La correspondencia de André Breton sigue apareciendo, ahora con el tomo
capital de las cartas cruzadas con Benjamin Péret. Hay cierto sabor a ya leído,
que no hace la lectura tan apasionante como la de las recientemente publicadas
cartas de Mário Cesariny a Laurens y Frida Vancrevel, pero con todo, abundan
los momentos excepcionales.
No puede decirse lo mismo de las cartas intercambiadas con Tristan Tzara y
Francis Picabia, también en Gallimard, puesto que resultan ya demasiado arqueológicas
y al menos para mí con el hándicap de irme saltando todas las cartas del
primero, para quien ya no tengo tragaderas. En la carta del 22 de enero de
1919, le declara Breton al entonces dadaísta Tzara: “Tengo 22 años. Creo en el
genio de Rimbaud, de Lautréamont, de Jarry; he amado infinitamente a Guillaume
Apollinaire, siento una ternura profunda por Reverdy. Mis pintores preferidos
son Ingres, Dérain; soy muy sensible al arte de Chirico”. Una bella y
conmovedora declaración, que no viene mal recordarle a quienes afirman a veces
que el surrealismo “nació en la calle”, y menosprecian los libros y los cuadros,
como si ello fuera una consecuencia de lo otro.
Los repudios bretonianos son simultáneos –se rechaza porque se afirma, el
eclecticismo no habiendo sido nunca un rasgo del surrealismo–, y en carta de
abril del mismo año califica en lenguaje de Jarry como “palotins” a Cocteau,
Birot y Dermée, el primero de ellos “el ser más odioso de este tiempo”, a pesar
de que Breton reconozca no ser el odio su fuerte.
Desde este año 1919, el surrealismo está en marcha en todos sus aspectos.
Una carta de julio alude al “enorme abismo que nos separa de la especie
burguesa” y califica Littérature como
“tentativa de desmoralización ascendente”, aunque ya a fin de año Breton
reconoce que la revista empieza a aburrirle. La correspondencia irá navegando
con huecos hasta la ruptura de 1934, en que ya Breton pone a Tzara a caer de un
burro.
En cuanto a la correspondencia con Picabia, demasiado marcada por la
admiración de Breton y el poco compromiso de Picabia, creo que posee un interés
casi meramente anecdótico.
André Breton, Le grand jeu, 1962 |
Todo cambia con las cartas a Péret, o no se tratara de una de las amistades
poéticas e intelectuales más importantes del siglo. La primera parte ofrece las
mismas características del tomo Tzara-Picabia, y cuando llegamos a las cartas
barcelonesas de Péret, son muchas demasiado conocidas, con el poeta que había
ido a España a hacer la revolución (y no a “defender la legalidad republicana”,
como se ha podido afirmar en un reciente librito peretiano, convirtiéndolo así
en un luchador de la burguesía, para cuyo beneficio se creó el estado
republicano, que a Péret le importaba un pito y que llevaba más de dos años de
derecha cruda y dura) equivocándose como de costumbre en sus pronósticos, al
decirle a Breton que los estalinistas no tenían nada que hacer y que no iban a
poder sabotear la revolución.
Ya aquí encontramos la reproducción de algunas cartas que acompañaban los
correos personales, en este caso una de Raoul Ubac a Breton a propósito de L’Usage de
la Parole, muy interesante.
La parte más importante del volumen es la del período 1942-1945, con Breton
en los Estados Unidos y Péret en México. Absolutamente extraordinaria es la que
Breton envía a Péret el 4 de enero de 1942, hablándole de Paalen, Onslow Ford,
Victor Serge, Mabille, Calas, Tanguy, Ernst, Seligmann, Matta, Leonora, Masson,
Buñuel... Le dice que está leyendo a Éliphas Lévi (“personaje formidable”) y le
confiesa su decepción al ver reducido en los States el surrealismo a una
escuela artística. Por último, le pide no se consagre “demasiado
exclusivamente” a la actividad política: “Me parece más que nunca necesario que
tu voz pueda llegar en lo que tiene de
única, que se logre distinguir tu timbre particular. Estoy seguro de que es el
medio de actuar lo más lejos revolucionariamente, de dar toda la medida de tu
necesidad de cambiar el mundo”.
Al final de su carta, Jacqueline Breton despotrica de Kay Sage, la mujer de
Tanguy, “una cochina burguesa que lo mata a fuego lento”. Si esto lo hubiera
dicho Breton... (hace poco una de esas estultas periodistas española, y bien
que las hay, interpretaba como “misoginia” los insultos de los surrealistas a
Germaine Dulac, llamada “vache” –que es la misma palabra de que se vale
Jacqueline para referirse a Kay Sage–, cuando era indiferente que se llamara
Germaine o Germain: su vanguardismo formalista y esteticista había traicionado
por completo las intenciones de Artaud, perpetrando un engendro infumable que
la tal ignara periodista convertía nada menos que en la primera película de
cine surrealista: el papel aguanta lo que le echen). Breton, en cambio, sin
simpatizar con Kay Sage, hasta la incluirá en Le surréalisme et la peinture, reproduciendo uno de sus magníficos
cuadros.
Péret a su vez le habla a Breton de los surrealistas chilenos (a los que
dirá Breton que hay que apoyar “enérgicamente”), Gerzso, la letal pareja
Rivera, Leonora, Rafo Méndez, Mabille, Granell. En sucesivas cartas, Breton añade
los nombres de Maria Martins, Duchamp y Charles Duits (de quien se decepcionará
rápidamente). El ambiente yanqui se le hace irrespirable, y lo considera
maléfico para los surrealistas que viven en Nueva York y sus cercanías, a
excepción del imperturbable Duchamp y algo Tanguy. Muchas de estas cartas
hablan de VVV, con Péret reaccionando
mucho mejor ante el número 4 que ante el 2-3; ya en 1944, Breton le comenta el
proyecto del número 5, que no llegaría a hacerse y cuyo tema hubiera sido la
libertad, porque “es necesario como sea hacer comprender lo que habrá sido la
libertad en el sentido surrealista de la palabra”.
André Breton, Pan hoplie, poema-objeto, 1963 (palabras jeroglíficas: "Resplandezco de amor por ti") |
El otro momento conmovedor de
estas cartas lo tenemos en la primera de 1944, cuando Breton le encomienda a
Péret reciba en México a Elisa, y comienza así: “Elisa es el ser que yo amo y
el único ser que yo adoro”; quiere que su estancia sea lo mejor posible, ya que,
tras la muerte de su hija, “aún es muy frágil”, y también la de su amiga Julia
de Naranjo (“uno de los seres más humanamente exquisitos que conozco”),
pidiéndole la dé a conocer a Remedios y a Leonora.
Un nombre que aparece con obstinada frecuencia en estas cartas es Wolfgang
Paalen. Péret y Breton debaten su evolución al margen del surrealismo, pero que
hoy no puede sino considerarse una prolongación del surrealismo, a cuyo grupo
además acabará volviendo. Péret al principio lo ve siguiendo “un camino
reaccionario”, pero al final Breton sabrá otorgarle todo su valor, en palabras
maestras: “En último análisis, Paalen es el único que ha intentado hacer algo
diferente, aunque sea una pena que ese algo lo haya emprendido un poco contra
nosotros. Pero yo guardo bastante libertad para reconocer lo que él es y lo que
él puede. Y en un plano general, estimo que, en las circunstancias presentes,
es menos importante mantenerse en regla con tales principios formulados que
permanecer vivo y testimoniarlo a través de sugestiones nuevas”. Esto, ya a principios
de 1945.
Al año siguiente, las comunicaciones de Breton parten de París. En otra
gran carta, del 14 de agosto, pone al día a su amigo, hablándole de Prévert,
Giacometti, Hérold, Brauner, Césaire, Naville, un Picasso lamentable, el
Magritte “solar” y un Domínguez al que ya el pintor de palomas ha cortado las
alas. Brauner se lleva la palma: “una obra magnífica –de lejos la más
importante realizada en París en el aspecto plástico durante estos últimos años,
y la única que cuenta (la pintura se encuentra en plena reacción)”. La
respuesta de Péret a esta carta raya a la misma altura, con una sabrosa alusión
a Sartre, cuando dice que la lectura de La
náusea responde a su título y no ha podido ir más allá de unas pocas
páginas. Ya en 1947, interesa mucho el intercambio de cartas sobre la
exposición surrealista de ese año y sobre el manifiesto “Ruptura inaugural”.
Péret se lamenta mucho de no poder regresar por no tener dinero y retrata una
actualidad miserable en la vida cultural de Ciudad de México, solo salvando a
Gunther Gerzso.
La década de los 50 comienza con la polémica en torno al manifiesto “Haute
frequence”, uno de los muy raros que Péret no firmó. Breton le aclara que no
quiere ponerse a la defensiva de los ataques que ha recibido en el llamado
“affaire Pastoreau”, y le envía una carta magnífica de Victor Serge, en que
este rechaza condenar el gnosticismo y otras formas religiosas (nombra el culto
de Osiris o de los mayas y el misticismo esotérico, recordándole a Breton su
admiración por Raimundo Lulio), entre otras cosas porque le parece mucho peor
“el mens sana in corpore sano del
positivismo racionalista” (por estos días, releyendo a Teixeira de Pascoaes,
anotaba yo estas palabras suyas sobre las mentalidades “modernas”: “un mundo
asfixiado entre las cuatro paredes sin agujeros del positivismo”). Péret en
cambio no quiere separar iglesia y religión, pero lo curioso es la excepción
que hace de la mística por su “conocimiento intuitivo” –la mística me ha
parecido siempre algo espantoso, incluidos sus sanjuanes y sus santateresas, a
los que siempre opondré las magníficas pervivencias populares del paganismo, donde
tantas veces ni pincha ni corta el clero, que en muchos casos hasta tuvo que
adaptarse a ellas (y Péret, estudioso de las “supersticiones”, sabía algo de
eso). Coinciden en su rechazo tajante de todas las religiones clericales (y en
particular de la que mejor conocen), pero Breton es más sutil y cala más hondo,
zanjando el debate con un “hay otros puntos de vista”.
Tras una zona de cartas más bien tediosas, ya con ambos en París, Péret va
a escribirle desde S. Paulo en el verano de 1955, comentándole su visita a la
Bienal; a Matta lo ve “en pleno declive” (ya lo había iniciado en la década
anterior, y ellos no habían dejado de advertirlo), y se queja de la cantidad de
“falsos Kandinsky, Klee, Vieira da Silva, etc., por no hablar una vez más de
cuadraditos, triangulitos, etc.”
Del año siguiente es una divertida carta en que Péret, desde París, le
cuenta a su amigo, que veraneaba en Saint-Cirq-Lapopie, cómo ha puesto en la
puerta de la calle, tras colocarlo entre la espada y la pared, a un ex
surrealista yugoslavo, antes estalinista y ahora titista. Gérard Roche, quien,
por supuesto, ha hecho una edición excelente, no identifica al personaje, pero
no es otro que Ljubisa Jocic, quien en los años 30 había colaborado en la
revista La Commune (dato que da
Péret) y se encontraba en París para una exposición de obras abstractas.
Otra carta destacable es, ya en 1958, la de Péret relatando su visita a
Gaston Chaissac y Joseph Marmin en compañía de Gilles Ehrman, quien está
haciendo su gran obra Les inspirés et
leurs demeures. Pequeños motivos de interés siguen aflorando casi al filo
de la desaparición de Péret: el intercambio de comentarios en torno a los
números de Médium, el descubrimiento
de Xavier Forneret por Breton y su lectura exhaustiva de Villiers, la
recomendación que le hace Péret del Manuscrito
encontrado en Zaragoza...
Pero muchas más cosas que las indicadas se pueden encontrar en este libro
capital, esta reseña, como la que hice de las citadas cartas de Cesariny, solo
mostrando lo que para mí es la espuma de la ola.
André Breton, Pequeña esfinge para Elisa |