Se cumplen en diciembre los cien años del nacimiento de uno de los grandes nombres del surrealismo: Conroy Maddox. Figura apasionante, y creador de una obra apasionante, Conroy Maddox fue surrealista desde que, a los 22 años, descubrió por azar el surrealismo, hasta la fecha de su muerte, en 2005. O sea, setenta años de aventura surrealista. En una ocasión dijo que el surrealismo no es como el yogur, ya que no tiene fecha de caducidad Y en 1987 (fecha a la que pertenece Hotel de Sade):
“El surrealismo a lo largo de los años no ha perdido nada de su significación emancipadora. Las causas de su revolución en la conciencia y en la liberación social son tan actuales como siempre. Debe reconocerse que ningún movimiento ha tenido tanto que decir sobre la condición humana ni ha situado de manera tan determinada la libertad, a la vez poética y política, por encima de todo. Siempre habrá algo más que conquistar”.
Quien percibía en el surrealismo “una libertad revolucionaria que puede desafiar la banalidad de la vida cotidiana”, respondía así a la célebre encuesta de Le Savoir-Vivre (1946):
Lo que más detestaba: “El mito cristiano que ha intentado imponer al poeta y al pintor una ilusión putrefacta. Pues solamente en el embotamiento de una adhesión patológica que parece interminable se puede esperar del artista creador que continúe siendo el propagandista de las «producciones repugnantes». El pan mohoso, el vino aguado, el embarazo sin copulación y todos los símbolos que se han convertido en la joyería barata de las santas tiendas, y esos focos de religión que nunca han dejado de producir su variedad propia de frutos podridos. Los símbolos místicos 3, 5, 7 de la filosofía rosacruz, las apariciones envueltas en el vestido de queso del espiritualismo, y más recientemente los mandalas formulados por las viejas damas admiradoras del cura-doctor Jung”.
Lo que más amaba: “Todas esas mujeres que aparecen de modo violento, cuyas acciones brotan de regiones indeterminadas. Esther Cox, «the poltergeist», quien durante su papel implacable permaneció segura de sí misma en el estado irisado de la propia imaginería. El barroco. La noche. Lo maravilloso”.
Lo que más desea: “La liberación de la imagen poética, que, no estando ya detenida ni por nuestro mecanismo interior ni por lo que es externo a nosotros, cede a una metamorfosis y descubre la existencia de una contra-realidad que reside permanentemente en el inconsciente humano. La lucidez, sin la cual no hay arte”.
Lo que más teme: “Todas las cosas que no son susceptibles de conocer la metamorfosis”.
A la “poltergeist” Esther Cox (cuya experiencia tuvo lugar en 1878, cuando tenía 19 años) había Conroy Maddox dedicado en 1941 el siguiente cuadro, con que participó en la exposición parisina “El surrealismo en 1947” . El artista, a quien fascinaba el fenómeno, asociado generalmente a muchachas adolescentes, plasma la creencia de que fósforos encendidos caían del techo durante la experiencia:
Quizás su cuadro más famoso sea Pasaje de la Ópera, pintado en 1940. Es una portada ideal para El campesino de París, ya que no solo se inspira en el memorable capítulo de Aragon sobre los pasajes parisinos, sino que nos retribuye perfectamente la atmósfera “metafísica” de dichos pasajes. El Pasaje de la Ópera, desafío a las ignominias del Progreso, ya no existe, pero ello, como señalaba George Melly en su extraordinario Paris and the Surrealists, no hace sino darle a estos lugares esfumados “un mayor sentido y un particular patetismo”. Conroy Maddox creía, ya en los años 70, que el recuerdo de su cuadro partía más de una foto del lugar que de la visita hecha años antes, cuando anduvo por París. Ello explicaría los tonos grises. En 1970 ve otra foto y aprecia algunas discrepancias arquitectónicas, aparte no aparecer ninguna estatua, como él pensaba. El león no procedería de la transformación de esa estatua supuesta, sino del recuerdo subconsciente del león de Belfort, figura recurrente de los collages ernstianos. El Pasaje de la Ópera era un lugar frecuentado por prostitutas, lo que implicaba “un desafío a la respetabilidad de la sociedad, grato al grupo surrealista”. Lugar decimonónico, señala Melly, no evocaba para nada los años 20, con su pasión por la velocidad, el aerodinamismo, el teléfono, los rascacielos. De hecho, sorprende lo poco que la vida moderna impacta a la imaginación surrealista. Ciencia y tecnología le son ajenas. El cine fue bienvenido, ciertamente, pero a causa solo del efecto hipnagógico de su imaginería. En general, el surrealista prefiere mirar hacia atrás”. Melly, entonces, orienta certeramente su reflexión hacia la cuestión bretoniana de los castillos.
Lamento no disponer de una reproducción en color de El secreto de las rocas, pintura de 1993 que me dejó impresionado al reconocer en el paisaje central las abismales “cortas” que, precisamente por aquellos años, me hechizaban en la abandonada Mina de São Domingos, al sur de Portugal:
Quien desee conocer bien la obra de Conroy Maddox tiene la fortuna de que existen dos libros espléndidos sobre él. Uno es Surreal enigmas (1995), recopilación de todos sus escritos, formidables, en cerca de 200 páginas, con muchas ilustraciones y al final textos de George Melly, Desmond Morris, Roger Cardinal, Simon Wilson, Toni del Renzio, Michel Remy. El otro es The scandalous eye. The Surrealism of Conroy Maddox, presentación y estudio muy agudo y profundo de toda su obra, en 290 lujosas páginas que concluyen con un catálogo general. Dos volúmenes maravillosos, por los que hemos de agradecer infinitamente a Silvano Levy –los hados le sean siempre propicios. En la portada del primero vemos La torre, de 1971, y en la del segundo un detalle de Relación apasionada, de 1940.
(Sin ánimo de ser quisquilloso, y dejando claro que esto nada significa al lado del invalorable regalo de estos dos libros, sí quisiera señalar que, en la página 127 de la segunda obra, llevado de un injusto juicio de John Lyle, Silvano Levy opina que el grupo de París “condenó” la exposición de 1967 “El dominio encantado”, lo que no es cierto, ya que en la página 83 de L’Archibras nos encontramos con una nota calurosa de Robert Benayoun, quien además participó en el evento. La supuesta “condena” estaría en decir que se trataba de una “reunión nostálgica”, lo que no es inexacto ya que se reencontraban amigos largo tiempo distanciados, pero es que la cita continúa así: “reunión nostálgica, pero preparadora de un claro resurgir de actividades”, en lo que Benayoun, además, acertaba plenamente. También, algunas páginas después, es erróneo, al abordar el conflicto de John Lyle con los muchachos de Coupure, afirmar que esta revista era el órgano de expresión de los surrealistas franceses, ya que precisamente sus adalides –Schuster, Pierre y Legrand– eran los capitanes del liquidacionismo surrealista.)
Contribuye a nuestra estima absoluta de Silvano Levy el no solo haber llevado a cabo estos dos libros en estrecha colaboración con Conroy Maddox, sino el haberlos publicado en vida de este, a diferencia de lo habitual.
Dotada de una extraordinaria frescura, y surrealista al cien por cien, la obra de Conroy Maddox, inmensa, y aún por explorar, es una invitación insuperable al viaje poético y a la “libertad revolucionaria”.