Coincidiendo con el cincuentenario de André Breton, signado por la eclosión
plena de su epistolario, magnético donde los haya, Georges Sebbag lanza una
biografía que se desmarca por completo tanto de la habitualmente lineal como
del fraude que suelen ser las noveladas: “Un imperativo se dibuja en materia de
biografía, el de conocer la relación que entabla con el tiempo el individuo de
quien se rememoran su vida y milagros. En el caso de André Breton, es cierto
que los cuadros temporales resultan trastocados, sean ellos psicológicos,
sociales o históricos. El surrealista juega con el tiempo. Su vida y sus
escritos desbordan los límites de su existencia. Azar objetivo, tiempo sin
hilo, recuerdo del futuro: estos conceptos que él inventa y comparte con sus
amigos desafían la cronología y la filosofía de la historia”.
En ese estilo inconfundible que le pertenece y que no es imitable, Georges
Sebbag, conocedor de la vida y la obra de André Breton como de la palma de su
propia mano, vierte en 26 capítulos, más una suerte de conclusión en que
retorna al comienzo, toda esa sabiduría mostrada en sus muchos trabajos
anteriores, nutriendo su centelleante discurso de los más inesperados y agudos hallazgos,
asociaciones y conexiones. Es esta una travesía en la que, en efecto, nada
tiene que hacer la linealidad, con constantes mutaciones y zigzagueos que
evocan, por ejemplo, los “saltos de la memoria” con que presentaba sus
recuerdos el romántico español Antonio Ros de Olano.
Para su prospección biográfica, Sebbag se ha valido en particular de la
correspondencia entre Aragon y Breton, de las cartas de Breton a Simone Kahn y
de las de Nadja a Breton, estas últimas celosamente guardadas por el fundador
del surrealismo (a diferencia de otras que extrañamente no han aparecido, como
en particular las de la propia Simone, Suzanne Muzard, Jacqueline Lamba o Nelly
Kaplan), como si se trataran para él de un talismán. Obsérvese que esto implica
un mayor ahondamiento en las décadas de los años 20 y 30, y es cierto que hay
una muy inferior presencia de los últimos quince o veinte años de la vida de
Breton. Sebbag se vale asimismo de las indagaciones efectuadas en importantes libros
anteriores, en particular L’amour-folie,
la saga Breton-Vaché y esa obra capital que es Le point sublime. Hubiera sido deseable que este nuevo libro
viniera tan bien ilustrado como Le point
sublime, pero tanto lujo no es siempre posible. Hay, eso sí, una foto
sumamente curiosa, de hacia 1930, en que se ve a Cartier-Bresson disparando al
blanco en una barraca de feria, junto a dos elegantes mujeres y un tal Éric de
Jessé, futuro monje de la Trapa, con quien Sebbag se pondría en contacto a
propósito del envoltorio de unas chocolatinas de la Grande-Trappe utilizadas
por Breton para una de sus cartas a Vaché, descubriendo que Éric de Jessé,
archivero del monasterio de la Grande-Trappe, era un gran conocedor del
surrealismo y viejo amigo de Cartier-Bresson y Pieyre de Mandiargues antes de
que, en 1940, tomara los hábitos.
Cartier-Bresson y Éric de Jessé, bien acompañados |
Entre los mejores momentos que nos depara este libro, señalemos los que tratan
de los vericuetos amorosos bretonianos (siempre muy apasionados), del humor, de
los juegos, de Nadja, de VVV (una
lectura muy rica de una revista algo esquiva, que no ha solido estudiarse como
las primeras parisinas), de Isidore Ducasse... Este último es enfocado en su
rápido camino de “filósofo incomprensibilista” (que es como se autodefinió a
los 18 años, en descubrimiento que hizo Jean-Pierre Lassalle en 1994) al
filósofo que lo comprende todo (“Nada es incomprensible”) de las Poesías. Merece por último subrayarse la
importancia que Sebbag concede a un autor que ha acabado consagrándose como uno
de los verdaderamente grandes entre las últimas generaciones que acompañaron a
Breton: Stanislas Rodanski, tan asociado a este como a Vaché, y de quien ya ha
podido manejar Sebbag textos recientemente exhumados, como la maravillosa
novela en clave Substance 13.