Patrick Hourihan, "Máscara azul" |
Girando en el fonógrafo, la caja pandórica del sueño se abre para que salgan flotando los ojos en busca de sus encuentros secretos. De la pizarra llena de signos mágicos brota una voz inesperada, su canción nocturna disfrazada de una máscara azul. Tras la puerta de aquella cámara de ilusiones, los monstruos acechan, espantos y pesadillas golpean. Pero la atravesamos, y todos ellos retroceden: es un laboratorio óptico, o una cabina de curiosidades, con sus máquinas psíquicas, bucólicos rinocerontes de cuerno gracioso, el león de las estatuas con una gorra de marinero en los colmillos, una langosta desmesurada... El suelo está encharcado de aguas amnióticas por las que pululan matasuegras y serpentinas, frutos extraños, varias parejas de cabezas parlantes, objetos bizarros que buscan no se sabe qué.
Mientras, el Ojo Pacífico ha huido por el de la cerradura. Sale a una playa oceánica, con maniquíes románticos que desfallecen sobre la orilla, entre dos pianistas de boogie-woogie que ejecutan un dúo de fuego, porque de sus teclas brotan llamas. Es un momento fugaz, ya que al punto se hace la noche y reina el silencio. Varias figuras van desfilando, con una vela en las manos: el Ilusionista, el Sonámbulo, el Poeta, el Bailarín, el Espíritu, Hypnos, el Guardián y por último el Loco con su Secreto Glorioso. Buscan quizás a sus compañeras nocturnas, pero solo encuentran a unos bobos que ostentan sus medallas de muertos en un salón abovedado. ¡Triste espectáculo! Conviene pasar de largo, ya rumbo a la estación –que cada vez se acerca más–, donde se detiene fugazmente el tren de los hombres lobos.