Este catálogo que hoy reseñamos
no es desde luego, como tantos otros, redundante. El tema podrá sorprender de
entrada, pero no cuando sabemos que en 1936 se publicaron en los Cahiers d’Art las fotos de doce objetos matemáticos de la segunda mitad del siglo
XIX, realizadas –surrealistamente– por Man Ray en el Instituto Poincaré; que
algunos modelos de esos objetos fueron expuestos ese mismo año en la exposición
surrealista de la galería Charles Ratton, junto a otros muchos del propio
surrealismo, africanos, oceánicos, encontrados y naturales; y que Max Ernst se
valió para sus collages de los catálogos ilustrados en que venían reproducidos
esos objetos matemáticos, que además no dejaron de inspirar a algunos
escultores, entre ellos Henry Moore –y nadie, a la vista detenida de esta foto
de la sala de geometría de la exposición de los modelos matemáticos y
matemático-físicos que tuvo lugar en la universidad técnica de Munich en 1893,
dejará de pensar en Hans Arp:
La mayoría de estos pequeños objetos eran de yeso, pero otros estaban
constituidos por hilos sobre cuadros de latón. Materializaban, en tres
dimensiones, los conceptos, los teoremas y las ecuaciones de la geometría de
las superficies y de la teoría de las funciones.
Como el catálogo viene del Musée du Temps de Besançon, quien lo
presenta es Emmanuel Guigon, antecediendo estudios de Stefan Neuwirth, Georges
Sebbag y Laurent Devèze. Sobre el estudio del primero no tengo nada que decir,
porque no entiendo absolutamente nada (ni podría tomarme el mínimo esfuerzo por
entenderlo: las matemáticas son en efecto, como las definió Lautréamont,
“severas”, y la severidad es algo de lo que nunca he querido saber).
El texto de Georges Sebbag, “Ecuaciones surrealistas”, ya es otra cosa,
al ir alineando los nombres de Lautréamont, Chirico (cuyas oblicuedades “han
contribuido a modificar nuestra percepción del espacio y del tiempo”), Desnos,
Breton (y su “Ecuación del objeto encontrado”), Péret (y su fabuloso poema de Le grand jeu “26 puntos a precisar”), Raymond Roussel, Jean-Pierre Brisset,
Bachelard, Óscar Domínguez (con su pintura litocrónica y el célebre texto con
Ernesto Sábato), Matta (con el ineludible ensayo “Matemática sensible.
Arquitectura del tiempo”, publicado en 1939 en Minotaure) y Gordon
Onslow-Ford, para volver al final a Lautréamont, y sus ecuaciones comparativas.
Los objetos matemáticos, evidentemente, ya nada dicen a los matemáticos
actuales, pero ya tampoco le decían nada a los de los años 30. Una vez cumplida
su función, no hacían sino criar polvo en los museos. El surrealismo, como
señala Sebbag, “los ha rescatado y los ha magnificado”, mostrando su parentesco
con las esculturas contemporáneas, tras la revelación que Man Ray y Max Ernst
hicieron de su carácter digamos que “mágico”.
El trabajo de Laurent Devèze los relaciona con las esas sí que
inequívocamente mágicas máscaras africanas, también olvidadas en los rincones
de la época, y es que “los surrealistas frecuentaron el Instituto Poincaré del
mismo modo que fueron clientes asiduos del Mercado de las Pulgas o de las
viejas colecciones coloniales”.
Los objetos han sido
fotografiados por Marc Le Mené, pero la mejor ilustración es la de una caja de
Yves Tanguy, con una felicitación de año nuevo a Marcel Jean, en forma del
signo del infinito y que se convierte así en una “frase sin fin”, donde destaca
el nombre de aquella magnífica mujer llamada Kay (Sage):