Max Ernst, La balsa, 1927 |
Mis sueños fueron terriblemente turbados por las apariciones del Ángel de lo Bizarro (Poe).
La exposición del museo de Orsay no ha dado el típico catálogo de varios quilos, sino un simple número de la revista BeauxArts, con 66 páginas de muchas ilustraciones (algunas muy poco conocidas) y textos breves pero acertados. El título completo de la exposición es “El Ángel de lo Bizarro. El romanticismo negro, de Goya a Max Ernst”.
Organiza la exposición Côme Fabre, quien en una entrevista inicial ya se gana nuestras simpatías al apoyarse en Annie Le Brun.
Florelle Guillaume presenta la galería de textos, situando los tres momentos del romanticismo negro (o “frenético”, que es otra designación muy bonita): romanticismo propiamente dicho, simbolismo y surrealismo. En el comienzo sitúa a Goya y a Fuseli, el primero en tanto “obsesionado por la locura” y el segundo atento al “espectáculo de lo sobrenatural”. Thomas Schlesser analiza La pesadilla de Fuseli, aunque lo que nos ha impactado ahora es su increíble retrato La locura de Kate.
François Angeller se ocupa de la literatura como “fantástica inspiradora”, con Shakespeare, Dante, la novela gótica, Goethe, Hugo, Hoffmann, etc. El destaque en este capítulo va hacia las “tintas místicas” de Víctor Hugo.
Vuelve Florelle Guillaume, para hablar ahora del paisaje como “estado de alma”, con los alemanes “exaltados por la inmensidad de la naturaleza”, los anglosajones “fascinados por el apocalipsis” (fabulosas imágenes de Samuel Colman y John Martin), los franceses “arrastrados por el soplo del romanticismo”, los belgas “obsesionados por las ciudades muertas” y la Noruega vista por Munch, “expresionista y opresiva”.
Con Pierre Pichon avanzamos hacia el simbolismo en su vertiente más sombría, cuando la muerte se adueña de “un arte desencantado”. La nota especial se dedica aquí al mundo angustioso de Edvard Munch.
Thomas Schlesser se ocupa de “Las criaturas de las tinieblas”: las fuerzas del mal, los héroes de los cuentos macabros, los ídolos de la perversidad, las apariciones del espiritismo y “el arte embrujado”.
Y por fin llegamos al surrealismo, que Malika Bauwens ve como “la última liberación del sueño y del inconsciente. Mucho habría que decir sobre el surrealismo y el “romanticismo negro”, y no digamos nada si no nos detuviéramos en Max Ernst (y el inevitable Dalí) sino que lo abarcáramos en su totalidad. Se reproduce aquí un cuadro ernstiano de 1927, La balsa, cuya forma de medusa hace obvia la relación con la obra de Géricault.
El surrealismo tiene también mucho que decir en la materia que ocupa el último capítulo de esta exposición, y que ha sido todo un acierto incluir: el cine en tanto “heredero más fiel e inventivo de la tradición romántica negra” (Côme Fabre). Atiende la cuestión Armelle Fémelat, en el artículo “Y de repente, los monstruos se animan...”, donde comienza por afirmar que “Goya, Friedrich, Fuseli, Delacroix y Böcklin se cuentan entre las principales fuentes de inspiración de los cineastas del romanticismo negro”. Desfilan aquí El gabinete del doctor Caligari, El crimen del Dr. Warren, Nosferatu, Las tres luces (una película que fue decisiva para Luis Buñuel), La carreta fantasma, La brujería a través de los tiempos, el Frankenstein de Whale, La caída de la casa Usher (en la versión Jean Epstein, que aplastaría medio siglo después Jan Svankmajer ) y el Vampiro de Dreyer (inspirado en Le Fannu, pero a su lado, y al de la mayoría de las obras anteriores, un flácida muestra esteticista), en una lista que, por supuesto, se limita a los primeros estadios del cine. Muy fina es la nota que Armelle Fémelat hace de “los paisajes de Friedrich al servicio de Murnau”, acompañada de una instantánea de Nosferatu y de la pintura Hombre y mujer contemplando la luna de Friedrich, sorprendentemente similares en su escenificación.