Materia oscura es el tercer libro que publica Ángel Zapata
en las muy cuidadas y a la vez sobrias ediciones de Páginas de Espuma, todos
ellos con una sorprendente ilustración de cubierta por el pintor Roberto
Carrillo.
En 2001, aparecía el primero de esos libros
(aunque en otra editorial, ya que Páginas de Espuma lo que hizo fue reeditarlo
en 2011): Las
buenas intenciones y otros cuentos. Los cuentos eran más o menos breves, y
venían encabezados por epígrafes de Lewis Carroll (“–Pero yo soy real –dijo
Alicia echándose a llorar. –No te vas a volver más real por llorar –observó
Tweedledee–. No hay por qué llorar”, Alicia a través del espejo) y Joseph Conrad (“Siempre le he temido a
mi corazón”, La
línea de sombra),
que pudieran valer para toda la obra narrativo-poética de Ángel Zapata y no
solo para ese libro de debut que él ve inscrito en la tradición del cuento
contemporáneo español, pero con el que no rompen los siguientes, siendo ya aquí
detectable una gracia y un humor que me han hecho pensar en tres autores
españoles que van en la misma línea de la narración saturada de imaginación,
libertad de lenguaje y bellos desatinos, a saber Antonio Ros de Olano (el único
antecedente español del surrealismo que admite un cotejo, en este terreno, con
los muchos más conocidos nombres alemanes, ingleses o franceses), Eugenio Granell
(con sus divertidos cuentos que en nada ceden al esplendor de sus pinturas) y
José María Hinojosa (con La flor de Californía, una de las primeras y raras obras poéticas
que supieron, desde el surrealismo, librarse de la asfixiante retórica neogongorina y juanramoniana). Estos cuentos están siempre impregnados de
poesía, ya que el propio Ángel Zapata alude en una de sus dedicatorias a su
“pasión de la poesía” –y también a su “fervor decadente y casi narcótico por
los tebeos” (valiéndose de esa simpática palabra que en España antecede a la de
cómic), lo que ahora lo acerca a los saludables hontanares populares y lo aleja
del corte elitista de la pedantería profesoral.
Su segundo libro, La vida ausente, supone un incremento en la
audacia imaginativa y, aparte su título rimbaldiano, muestra su adentramiento
en los parajes surrealistas desde el inicial epígrafe bretoniano: “Es preciso
que el hombre se pase, con armas y equipajes, al bando del hombre”. El texto
que da título al libro posee carácter autobiográfico y lo encabezan unos versos
sobre la tan surrealista espera, de Aldo Pellegrini, un nombre muy grande de la constelación
surrealista (“Cuando las miradas se consumen / cuando se recogen las cosas
familiares en su vacío y en su sombra / en ese límite de la tierra donde las
horas no pasan / la espera / como un gran viento helado te despoja”). El autorrelato nombra a Lautréamont, Rimbaud,
Breton, Artaud, Chirico, Schwitters, Tanguy, y refiere el descubrimiento, en los
años mozos, del surrealismo: “El cadáver exquisito beberá el vino nuevo, lo
habían escrito medio siglo antes los poetas del surrealismo que yo iba a buscar
todos los sábados –a rastrear, más bien, en vetustas ediciones argentinas–, por
las casetas de Moyano; y en aquella poesía fulgurante, atravesada por lo
aleatorio, por la utopía y por la ensoñación, yo encontraba la llama y el
latido interior de mi vida, me descubría surrealista, o descubría en el
surrealismo, igual da, una lengua anterior a la lengua materna, una realidad
contigua a aquella realidad desoladora que era después de todo la de mi cuarto,
una locura propia que oponer a esa otra locura prestada, sorda y habitual de la
familia; una región donde habitar”. Esta región inmensa, ya que el surrealismo
abre infinidad de puertas, empezando por las de las culturas “salvajes”, es la
de una utopía que existe: “Con independencia de lo que ocurra, de lo que no
ocurra –había escrito Breton– lo que es magnífico es la espera; y yo me había
apropiado de estas palabras como de una promesa, y estaba decidido, sin
saberlo, a esperar. Breton había elaborado, sí, una mística laica de la espera,
una espera que no se deja sobornar por esa forma de narcosis que es la
esperanza, pero que instaura, al mismo tiempo, la inquietud y el anhelo de una
grieta, de una distancia incancelable, con respecto a lo dado. Porque lo dado
solo existe para quien ya ha dejado de esperar. Quien pronuncia esa frase
fatídica, «las cosas son así», comete un crimen de lesa humanidad, se alía a
los poderes de la muerte. La verdadera vida no está ausente, como decía aquella
traducción silvestre del verso de Rimbaud que yo leía por entonces. La
verdadera vida es ausente. La vida es utopía o
no es –es deseo o no es vida–; pues la vida es estar deshaciendo lo dado,
ausentándolo con la soberanía de la espera”. No sorprende que con declaraciones
como estas Ángel Zapata una tras este libro sus fuerzas a las del Grupo
Surrealista de Madrid, en cuya revista Salamandra va a colaborar, así como en proyectos como
el de La crisis
de la exterioridad. Pero es que también encontramos en La vida ausente un relato, titulado “La maquinaria de los
teleféricos”, dedicado “a la memoria surrealista y libertaria de Benjamin
Péret”, a quien del mismo modo podía haber dedicado “El diapasón de las
llanuras tártaras”. “La maquinaria de los teleféricos”, con su buscador de
níscalos, es el cuento que me recordó La flor de Californía, como “Lo bueno siempre es poco” algunos relatos
de Granell.
Materia oscura toma su título de un término astrofísico,
que designa una materia indetectable por los instrumentos científicos y que
solo puede deducirse por sus efectos gravitatorios. Su composición –reza la
nota de la contraportada– “nos resulta desconocida, pero no así su propiedad más
notable, que es la de aglutinar la materia visible. De un modo análogo, el
lenguaje está habitado por un elemento que le es extraño –la pulsión
inconsciente–, y que le proporciona una cohesión tensa, dinámica, donde el
sentido y el sinsentido, lejos de excluirse, se mezclan para producir el efecto
de la significación. En la tradición del surrealismo, este libro propone un
modo de escritura que se concibe como inscripción de lo pulsional. Una
escritura fragmentaria, exploratoria, múltiple, en la que los géneros y la
narratividad misma se disuelven. Y que atestigua así la conmoción de una época
donde la posibilidad del significado está siendo anulada por la destrucción de
toda forma de normatividad y límite a manos del capitalismo, y la vuelta a la
ley del más fuerte como expresión (abyecta) del vínculo social” (creo que más
que de “vuelta” debería hablarse, en todo caso, de “recrudecimiento”). En
efecto, predominan aquí los textos breves, diez de ellos ya presentados en los
dos últimos números de Salamandra como “poemas”. En los polos extremos, están “Cosmogonía”, que abre el
libro y hace honor a su nombre, y aforismos como los de “Atención a la nieve”
(“Lo que expresa algún tipo de equilibrio está siempre drenado”; “Quieren a la
tormenta arrodillada, esa es su álgebra, esa es su forma innoble de no
querer”). Pero también hay relatos en la línea de “La maquinaria de los
teleféricos”, por donde circulan como personajes una muela gigante (a la que
vemos en la pintura de Roberto Carrillo, contemplada por los ciudadanos de la Expectativa de Richard Oelze), un grupo de
tijeras, seis piedras pómez o una botella de sifón. No cabe duda de que la
calidad visionaria en estas tres recopilaciones de Ángel Zapata ha ido aumentando
y aquilatándose, con hallazgos memorables, como esa historia del amigo de una
cascada que lo seguía a todas partes o la imagen de las tres cabezas de camello
que nacen de las paredes de un cuarto. Este camino de subversión y poesía es
sin duda el suyo, ahora presidiéndolo todo un adecuado epígrafe de otra figura
bien familiar para el surrealismo, Alejandra Pizarnik: “Alguna vez, tal vez,
encontremos refugio en la realidad verdadera. Entretanto, ¿puedo decir hasta
qué punto estoy en contra?”
“No confiemos en nada, nunca, en nada, salvo
en lo lacio y en lo malherido”.