De nuevo un número de la revista portuguesa
de cultura libertaria A Ideia dedica amplio espacio al surrealismo, y no
solo en Portugal. Mucho me gustaría reseñarla ampliamente, ya que cuenta con
muchísimos trabajos de enorme interés a lo largo de más de 300 páginas, pero me
limito a destacar el material referente al surrealismo.
En primer lugar encontramos unas cartas de
Mário Cesariny a Guy Girard, con quien vence la antipatía francesa que le
habían provocado los señores del “surrealismo histórico”. Gira este puñado de
cartas en torno a la importante declaración internacional surrealista de 1992
contra los hipócritas eventos que celebraron entonces el llamado
“descubrimiento de América”. Esa declaración, por cierto, la traduje yo en
Canarias, tras habérmela mandado el propio Cesariny, quien me contaba cómo, del
epígrafe del texto original, había desaparecido, en todas las versiones
(inglesa, francesa y española) del Bulletin International du
Surréalisme en que fue publicado, este inciso de Breton: “en tanto que
no se sepa hacer nada sin poner para ello cara de saberlo todo, con la Biblia
por un lado y Lenin por el otro”. Palabras que Cesariny consideraba
“magníficas”, pero que alguien había cortado “sabe el diablo surrealista por
qué”. Aunque yo creo que es fácil saberlo (y que Cesariny también lo sabía).
Se amplía el contenido con la reproducción
de otras tres declaraciones del grupo parisino, pertenecientes a distintas
épocas.
A lo largo de una entrevista al Grupo
Surrealista de Madrid, este expone su trabajo de tres décadas. Se trata de un
documento excepcional, que debería darse a conocer en otras lenguas. También
aquí el contenido se complementa, destacando en particular el ensayo que dedica
Laurens Vancrevel a Eugenio Castro.
Vancrevel precisamente, en la sección de
“Lecturas y notas”, se ocupa de dos folletos subversivos de Ron Sakolsky. Y
António Cândido Franco, cuerpo y alma de A Ideia, indaga en los orígenes
neorrealistas de Cesariny y presenta la comunicación que Cesariny dio a la Asociación
Portuguesa de Escritores en 1975. En esta comunicación predominan los elementos
lúcidos, pero no faltan otros más discutibles. En concreto, cuatro: Cesariny
parece ignorar la excepcional riqueza fonética de la lengua portuguesa cuando
malinterpreta la confusión de Jonathan Griffin al verse en las calles de Lisboa
con un manual de portugués y no entender absolutamente nada de lo que oye (¡encima,
alguien que habla una lengua sonoramente menesterosa, casi esperántica, como es
la inglesa!); aunque acierta en la valoración globalmente negativa de la
cultura renacentista y del clasicismo camoniano, pasa por alto el valor de
ruptura de la pasión amorosa en Camoens (algo señalado en cambio por su amigo
Sergio Lima) y es una lástima que solo un cuarto de siglo después haya
aparecido en Fenda el trabajo de José Madeira Camões contra a Expansão e o
Imperio. Os Lusíadas como antiepopeia; pide para la universidad la
“creación de una cátedra de revolución de la lengua portuguesa”, lo que suena
sin duda muy bonito, pero que revela cómo por aquellos años aún seguía creyendo
en esa institución occidental absurda, idiota desde su propio nombre y desde
sus propios orígenes monásticos; por último, dice nada menos que “el pueblo
comienza ahora a tener acceso a la cultura”, como si antes no la hubiera tenido
–propia, soberbia, incluso suntuosa en su oralidad– y como si en realidad no
fuera en las décadas siguientes ese pueblo a dejar de de ser pueblo y llegar al
verdadero, irreparable analfabetismo mental.
Pero innumerable contenido hay aquí que
merece conocerse, poniendo en juego nombres como los de Rimbaud, Kafka (por
Michael Löwy), Hölderlin, Agostinho da Silva, Tolstoi (magníficos trabajos de
Pierre Thiesset, incluido un “Tolstoi contra Lenin”), Ursula Le Guin, John
Zerzan, Pessoa, Bocage, etc., y materias fascinantes como la de las conexiones
entre el taoísmo y el libertarismo. Esta (y otra curiosamente también
portuguesa, Flauta de luz) es una de las pocas revistas
“radicales” que no resultan asfixiantes ni incurren sobre el surrealismo en la
estupidez de que hace unos años dio muestra la española Cul de sac, al darle
la palabra en un número sobre la posmodernidad a un obsoleto trabajo
antisurrealista de Hans Magnus Enzensberger como única forma que encontraron de
tratar el fenómeno surrealista.