Sin duda, uno
de los privilegios que hemos tenido quienes participamos de la revuelta
surrealista ha sido el de contar durante muchas décadas con la voz
implacablemente lúcida de Annie Le Brun. Ningún libro de ella, ninguna de sus
intervenciones, traten de lo que sea, logrará decepcionarnos. Por eso
esperábamos con expectación este volumen que continúa las reflexiones de Ce
qui n’a pas de prix y que ha llevado a cabo conjuntamente con Jiri Armanda.
Se prosigue
pues, y actualiza, el análisis sin paliativos de las inmundicias más recientes
del totalitarismo capitalista, de su rostro y acciones criminales tanto como de
sus increíbles ridiculeces, a las que tenemos a bien responder con la risa más
salvaje posible. Annie Le Brun y Jiri Armanda pasan revista a infinidad de
motivos de la vida contemporánea y de su “dictadura de la visibilidad”, que
pasan por “normales” siendo completas aberraciones.
Su exploración
se centra en la instrumentalización de la imagen, que, sometida al monstruo
numérico, ha alcanzado ya su fase final de masificación y prisión en que son
encarcelados millones de siervos felices y contentos. Los ejemplos de artistas
basura vuelven a ponerse, como en el libro anterior, y de nuevo me felicito por
no tener yo ni idea de quienes sean Anish Kapoor o Damien Hirst, pero
rápidamente dirigen nuestros ensayistas su atención hacia los fetiches de la
época: la grotesca práctica de los “selfies”, la “smart colonization”, el
“facebook” y, en fin, esa internet que los ilusos veían in illo tempore
como un espacio democratizador y carente de censura y que hoy forma parte clave
de la red terrorífica de control de la población por parte de la “santa
alianza” de la tecnología y el capital.
El ensayo
incluye numerosas alusiones a la época de dictadura sanitaria, que al principio
me parecían como añadidos a última hora, pero que acaban por resultar
consistentes, sin que deje yo de tener la impresión, con todo, de que no se han
captado todas las consecuencias de la catástrofe que estamos viviendo (a la
dictadura sanitaria la llaman respetuosamente “pandemia”). Pero lo que no deja
duda alguna es que desde hace décadas se venía preparando el terreno para que
se aceptara masivamente, a escala mundial, semejante horror: un mundo
completamente mercantilizado y enjaulado. Simplemente, afirman, se “han
corroborado procesos en curso”. La siniestra mascarilla, que algunos imbéciles
masoquistas consideran una chorrada, es definida como el “símbolo de la
no-toxicidad, concepto camino de convertirse, con la ayuda conjunta del
moralismo y el populismo, en un valor universal”, contrastándose su uso actual
con el antiguo, popular y tradicional (objeto por cierto de un excelente libro
de Jean-Louis Bédouin).
Como siempre,
Annie Le Brun apela a la poesía, a la risa (de revuelta contra el omnímodo
descerebramiento de los eslóganes infantiles, de las comunidades “débiles” y
del moralismo barato), a la libertad y sobre todo a la imaginación: si Víctor
Hugo dijo “Salvemos la libertad, la libertad salva el resto”, ahora no puede
sino proclamarse: “Salvemos la imaginación, la imaginación salva el resto”.
“Se sabía ya: el capital es el enemigo mortal del infinito. Pero he aquí una explicación: el capital no tolera ningún punto de fuga”.