Carlos Calvet, guache, 1976 |
Muere un literato charlatán (que como mucho escribió, al principio de su prolífica y multimillonaria carrera de fárrago y prosa, un par de novelas divertidas) y todo es bombo y platillo, lágrimas de cocodrilo y estridente show que alimente un par de jornadas el hambre insaciable del monstruo informativo. Muere un pintor enorme que también era un poeta, y que siempre se expresó a sotto voce, y a duras penas, solo por una distante voz, nos enteramos de ello.
Carlos Calvet nació en Lisboa en
1924 y falleció hace ocho días. A fines de los años 40, se acercó a los
surrealistas, con los que colaboró y de quien nunca dejó de ser un amigo,
defendiendo siempre el surrealismo frente a la hostilidad generalizada, que
hacía más prudente una actitud negativa, o al menos distanciada. Deja una obra
enorme, tratada en el catálogo Carlos Calvet, 60 anos de pintura (2003). A fines
de 2012 apareció, acompañando una exposición en la Fundação Cupertino de Miranda, una bonita publicación, que constaba de 140 páginas, y que yo traté aquí, deteniéndome
entonces en lo que para mí ha significado la obra de Calvet. Si cierta relación
con Chirico es obvia, ahora me gustaría decir que Carlos Calvet fue como un
Chirico atlántico, pero aclarando que Calvet fue, por supuesto, un artista –un
poeta– de visión absolutamente propia.
“Carlos Calvet, explorador de
horizonte” era el título de esa exposición. Bella designación. Sobre todo,
horizontes marinos, pero también los horizontes de las aventuras amadas por el
surrealismo.