Los blues ofrecen cierto
paralelismo con el surrealismo. El más elemental reside en el hecho de haber
nacido simultáneamente, haber tenido una influencia enorme y haber llegado
hasta nuestros días live and well. Y luego se podría señalar que el
blues, como el surrealismo, siempre permanece, haciendo burla de los cambios
incesantes de la música popular, como el surrealismo lo hace de las modas
literarias, artísticas y hasta “revolucionarias”.
Aunque de raíces profundas en
África, el blues se conformó en tiempos no tan antiguos como se creyó siempre.
Es bonito pensar que el primer blues grabado, en 1921, llevó por título Crazy
Blues, pero ni era un blues ni Mamie Smith, que lo cantó, una cantante de
blues, sino de vaudeville. La primera voz verdaderamente bluesy fue la
de Trixie Smith, pero el primer blues genuino que se grabó fue Mama’s Got
The Blues, por Sara Martin, el 14 de diciembre de 1922, dato que nadie ha
señalado aún. Al piano, nada menos que Fats Waller, quien dos meses antes había
grabado como solo pianístico uno de los primeros blues jazzísticos: Muscle
Shoals Blues. El jazz se irriga de blues desde el nacimiento de los
registros fonográficos, o si no piénsese en el clarinete de Johnny Dodds, en
los combos de Clarence Williams, en las pequeñas orquestas de King Oliver,
Jelly Roll Morton o, en Kansas City, Bennie Moten, todos muy activos en los
estudios ya en 1923.
Ese año de 1923 es el que ve el
surgimiento de grandes blueswomen: Bessie Smith, Clara Smith, Ida Cox,
Ma Rainey, Sippie Wallace, Edmonia Henderson. Es, a la vez, el año del primer
registro de blues masculino, aunque instrumental, por el guitarrista Sylvester
Weaver. La primera grabación vocal de un bluesman solo llega en 1924,
con Ed Andrews en Atlanta.
Ya 1924 –año del Manifiesto
del surrealismo– es un año apoteósico de grabaciones de todo tipo.
Sobre la influencia enorme de los
blues nada vamos a descubrir. Su sencillez formal, aliada a su profundidad de
sentimiento, ha marcado gran parte de la mejor música del siglo XX, comenzando
por el jazz.
Sin embargo, esta música de pasión
y revuelta no goza hoy de la misma salud que el surrealismo, y pocos son, entre
los discos que de blues se publican al año, los que escapan a la prefabricación
de los estudios y productores. Pero aquí tenemos uno, obra de un músico blanco.
Kim Simmonds fundó en 1965 la
banda británica Savoy Brown, cuyos primeros discos, muy cercanos al blues
negro, fueron exitosos, para luego seguir lanzando muchísimos títulos a veces
muy desiguales, pero en los que nunca faltaban aquellas raíces. Con el tiempo,
Savoy Brown acabó identificándose con Kim Simmonds, quien comenzó a publicar,
siempre en sordina, o sea fuera de las modas del mercado, algunos preciosos
discos a su nombre. Muy fino guitarrista, buen compositor, vocalista de los que
interpretan sus temas como nadie lo haría mejor, Simmonds es un ejemplo –raro
entre los músicos blancos– de fidelidad a la visión y a la esencialidad de los
blues, sin los habituales eclecticismos.
(A mi amigo Édouard Jaguer le
hubiera gustado saber que uno de los títulos de este disco de nuevo retorno al
delta del Mississippi se titula Cobra, y que además es un instrumental.)