Nada más
disuasorio que un libro llamado Foucault Deleuze. Pero cuando el libro
se subtitula Nouvelles impressions du surréalisme, al menos pica el
aguijón de la curiosidad. Y cuando resulta que el autor es Georges Sebbag, ya
la lectura se convierte en preceptiva, máxime si consideramos que estaremos
ante una de las varias continuaciones que permitía su magistral Potence avec
paratonnerre. Philosophie du surréalisme, aparecida en 2012. (De hecho, en
la última nota de dicha obra, el propio Sebbag señalaba que el tratamiento de
esta temática permitía un prolongamiento “en el cual se apelaría sobre todo a
Salvador Dalí, Georges Bataille, Ferdinand Alquié, Jacques Lacan, Gilles Deleuze
y Michel Foucault”).
Philosophie
du surréalisme estudiaba el proyecto filosófico
de Aragon y Breton, muchas veces descuidado en aras de los aspectos poéticos,
políticos y sobre todo artísticos que han tendido a privilegiarse en los
estudios del surrealismo: “Ahora bien, la revolución surrealista del espíritu
se ha realizado plenamente. Ha inventado conceptos –automatismo psíquico puro,
azar objetivo, tiempo sin hilo, collagismo. Ha conducido experiencias nuevas
–escritura automática, relato de sueño, deambulación urbana, juegos,
encuestas.”
La idea de
buscar un paralelo entre el tándem Aragon/Breton y el que formaron Deleuze y
Foucault peca quizás de descuidar las diferencias e insistir en las semejanzas.
Georges Sebbag, cuya avidez y audacia de pensamiento, en los años 60, no pueden
cuestionarse, se sintió atraído por las novedades más importantes de la época,
y, así, por ejemplo, fue de los que señalaron entonces la valía enorme de la
obra de Gombrowicz, en lo que coincidió con Jorge Camacho, y también de los que
mejor interpretaron el cine de Antonioni. Una década después, en cambio, para
mí el surrealismo fue, entre otras muchas cosas, un antídoto contra el
estructuralismo en general, y en particular contra los Deleuze, Foucault,
Derrida, Lacan, Barthes, Playnet, Sollers, Kristeva... De toda aquella enorme
marea de pedantería y pretenciosidad puramente universitaria (que culminó en Tel
Quel), solo recuerdo positivamente el Kafka de Deleuze y Guattari y
la Historia de la locura de Foucault, y negativamente todo el resto,
incluidos el Lautréamont de Pleynet y el ensayo de Foucault sobre
Roussel, obras que sin embargo parecían llamadas a interesarme. Pero todo esto
es otra historia, que en nada concierne a un libro caracterizado por la fuerza,
la densidad y la penetración, y que aporta una perspectiva nueva sobre muchos
aspectos y cuestiones. Téngase en cuenta que en el último grupo en torno a
Breton, Sebbag era su cabeza más filosófica, aparte el veterano Gérard Legrand,
quien no podía mostrarse tan abierto como Sebbag a las corrientes que entonces
emergían.
Afortunadamente,
la nueva obra de Sebbag, como de él que es, no se ciñe al título, y está llena
de líneas de fuga en un encadenamiento libre de reflexiones. El primer capítulo
–“Aragon & Breton, un proyecto filosófico”– sirve de enlace con Surréalisme
et philosophie, tratando la cuestión Dadá/Surrealismo y en los inicios del
surrealismo señalando su preocupación moral y la reacción contra el reinante
materialismo “oficial” –de políticos y periodistas– que los llevó a unir el
antimaterialismo al antirrealismo y a interesarse por Berkeley, entre otras
consecuencias abriéndose a la fundacional pintura metafísica de Chirico.
“La pintura
animada del soñador surrealista” es un capítulo estupendo, donde Sebbag
enumera, entre 1919 y 1937, doce momentos claves en las investigaciones
oníricas del surrealismo, para luego detenerse en la influencia sobre el
surrealismo de la “filosofía durmiente” de Diderot (con el sueño de
d’Alembert), de la “pintura animada del sueño” de Grandville y de las
deliciosas experimentaciones de Hervey de Saint-Denys, todo ello luego objeto
de las teorías de Bergson. Aragon, en Une vague de rêves, afirmará que
los sueños anotados por Breton “por primera vez desde que el mundo es mundo,
guardan en el relato el carácter del sueño”, lo que, si no es del todo cierto,
sí que apunta a lo esencial, como esencial es que los surrealistas, a
diferencia de Freud, se interesen más por el contenido manifiesto que por el
latente: “El relato de sueño se basta a sí mismo. Describe una acción, un
espacio, una atmósfera. Equivale a un capítulo de novela o a secuencias de
películas. El sueño se manifiesta plenamente en su contenido manifiesto, No hay
ninguna necesidad de descifrarlo. La interpretación psicoanalítica parece
superflua. No estamos ni en el reino de la lógica ni en el de la moral.
Entramos en el mundo de lo enigmático donde las revelaciones se suceden sin que
se pueda asignarles un fin, como en la pintura de Chirico. Más aún, el sueño
acarrea una lógica durmiente, una ficción durmiente, una ciencia durmiente. Lo
enigmático es una ciencia sin solución”. A la vez que desarrollan una filosofía
del sueño, los surrealistas, cuando relatan sus sueños, “hacen saltar las
imágenes y los objetos, hacen danzar el tiempo y el lenguaje”. Este estudio del
surrealismo y el sueño –donde no falta la referencia a la asociación que hizo
André Breton de la estrella negra del sueño, en el juego de Marsella, con la
película It’s a bird de Charley Bowers (hoy felizmente asequible en
dvd), el Astu de Nietzsche y el Baou de Rimbaud– concluye con otra enumeración,
en este caso de los siete postulados del sueño. Doce y siete: los números
mágicos por excelencia.
Un capítulo
sin duda inesperado es el dedicado en seguida a Heidegger, ya que, a juicio de
Sebbag, para comprender mejor al filósofo alemán, “parece necesario situar Ser
y tiempo en el contexto futurista y el ambiente surrealista”, a causa de su
relación con la velocidad tecnológica y lo “poco de realidad”. Esto lleva a
buscar a su vez aquello que futuristas y surrealistas deben a Alfred Jarry,
objeto del capítulo cuarto: “Las carreras inmóviles de Alfred Jarry”.
El capítulo
quinto ya introduce a Deleuze y Guattari, quienes coinciden con las
especulaciones de Jarry. Ambos amigos, considera Sebbag, trabajan al modo de
Breton y Soupault, manejan el automatismo psíquico puro y rechazan la
interpretación freudiana de los sueños, y hasta Deleuze “ha adoptado la
práctica collagista dadá-surrealista”. Debe
recordarse que, en el n. 2 de L’Archibras, o sea en octubre de 1967,
Sebbag publicaba el artículo “Imaginación helada”, sobre el estudio que Deleuze
había hecho de la obra novelística de Sacher Masoch. Unos pocos años antes,
concretamente en 1964, había publicado en la revista Alethéia un
primerizo artículo sobre Roussel en que citaba a Breton, a Ferry y a Brunius, y
también, polemizando algo con él, a Foucault. Hablamos de hace medio siglo, lo
que revela la solidez y constancia de sus preocupaciones esenciales.
La
reivindicación que Georges Sebbag y Emmanuel Guigon han hecho de Grandville, se
continúa en el capítulo sexto del libro, para en el séptimo entrar ya con
Roussel y su concepto de “doublure” (doble del teatro o el cine, pero también
forro interior de una prenda), a través de cada una de sus obras, con sus
dobles teatrales, fílmicos, fonéticos y semánticos, pero también con sus
objetos, aquí enumerados, y la relación con el poema-objeto de Breton “Je vois,
j’imagine”; objetos como la famosa galleta-estrella de Flammarion, de la que ya
hemos hablado aquí.
Foucault, que
con Deleuze elaboró la filosofía de la repetición y la diferencia, es el “doublure” de Roussel en el capítulo octavo,
donde la relación con Brisset y Wolfson ocupa un importante subcapítulo, ya que,
en 1970, Deleuze prefació a Wolfson y Foucault a Brisset. Los surrealistas,
como es bien sabido, asociaron la figura de Brisset a la de Roussel, y Sebbag
aquí aborda de este esas dos obras geniales que son La gramática lógica y
La ciencia de Dios.
En Vingt
mille lieues sous les mots, Raymond Roussel, Annie Le Brun señalaba con
acierto cómo lo que había hecho Foucault era reducir y ocultar el
“fuego que consume a Roussel”, sustituyéndolo por “un maniquí que habla para
ilustrar a voluntad toda tesis sobre la autonomía del lenguaje”, y rechazando
así ver “a qué tinieblas se arriesga Roussel”; con anterioridad, en un artículo
de 1992, Annie Le Brun, al referirse a Foucault y sus émulos de los años 60 (y
denunciar el exorbitante predominio de la teoría a que se asistía en aquella
época), desvelaba, con respecto a Roussel, la intención de “reducir a una
aventura del lenguaje esa vida que se compromete en la más loca caza a las
instancias del ser”. No veo otra explicación a mi rechazo entonces de los
estudios de Foucault sobre Roussel, que en principio tanto debían interesarme,
pero que más bien parecían hacer bueno el consejo de Jean Ferry: no debía
prestarse a Roussel, ya que se haría un mal uso de él. Yo no creo que Foucault
haya intentado “renovar” el surrealismo, ni mucho menos que lo haya conseguido.
Y si es cierto que, al morir Breton, dijo de él que “era nuestro Goethe”, eso me
suena más bien a insulto.
En el capítulo
noveno, Sebbag considera que la Historia de la locura completaba tres
búsquedas del surrealismo: la filosofía del sueño, la Antología del humor
negro (con sus varios loquinarios) y la propia relación con el tema,
inherente al surrealismo; a su vez, indudablemente, los surrealistas habían
preparado el terreno para esta obra. Al Foucault recordar la locura de
Hölderlin, Nerval, Nietzsche, Van Gogh y Artaud, señala en este último la
importancia de la “ausencia de obra”, lo que hace a Sebbag dirigirse a otro
hombre de ausencias: Jacques Vaché, que él enlaza finamente con Jacques el
fatalista, conduciéndole este, a su vez, al sobrino de Rameau, quien, en efecto,
anunciaba a otro de los grandes del trío terrible del primer surrealismo:
Arthur Cravan (el tercero, claro está, es Jacques Rigaut).
Ya a estas
alturas, Sebbag puede afirmar, en el capítulo décimo, que tanto Deleuze como
Foucault adoptan la mayor parte de los intríngulis del proyecto filosófico del
surrealismo.
El capítulo
siguiente muestra a Foucault acercando, en un coloquio, las novelas
telquelianas y las teorías de Sollers a las experiencias surrealistas, pero la
diferencia radical la aporta el mismo Sebbag: la bandera de lo “ficticio” nada
tiene que ver con “el pabellón negro de la imaginación”.
“El
acontecimiento puro” es el título del capítulo doce, donde Sebbag trata la
aproximación que Maurice Blanchot hizo de Breton a Bataille, así como la Lógica
del sentido de Deleuze, concretamente el estudio que este hace del
“acontecimiento” de Jöe Bousquet, como podía haber elegido, tal señala Sebbag,
el de Brauner con Domínguez.
Tras la
entrada de Derrida y Lacan en el capítulo trece, Georges Sebbag aún se guarda
un as en la manga, ya que el capítulo último se dedica al dúo Luca/Trost. En
1972, como es sabido, Deleuze descubre a Luca, a quien proclama “el más grande
poeta francés”, y hasta se pone en contacto con él. Luca, en Anfítrite.
Movimientos supertaumatúrgicos y no edipianos, homenajea La aventura de
los objetos de Camille Bryen, que ha fotografiado Raoul Ubac, y esto vale a
Sebbag para introducir aquella extraordinaria profundización que, en el
Bucarest de 1945 a 1947, Luca y Trost hacen de “las nociones fundamentales del
surrealismo: el automatismo, el sueño, el azar objetivo, el amor pasión, los
objetos”. En particular la exploración que Trost hace del fenómeno onírico
adquiere un valor excepcional en la historia del surrealismo, lo que nos remite
a las primeras páginas de estas Nouvelles impressions du surréalisme. A
Deleuze le interesa la crítica del psicoanálisis, que forma parte de la
reflexión de Luca y Trost, pero a la vez muestra Sebbag cómo él y Guattari
esquivan señalar o reconocer el surrealismo (evidentemente, incuestionable) de
Luca y Trost (del mismo modo, advertirá Sebbag en un “paréntesis” de las
conclusiones, Foucault, Deleuze, Guattari, Derrida y Tel Quel esquivarán
señalar el surrealismo de Artaud). También, en los últimos párrafos de este
excelente capítulo final, rechaza la calificación que Deleuze y Guattari hacen
de un supuesto “antimaquinismo humanista” en el surrealismo (ya que, por
ejemplo, “el surrealismo, campeón del automatismo, cuenta en sus rangos tanto
con Duchamp, Picabia y Man Ray como con Brauner, Luca y Trost”).
Estamos, en
fin, ante un trabajo sólido y sugerente, que arroja nuevas perspectivas sobre la
proyección filosófica del surrealismo y que a la vez se envereda por aparentes
digresiones que pueden hasta resultar más jugosas que las indagaciones del
propio paradigma central del libro.