmatismo en la negación a veces endiosada de otro
arte que el que ellos hacían. En 1976 escribirá Marcel Barbeau: “El automatismo
es muy simplemente una apertura al inconsciente, nada más. No se lo puede
definir sino así. No se lo puede encerrar en cuadros precisos”. ¿Y entonces?
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Pierre Gauvreau,
Máquina de estirar el tiempo,2006 |
Que el surrealismo es un modo de vida y una respuesta al mundo parecen
haberlo más o menos entendido todos, pero los que dan en el clavo son dos
componentes muy especiales del grupo de Pellan, o sea Mimi Parent y Jean
Benoît, quienes, por decirlo en palabras de Ellenwood, “consideraban
simplemente a los automatistas, como demasiado intelectuales para su gusto y
demasiado preocupados por los «problemas» de la pintura”.
Quemando, como es habitual en artistas, sus “etapas”, pocos escaparon
además, en su edad “madura”, a las obras aberrantes, que la línea dura del surrealismo rechaza y también
en general la más o menos blanda. Así
los vemos, según los casos, entregados a las obras públicas y decorando calles para las
olimpiadas, o haciéndole unas vitrinas de tres pisos a un palacio de justicia, o
embadurnando espectacularmente un Volkswagen en vez de dinamitarlo, o
levantando gigantescas construcciones de acero en medio de la urbe, o ejecutando
murales de “integración” a la arquitectura y anuncios comerciales, o poniendo
sus trabajos al servicio del ministerio de negocios culturales, o, como es el
caso del propio Riopelle, fabricando una monumental escultura-fuente para el
parque olímpico de Montreal, etc.
Por interesante que sea, y lo es, hay también en el movimiento automatista
mucha danza, mucha música, mucho teatro, terrenos como es sabido conflictivos
para el surrealismo. Y faltan muchas cosas y preocupaciones que sí había en
París, en Praga, en Lisboa o en Bucarest, por ejemplo.
En suma, un capítulo sin duda capital de la historia del arte del siglo XX,
pero un capítulo secundario en la historia del surrealismo, que en tierras
canadienses tendría –aparte los “parisinos” Mimi Parent y Jean Benoît o el
“mejicano” Alan Glass– encarnaciones más genuinas, con Roland Giguère, Léon
Bellefleur, el Paul-Marie Lapointe de La
vierge incendié, el grupo de la
Costa Oeste, Gilles Petitclerc, Ladislav Guderna, Ludwig Zeller, Susana Wald,
Beatriz Hausner, William A. Davidson, David Nadeau, el Inner Island Surrealist
Group, el grupo Les Boules, etc. Una duradera descendencia que reduce a su
justa medida la crítica que en los años 40 hicieron los automatistas del
surrealismo como movimiento “decadente”. Hoy el automatismo pasó y el
surrealismo prosigue.
Restan muchas obras y publicaciones y Refus
global, el incendiario manifiesto
de Borduas, siempre actual y tan exaltado recientemente por un Will Alexander.
Y restará también esta obra magnífica de Ray Ellenwood, que da memoria a
una aventura que posee su valor en sí, llena de riesgos y propuestas, en
tiempos que fueron difíciles, dado el oscurantismo bien hondo y clerical del
Canadá de los años en que ellos emergieron, y que ellos contribuyeron
valerosamente a liquidar.
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Marcel Barbeau, Nadja, 1946 |
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Jean-Paul Riopelle, Homenaje a Roberto el Diablo, 1953,
Fundación Gandur, Ginebra |
No conocía este cuadro de Riopelle que reproduce Ray Ellenwood en su obra.
Me trajo el recuerdo de la versión española del libro de caballerías de Roberto
el Diablo, con sus capítulos de deliciosos títulos: “Cómo Roberto el Diablo fue
engendrado y cómo concibiendo su madre le ofreció al Enemigo”; “Cómo fue bautizado
y le llamaron Roberto, y los grandes signos que aparecieron en su nacimiento”;
“Cómo Roberto mató a su maestro que tenía cargo de le enseñar”; “Cómo Roberto
el Diablo se partió de la ciudad de Roán y se fue por el ducado de Normandía,
robando y matando, y forzando sueñas y doncellas”; “Cómo el duque envió gente
para prender a Roberto su hijo, a los cuales Roberto sacó los ojos”; “Cómo
Roberto el Diablo mató siete ermitaños que halló en el monte”. Convertida en pieza de teatro, Roberto el Diablo se representaba aún en
los años 50 en Sendim, Trás-os-Montes, Portugal.