Roger van de Wouwer, La luz indirecta, 1963 |
Con esta publicación pasamos a tener la
monografía de referencia sobre Roger van de Wouwer. Ello se debe no solo a la riqueza
iconográfica, sino también a haber estado a cargo de Jean Wallenborn, que es otro
de los grandes nombres del surrealismo belga y que lleva a cabo un estudio fino,
lúcido y muy denso.
Van de Wouwer firmó muchas declaraciones surrealistas, cuando el grupo ya
estaba animado sobre todo por Tom Gutt, o sea en los años 60 y 70. Sus
encuentros capitales, que lo llevaron al surrealismo, fueron con Leo Dohmen y
Gilbert Senecaut, de cuyas trayectorias eminentemente subversivas hace
Wallenborn la correspondiente semblanza, si bien nada hubiera sido posible sin
Breton y Magritte (motivos más bien de ironía por parte del artista) y deban
sumarse los nombres de Nougé y Duchamp.
Van de Wouwer, a quien le gustaba hablar de anti-arte, no se consideró
nunca un artista, y hasta una de sus saludables características era la irrisión
de la vanidad artística, de ese pernicioso narcisismo que muchos artistas
comparten con tantos poetas, sorprendiéndose al final de su vida de que Jacques
Wergifosse se interesara por conocerlo y por sus obras de hacía veinte años. Lo
suyo era la indagación en el significado del hecho de pintar, y en el efecto
que producían sus cuadros sobre el espectador. Su obra es muy variada y casi
imposible de clasificar, ya que carece de estilo duradero, cambiando de técnica
según fuera su interés de sorprender, de intrigar o de provocar, aunque siempre
con las armas del humor y la imaginación. Jean Wallenborn concluye su estudio
con estas palabras: “Como la poesía que para nada necesita del alejandrino, los
lienzos de Roger se aprecian con el rasero de la fuerza de sus imágenes, sin
que sea preciso buscarles ni belleza formal ni racionalidad. Es así como
adquieren un sabor que no se altera con el tiempo”.
Roger van de Wouwer, La inmaculada concepción, 1983 |
En el mundillo de los movimientos artísticos, Van de Wouwer se burló
reiteradamente tanto del arte abstracto como del op, que reinaban en los años
60. Pero se lo recuerda sobre todo por el escándalo que en 1963 provocaron sus
cuadros Galatea, La incorruptible y La
elevación (este último con el papa Juan XXIII bebiendo coca-cola). Estos
cuadros, y en particular el primero, donde aparece un torso femenino de piedra
con un tampón menstruado, creo que levantarían hoy nuevas ampollas. A la sazón,
Tom Gutt hubo de elaborar el manifiesto “Le vent se lève”, que contó con 50
firmas; pero ni René Magritte ni Édouard Jaguer ni Jacques Lacomblez ni los
surrealistas de París (de cuya carta, siguiendo la técnica habitual, en seguida
se hizo responsable único a André Breton) simpatizaron con la idea de Galatea.
Jean Wallenborn pasa revista a toda la obra de Van de Wouwer, incluidas sus
series, una de ellas de dibujos físico-alquímicos, y sus ilustraciones, entre
estas la de su propia novela inédita sobre los amores de la reina de Inglaterra
con un elefante a partir de los dibujos de una antología de Mark Twain. Por lo
que se refiere a sus cuadros, Wallenborn da las claves de algunos de los
enigmas pintados por este artista que se negaba a explicar nada de lo que
hacía.
En uno de los capítulos del estudio, tras señalarse que los dos grandes
críticos de Van de Wouwer fueron –lo que es indiscutible, y una fortuna para
él– Louis Scutenaire y Tom Gutt, se reproduce una lista de ineptitudes,
chorradas y estupideces espigadas en el parasitario discurso de los periodistas
y los expertos en arte.
Señalemos por último que en 2006 realizó Claude François la película À bout portant, sobre Roger van de
Wouwer, y que este libro se apoya principalmente en las informaciones poco
antes recogidas, sobre todo a lo largo de una serie de entrevistas del director
y de Jean Wallenborn con el propio artista, que moriría en octubre de 2005 a
los 72 años. La bibliografía del surrealismo en Bélgica se ve ahora enriquecida
con una pieza fundamental.
Roger van de Wouwer, A quemarropa, 1969 |