Como de costumbre, la revista de Neil Coombs aborda un tema monográfico, en este caso, a lo largo de cerca de 200 páginas muy ilustradas, el del artista “outsider”.
En la breve presentación, Coombs caracteriza a esta “mítica, revolucionaria, liberadora figura”, cuyas creaciones, por su pureza y honestidad, son lo más cercano al “automatismo psíquico en estado puro” de que hablaba André Breton.
La revista-libro se divide en dos partes, la primera con escritos y trabajos visuales sobre el “outsider art” y la experiencia de sus artífices, y la segunda con respuestas a la cuestión del término a través de la poesía, la prosa y el arte visual.
El proyecto ha contado con el apoyo de Roger Cardinal, cuyo Outsider Art, publicado en 1972, sigue siendo la obra de referencia en la materia. De ahí que un ensayo suyo, apoyándose en nueve outsiders, abra el volumen.
George Widener, de sangre apalache, y Tony Convey, australiano hablan de la cuestión a través de su propia experiencia. El primero señala cómo el sello “outsider art”, la creación de categorías, la existencia de galerías y de exposiciones específicas ha desembocado en un nuevo academicismo al que es preciso escapar. Tony Convey, que se ponía enfermo de niño y muchacho tan solo con estar en el aula, lo que revela su grandeza de espíritu, rechaza de modo magnífico la integración que muchos proponen (integración, en efecto, es una de las palabras claves del mundo actual: integrar a todos en la abyección social, en la “aldea global”, en la maquinaria de la razón y las mercancías), y pone como ejemplo al comisario de una exposición en Canberra, quien le atacó a Roger Cardinal y otros adalides del outsider art por haber creado un tipo de marginación al utilizar categorías como esta; él se negó a participar en la exposición y no se engaña: la entrada del outsider art en los canales regulares implicaría la aplicación inmediata de criterios selectivos para acomodarlo al arte dominante. Pero volveremos luego sobre esta cuestión, que ahora me recuerda el fenómeno de la “artesanía”, palabra en realidad despectiva y que yo nunca he usado, sustituyéndola siempre por la de “arte popular”.
Uno de los ensayos trascendentes de este volumen es el que dedica Michel Remy a Scottie Wilson, y habrá que sumarlo a la buena bibliografía de que este personaje disfruta: Cardinal, Dubuffet, Melly, Mesens.
Neil Coombs entrevista a Henry Boxer, un coleccionista, galerista y conocedor británico, que desde los años 70 defiende el outsider art, al que caracteriza también por el hecho de que estos artistas solo trabajan para ellos mismos, sin pensar en el público ni en la crítica. Para él, un verdadero creador no cambia su arte por el éxito (esto no me parece que se cumpla ni se haya cumplido siempre), y considera que hoy es mucho más difícil ser un artista outsider que en los años 30, 40 ó 50. Cuando pone el ejemplo de Henry Darger, quien al ser conocido pensó en quemar sus obras, recordamos a Georges Malkine, quien en 1927, al exponer exitosamente en la Galerie Surréaliste de París, sufrió tal desazón que abandonó el arte y se marchó de viaje a Oceanía –y recordemos a Pierre Peuchmaurd caracterizándolo como “el pintor surrealista por excelencia, por privilegio de inteligencia y de inocencia”. La entrevista a Henry Boxer va seguida de las semblanzas de cinco figuras, entre ellas la artista mediúmnica Madge Gill, de la que habla Roger Cardinal en las páginas introductorias y que no vende sus cuadros porque pertenecen al espíritu que las guía.
De John Holt, un capellán cuáquero (¡!) interesado por el outsider art y que trabaja en instituciones benéficas de salud mental, y él mismo artista escultor, es un largo ensayo con muchas citas sobre la cuestión. Tras señalar cómo el término outsider art ha ido adquiriendo connotaciones de marginalidad y neoprimitivismo, cede la palabra a muy dispares voces, que van de un Laurent Danchin a un Jerry Saltz. El primero, con mucho acierto, opone el aliento vital, la reconciliación con nuestros poderes y con el mundo, la pureza del outsider art al arte complejo e intelectualizado que ha ido triunfando. El segundo, en un texto este mismo año eyaculado en la red, habla nada menos que de integrar el outsider art en museos, de los que pone como ejemplo el llamado MoMA. Y es aquí donde volvemos a lo de antes y a lo de siempre, cuando mejor fuera que los museos ardieran de una vez –yo lo sentiría por la carcoma, y las bibliotecas por la polilla, las pobres, que además ni hacen ruido.
El trabajo de John Holt reflexiona al final sobre la escalada de la medicación brutal en estas últimas décadas, fenómeno que no se daba en los tiempos de Prinzhorn. Ello abre camino a un pequeño dossier sobre arte terapéutico, muy interesante, incluyendo pinturas, fotos y dos “imágenes-fantasmas” hechas en respuesta a los “fantasmas del surrealismo” de Neil Coombs.
J.Welson,G.Simpson y R.Lina,Outside(2012) |
En la parte segunda, comenzamos con dos nombres del surrealismo: Rafet Arslan y Shibek. El primero es demasiado “urbano” para mi gusto, sin que acabe de interesarme mucho, aunque a veces se agradezca, el que se mezclen unas cuantas intervenciones lúcidas, lúdicas o poéticas a esa horrorosa lepra de imbecilidades, banalidades y vaciedades que embadurna las paredes, y en la que están condenadas a disolverse. Shibek, sin dejar de recurrir al obsoleto situacionismo (aunque denunciando sus imposturas con el surrealismo), habla de las experiencias urbanísticas de los grupos de Leeds, Madrid, Londres, París, Chicago, etc., algunas, sin duda, muy atractivas.
Destaquemos, por último, en esta parte segunda, el cómic en 16 viñetas a toda página de Michel Paysden “The Outsider” y el fascinante “caso” de Ida Lane, malaya nacida en 1935 y que, por cierto, escapó de chiripa en Inglaterra a la lobotomía, porque a fines de los años 50 estaba ya pasándose de moda –recordemos que a un horroroso médico salazarista, Egas Moniz, le dieron el premio Nobel por tan siniestro logro científico (curiosamente, el otro Nobel portugués, José Saramago, sería otro notable y muy habilidoso lobotomizador).
En conjunto, otro gran número de Patricide, sobre una cuestión de la máxima relevancia para el surrealismo.