La cosecha deslumbrante es una breve comunicación que
nos llega de Cádiz, publicada por Ediciones Las Dunas y firmada por “Un
caminante”.
Conozco pocas designaciones más
bellas que esta, y nada me place más que mi viejo maestro Don Juan Déniz
–recién difunto y a quien, como me decía otro caminante local, “Dios
lo tenga en la gloria de una bodega”– me bautizara en la cordillera de Anaga
como “el Caminante” (quien pregunte en los bares de la Montaña por “el
Caminante” podrá fácilmente dar conmigo, sin confusión alguna, porque además
nada que ver tienen los “caminantes” con esa banalidad organizada y ordenada de
los “senderistas”).
Esta nota personal viene a cuento
de que la breve comunicación del caminante de Cádiz, al tocar una de las
maravillas paisajísticas del mundo en extinción, las salinas, inmediatamente me
hizo recordar las de Rio Maior, en el centro de Portugal, que yo conocí en mis
dorados tiempos de verdadero “caminante”, de caminante heroico, no de caminante
de una isla insignificante.
Esas recónditas salinas, situadas
al pie de la bellísima sierra calcárea de los Candeeiros, famosa por sus
prodigiosas grutas, fueron compradas por los templarios en un año tan remoto
como 1177. La mina de sal gema es muy profunda, extrayéndose de ella un agua
mucho más salada que la del mar; expuesta esa agua al sol y al viento, la sal, como
en cualquier salina marina, se deposita en el fondo de los pequeños tanques
para ser colocada finalmente en cegadores montes piramidales. Lo singular aquí
está en su ubicación dentro de un valle, el aire campesino que se respira y las
costumbres que se fueron creando. Son en total 400 compartimentos de 74
propietarios, por los datos de que dispongo y que son de fines de los años 70.
Ya seco el pozo antiguo, el actual fue accidentalmente descubierto por una
muchacha que apacentaba unos animales, y que, al sentir sed, descubrió un
charco que afloraba en un juncal, llevándose la sorpresa del agua salada.
El agua era extraída con dos
baldes por una “picota” o “cigüeña”, recurso de origen árabe ya desactivado en
Rio Maior y en completa decadencia generalizada por Portugal, aunque todavía la
graciosa figura salpique frecuentemente los campos.
Los trabajadores de la sal sacaban
en las noches de verano unos cien baldes. Algunos de esos “marineros”, como son
llamados, se caían al pozo, pero ni podían hundirse a causa de estar las aguas
saturadas de clorato de sodio ni tenían mayores dificultades para salir tras el
baño forzado, ya que había una escalera de madera preparada para la ocasión.
Sometida la explotación a reglas ancestrales, no se conocen conflictos por
causa del uso del agua del pozo, lo que no es de extrañar en estas pequeñas
sociedades que tenían profundas raíces comunitarias (modelos muy hermosos de perfecto
comunitarismo, afortunadamente muy bien estudiados, había en lugares como Rio
de Onor y Vilarinho das Furnas, toda una lección para las espantosas sociedades
modernas).
Cuando yo visité las salinas de
Rio Maior –11 de julio de 1996, un día para mí legendario–, tan llamativas como
las salinas eran las numerosas casas de madera muy bien conservadas, cuyo uso
se ceñía a los meses de la zafra –enormes algunas, y todas con sus trancas de
madera sin cerrojo. De ellas, pude visitar la taberna, donde vendían los quesos
de sal y donde se podían comer un par de sabrosos platos populares regados con
buen vino, en un ambiente de calor, humor y simpatía. Pero lo más curioso eran
las reglas de madera colgadas de la pared, donde se apuntaban las cuentas de
los clientes, anotándose con signos las bebidas y los precios de cada uno. Esto
le permitía al cliente saber en todo momento lo que debía, pero también era una
manera de que los otros supieran si era buen o mal bebedor, esta segunda función
siendo sin duda la fundamental. ¡Qué regla especial hubieran tenido que hacerle
a Don Juan Déniz! El pago de la cuenta se hacía en sal (es además bien sabido
que la palabra “salario” viene de “sal”).
Los quesos de sal me recordaron
una manifestación de arte popular creo que ya extinguida, pero que Vergílio
Correia llegó a tiempo de describir en Etnografia artística portuguesa,
un libro de 1937. Se trata de los panecitos de sal que, para obsequiar a sus
personas queridas, los salineros al sur y norte del Tajo hacían con la primera
sal fina, tras haberla amasado y adornando al final las paredes del pan con
figuras en relieve que tallaban con su navaja. En este ejemplo, vemos la
figura, entre ramos y empuñando sus banderitas, de un guardavías de trenes (figura
simpática, familiar del viajero hasta los años 80, eran casi siempre mujeres
que aguardaban en sus garitas), un cangrejo, un ancla, árbores y plantas:
Esta es otra forma completa de
estos panes de sal, con una escopeta en que el gatillo y el percusor aparecen
trocados, unos quevedos, dos ruedas de ocho radios, una planta y una estrella
radiada:
Y un tercer ejemplo, de nuevo
asociando elementos dispares: una viña con sus racimos y parras, un dibujo
geométrico, un ancla doble, un ramo y la fecha 5091, que es realmente la del
año en curso, 1905, ya que muy a duras penas lograba algún salinero dibujar los
números al revés para que quedaran bien en el relieve:
Famosas en Portugal eran las “Trovas
do sal”, con un mote y sus glosas, aquel a modo de adivinanza: “Eu sou fêmea de
nação / Macho me querem fazer / Hei-me deitar a afogar / P’ra fêmea tornar a
ser”.
*
La cosecha deslumbrante
refiere el inicio de la zafra tras las lluvias primaverales, con la entrada de
las “aguas madres” en los embalses, así como la recolección de la “flor de sal”
hecha a mano al atardecer en contraste con la del rocío del alba. “Al
transeúnte –concluye– se ofrecerá tras la última cosecha un pedazo de su
orgullo marino bajo el nombre, entre otros, de Sal de Hielo. Quizás le
hará recordar el sabor de su propio origen”. Como Bruno Jacobs, surrealista de
las tierras del hielo, reside desde hace un par de años en Cádiz, quizás sea él
este anónimo “caminante”, o quizás sea algún compatriota de paso por las costas
dunosas. En cualquier caso, se agradecen estas publicaciones tan sencillas como
poéticas, la que comentamos acompañada de cuatro fotografías de frágil
blancura, una de las cuales abre esta nota.
Agustín Espinosa, en Lancelot,
28º-7º, el libro más bello que se ha escrito en Canarias, dedica unos
poemas al “laberinto de espejos” de las salinas del Janubio, en Lanzarote,
imaginando que por la noche pierden su rigurosa ordenación y se ponen a buscar
de manera desesperada “esas formas extraordinarias, irregulares, que no han
estudiado aún los geómetras”, y describiendo poéticamente el paso por la isla
de los carros de la sal transportados... por camellos, otra imagen desaparecida
para siempre. Esta es la página de la pesca de la sal:
“A un guiño de Venus, empieza en
el lago de Janubio la pesca de la sal. Es una pesca laboriosísima. Salen de
todas las esquinas de la costa nocturnos pescadores. Portan complicada caña de
pescar, más próxima al medievo alambique de los embrujamientos que al trincapez
ambiguo de los pescadores.
La sal desarrolla, frente a la
rapiñería de los audaces anzuelos, sus sagacidades de estrella caída en el
agua. Finge una lluvia de estrellas invertida. Cambia su uniforme Na por el
traje Ka o por el vestido Mg.
Llega un momento, sin embargo, en
el que el triunfo de los pescadores se hace evidente. Entonces sale la luna,
para iluminar el espectáculo. Cantan los pescadores. Forma su canto una cadena
de notas en torno al lago que impide a la sal escapar hacia otros escondites
mejores, huyendo de las cañas maravillosas. Bajo la linterna blanca se abren
en el lago mil grifos de sal”.
Y Almada Negreiros –el Almada
Negreiros de los buenos tiempos– decía de otras salinas portuguesas:
“Hace varios millones de años
cayeron aquí las célebres ventanas del Palacio del Cielo. Quedaron intactos los
cristales en los respectivos marcos, porque las ventanas cayeron sobre el
césped muy verde. Hoy son las salinas”.
*
Y aún podemos evocar las doce
visiones calidoscópicas que Jean-Pierre Paraggio dio a conocer en 2004, dentro
de la colección “L’Envers du Réel” de Les Loups sont Fachés. Cada una de
aquellas planchas grabadas en la sal llevaba una cita (de Thomas de Quincey,
Aloysius Bertrand, Jean-Pierre Brisset, Pierre Mac Orlan, Benoît Chaput, Emily
Dickinson, Georges Henein, Henri Michaux, Anne Marbrun, Salvador Dalí y Maurice
Blanchard). He aquí las de Henein y Blanchard:
*
Ya publicado todo esto (en un trabajo que ha ido creciendo inesperadamente, ya que tanto la nota sobre los panes de sal como la de las planchas de Paraggio me surgieron, sin buscar nada, en lecturas de ayer y antier), aún tenemos una adenda más: esta imagen tremenda de las salinas de Maras, en la cordillera de los Andes, cerca de Cuzco, fotografiadas por Alex Januário, que acaba de hacérmela llegar.
Años después, añado esta fotografía de Manuel Álvarez Bravo, datada en 1938: