Il. de John Adams |
El número segundo de Hydrolith
no esperó muchos días a las zarzas de la polémica. Un inesperado texto, muy
extenso, de Eric Bragg, rechaza virulentamente las luchas internas del
surrealismo, tomando como blancos ciertas actitudes de Mattias Forshage y un
artículo de Merl Fluin, titulado “In praise of infighting”, reproducido
exactamente antes del suyo. La primera contestación no se hizo esperar, y
estuvo a cargo del grupo surrealista de Estocolmo, que no reconoce el retrato
de su compañero, habla de “difamación” y discute la oportunidad de publicar
esta diatriba en un espacio como Hydrolith. Ya Eric Bragg ha respondido
a esa carta, mientras que algunos amigos surrealistas escriben distanciándose
de la trifulca.
Merl Fluin, en un texto al que no
le falta gracia ni humor, califica de “gloriosa historia” la del “infighting”
surrealista, pero no estaría mal algún día deslindar lo que en ella ha habido,
al calor de la pasión, de necesario y justificado (verbigracia, casos Éluard,
Aragon, Dalí o el clan Schuster) de las historias verdaderamente lamentables
que, como dijeron en una ocasión Tony Earnshaw y Philip West a propósito del
desmedido ataque a John Lyle perpetrado por Franklin Rosemont, pueden
resolverse sin esfuerzo con un sentido elemental de la camaradería. Para colmo,
esas acciones acarrean un encadenamiento de hostilidades que perduran por
décadas, afectando a terceros que se solidarizan con unos o con otros siguiendo
el juego de las amistades. Todo el mundo, además, no responde de la misma
manera, y si hay personas a quienes los ataques les resbalan, otras son muy
susceptibles, reaccionando trágicamente, si es que no guardan eternos rencores,
a veces al propio surrealismo.
“Infighting” es, proclama Eric
Bragg, “miserabilista y estúpido”. Adoptar esa posición es abrazar el
miserabilismo, “fatal enemigo de la confianza y la colaboración”. A ello opone
la “empatía”, que “representa un cierto tipo de imaginación: la de intentar
imaginarse a uno mismo en el lugar del otro”, algo, como es evidente, “muy
diferente de la variedad cínica, cuando se presume lo absolutamente peor sobre
las intenciones y acciones de alguien”. Sobre esta cuestión, yo citaría en
seguida estas palabras de Ghérasim Luca en una carta de 1952 a Jacques Hérold,
a propósito del desacuerdo de este con Breton: “Toda idea de ruptura me parece,
a pesar de su lado dialéctico y aparentemente positivo, incompatible con una
vida verdaderamente tolerable, y en este mundo que vive y que sangra bajo el
signo de la separación y de la negación simétrica, nosotros debemos ser los
verdaderos maniacos del encuentro, los obsesos de la síntesis ininterrumpida,
de la no herida absoluta” (cursivas mías). Bastantes enemigos, y de todo
tipo, tiene el surrealismo, como para que encima se reciban ataques del
interior, sobre lo cual también debe recordarse lo que decía Pierre Peuchmaurd
de la célebre autocalificación como “enemigo del interior” hecha por Georges
Bataille, tan amado por tantos de aquellos enemigos (y, en los últimos tiempos,
por algunos surrealistas): “Se puede interpretar esto como se quiera; para mí,
equivale a ser un infiltrado lleno de odio, un doble traidor traicionando una
causa que no ha sido nunca la suya. El enemigo interior es el cáncer”.
Pero este no es, en absoluto, el
caso de nuestro amigo Mattias Forshage, quien simplemente, a mi juicio, tan solo tiene un
temperamento algo belicoso. Tanto él como Merl Fluin me merecen el máximo
aprecio, y sus contribuciones al surrealismo las juzgo sumamente valiosas, solo
lamentando que a muchos escritos del primero no pueda llegar por mi
desconocimiento de su lengua, y que mi infame inglés aprendido con las letras
de blues tampoco dé para seguir lo bien que deseara lo que escriben uno y otro.
Yo creo que son dos nombres fijos del surrealismo, y de los que el
surrealismo precisa. Sí recuerdo, en relación con todo esto, haber visto
expuesta en la última o penúltima tanda de sus escritos de blog una opinión (ahora
no logro encontrarla) que no me gustó, en el sentido de que entre los
surrealistas no tiene razón de ser el andarse con ceremonias ni la cortesía,
cuando a mí tanto aquellas como esta me gustan, y rechazo categóricamente que
se vea en ellas valores burgueses o hipócritas, remitiéndome como siempre a mis
viejos amigos campesinos portugueses, de quienes tanto he aprendido (que la tierra
les sea leve a todos, porque ya prácticamente no queda ni uno), o a las
culturas oceánicas y amerindias, tan amadas por el surrealismo. Eso que leí me supo,
en efecto, a una justificación para cierta aspereza –Eric Bragg considera que
la a su juicio obsoleta terminología freudiana de que se vale Mattias Forshage
es usada como “justificación de una conducta hostil”, y se pregunta sobre qué
mundo queremos cargándonos esos valores que yo llamaría “antiguos”. ¿No podía
decir Radovan Ivsic, en tiempos cercanos, que “hoy la delicadeza es lo
revolucionario”?
Otras cuestiones vuelve a
levantar esta polémica, como la de los grupos y los individuos, prefiriendo
Eric Bragg no pertenecer a ninguno de aquellos y relacionarse libremente con
unos y otros. Entre grupos ha podido asistirse también a algunos “infightings”,
en derroche de energías que mejor se dedicaran a los “exfightings”, que nunca
faltan. Preferible es, por ejemplo, la relación entre grupos como el de Styxus
y el de Analogon, que, en vez de ocuparse en hostigarse, simplemente se
ignoran, a pesar de su común espacio geográfico. Cada uno a su bola.
Por último, antes de penetrar en
este Hydrolyth que tiene más de 100 páginas que el anterior, señalaré,
con cierto espíritu de “infighting” (aunque en la categoría de peso infrapluma),
dos cosas. La primera es la abundancia de textos (e imágenes) que ya se conocen,
algo que es moneda corriente quizás excesiva, desde hace algún tiempo, en las
publicaciones del surrealismo. A unas se les señala la fuente, pero a otras,
como el ensayo de Will Alexander, los poemas del propio Merl Fluin o el texto
sobre los útiles de Pierre Petiot que comentamos hoy mismo, no. Repetición de
textos, o traducciones que no sean de lenguas como el sueco, el checo, el neerlandés, el
griego o el rumano (por señalar cinco idiomas poderosos en el surrealismo), no
tienen mucho sentido. A veces hasta vemos un texto reproducido tres o cuatro
veces en las publicaciones del surrealismo, cuando no se cuela en algún volumen
de corte académico donde puede encajar. La costumbre es vieja y en algunos
casos laudable, pero yo discutiría sus excesos, prefiriendo que predominen en
publicaciones de este tipo los trabajos originales.
El editorial, que en el número
primero venía firmado por Eric Bragg, Merl Fluin, Mattias Forshage, Ribitch,
Shibek y Nikos Stabakis, viene ahora firmado solo por Bragg y Ribitch. En el
primero se manifestaba “orgullo” por el “optimismo revolucionario”, y aquí,
aunque sin llegar a tanto, tampoco se logra dejar de lado esa simplona
oposición entre el optimismo y el pesimismo. No me considero uno de esos
“profesionales de la desesperación” a que se refería hace poco un amigo ex
surrealista, porque he disfrutado y disfruto la vida y porque no he dejado de
creer que a la infamia hay que oponerse y desafiarla, pero, en verdad, me
parece imposible que se pueda ser “optimista” sin tener complacencias con este
mundo. Cuando pienso que mi óptica sombría (que en nada mermaba la profundidad
y extensión de mi revuelta) ya existía cuando tenía 16 años, en que descubrí el
surrealismo, cuarenta y pico años después no veo sino un mundo mucho más
devastado que el de entonces (hasta el punto de que me pregunto cómo es que
esto se puede ya “transformar”) y una vida que ha mantenido muchas infamias y
sustituido las restantes por otras nuevas.
En medio de este desastre
general, el surrealismo es de lo poco que resta. Y de ahí precisamente la
necesidad de que los surrealistas, sin que ello implique complacencias o bajar
la guardia ante las debilidades y hasta imposturas que a veces surgen, logren
ser “los verdaderos maniacos del encuentro, los obsesos de la
síntesis ininterrumpida, de la no herida absoluta”.