El pasado 6 de enero murió en París la escritora Nivaria Tejera. Nacida en
1930 en Cienfuegos (Cuba), de madre tinerfeña y padre cubano, se trasladó aún
niña a Tenerife, sorprendiéndola la guerra civil. Viajó a París en 1954, donde
contactó con los surrealistas y donde, en 1958, Maurice Nadeau le publicó su primera novela, El barranco, que versa sobre la guerra sufrida en plena infancia.
Regresó a Cuba y participó en los albores de la revolución, para salir al cabo
de unos pocos años asqueada de aquello en que se fue convirtiendo. Siguieron,
de nuevo en París, varias novelas y poemarios, la última de aquellas Espero la noche para soñarte, revolución,
calificada por Antonio Álvarez de la Rosa como “bisturí narrativo que
disecciona las tripas de la revolución cubana y de todo poder omnímodo”.
Nivaria Tejera estuvo casada con Fayad Jamís, poeta
y pintor nacido en México (y de padre árabe), pero que pasó su infancia y
adolescencia en Cuba. Jamís vivió en París entre 1954 y 1959, exponiendo en
1956 con Cárdenas en la galería surrealista À l’Étoile Scellée. De vuelta ambos
a Cuba, mientras que Fayad Jamís se acabaría convirtiendo en un comparsa del régimen castrista, Nivaria
Tejera abandonaba “la pesadilla de un yo manipulado de manera absoluta, silenciado”,
regresando a París. Fue no solo una fina escritora, sino una persona muy noble
y de gran vigor intelectual. Y una amiga del surrealismo, a diferencia de
tantos ingratos. Así recordaba sus primeros años parisinos: “Fue el conocer a
Breton y Péret lo que me integró a esta ciudad. Asistiendo a algunas de sus
reuniones, el viaje a París tomaba su real dimensión. Puesto que el surrealismo
me filtraba otra manera de ver y sentir el mundo, me adherí a él sin reservas.
Aquellos alucinados plasmaban con su pendular hasard objectif la poesía
de lo cotidiano; cualquier gesto convertía en algo más la función del
ser-existir; el mito regía los actos, como en la Grecia antigua: todo era un
presente, una «exigencia-enigma» autómata al acecho de todo. Yo no creía a mis
ojos... Las prisiones y libertades asfixiadas que cargaba dentro se
justificaban al descubrir, con Nadja, que París estaba «atravesada de
significaciones mágicas»... Es otro modo de caminar por la vida, este
movimiento de individuos, y me integré a ellos como uno más. Era un movimiento
y no un partido. El único al que he pertenecido”.
En Espero
la noche para soñarte, revolución, recordaba así su experiencia
“revolucionaria”: “Mi trabajo como agregada cultural consistía en casi nada,
obedecer consignas, hacer propaganda rodeada de monstruos vigilantes. El
Partido, en esto se convirtieron los rebeldes de la montaña”. Y muestra de su
lucidez absoluta, sin las concesiones propias de todo el mundo, es este
reciente juicio sobre el París de sus amigos surrealistas: “Todo aquel París se
acabó. Se ha convertido, como otras ciudades europeas, en una especie de
deambulación turística de seres anónimos que se siguen unos a otros”. No es de
extrañar que a una personalidad tan inequívoca se le hayan cerrado no pocas
puertas editoriales y que haya cosechado no pocas hostilidades de los
intelectuales “comprometidos”.
“Para mí la
escritura es vitalidad.” “No hay patria en mí.” “Me siento un poeta, no un
novelista. No sé mucho de escribir hechos sino que más bien soy una creadora de
atmósferas con la palabra. Quiero inventar palabras, imágenes.” “He querido inventar
un camino donde sienta la poesía.”