En Madrid transcurren a la vez
tres exposiciones de interés para nosotros: una sobre Méliès, otra sobre
precedentes del surrealismo y la de “El surrealismo y el sueño”, cuyo catálogo
vamos a reseñar hoy, brevemente.
Una amiga madrileña de confianza,
para referirse a la presentación, se me refirió al “sarao de la Thyssen”, lo
que desde luego no dudo. Pero yo solo tengo a mano el catálogo, que es otra
lujosa publicación más, en capa dura, sobre el surrealismo reducido a los años
20-40 y a algunas prolongaciones de sus supervivientes. En este sentido, es más
de lo mismo, con obras entre las que abundan las ya muy conocidas, y sin
que falte alguna que otra ridiculez de Leonor Fini, Paul Delvaux, Salvador Dalí
y el triste Domínguez picassiano. Otras piezas resultan más sugestivas, como la
serie de durmientes de Brassaï, los Toyen o los Tanguy, y también se agradece,
en las proyecciones fílmicas, las de tres películas de Joseph Cornell.
Los textos son solo tres, y están
a cargo de Georges Sebbag, José Jiménez y Dawn Ades. El de esta última explora
la cuestión a través de una obra de Miró (Foto: Este es el color de mis
sueños). El de Sebbag (“La pintura animada del surrealista que
sueña”) responde a las expectativas que levanta siempre un ensayo suyo, aliando
brillantemente a sus preocupaciones habituales las referencias más inesperadas
y eruditas, para señalar al final cómo “hay un mismo principio generador y
motriz que podría aplicarse a todas las expresiones y manifestaciones
surrealistas –collages, textos automáticos, relatos de sueños, manifiestos,
panfletos, dibujos, cuadros, fotos, objetos, revistas, exposiciones–, y ese
principio es el de las imágenes animadas del sueño”. Resta el de José Jiménez,
que es quien presenta el aparato expositivo. Lo hace bastante bien, con
competencia y considerando el surrealismo como una “actitud ante la vida”, y no
solo como “un movimiento artístico”. “El surrealismo ha sido, y en alguna
medida todavía es, un catalizador, un impulsor, de un proceso de liberación del
psiquismo y de expansión de lo sensible en el que ya no hay vuelta atrás. La
exposición pretende mostrar que esa huella, esa gran ola de transformación de
la sensibilidad, tiene una de sus raíces más profundas en la vinculación
surrealista entre sueño e imagen”.
Para estudiar “la modulación del
sueño en el horizonte plástico del surrealismo”, José Jiménez parte de algunos
precedentes del surrealismo, en concreto Goya, Hugo, Grandville, Carroll, Redon
y Rousseau, en una lista que puede, claro está, ser diferente. Ya con Chirico
estamos en las mismas puertas del surrealismo,
que luego se despliega en los nombres de Max Ernst, Magritte, Dalí,
Picasso, etc. (Me entero que una obra del pintor de toros y palomas, por la que
yo no daría ni un céntimo, se vendió hace unos meses en 120 millones de euros).
Es una pena que este trabajo derrape
al final con las típicas bobadas sobre el surrealismo y las mujeres (bobadas
que, eso sí, cada vez se ven obligados quienes las largan a matizarlas más) y
con una muestra de incomprensión absoluta del interés surrealista por el saber
esotérico. El surrealismo seguirá plenamente vigente en tanto predomine, entre
otras cosas consustanciales a ella, esta mentalidad racionalista/realista que
considera a la magia “superstición”. Se repite aquí también que el surrealismo
ha producido “un profundo cambio de la sensibilidad moderna”. Aunque no sepamos
con claridad qué es eso de la “sensibilidad moderna”, yo creo que si por tal se
entiende la sensibilidad dominante actualmente en nuestras sociedades
occidentales, esa es un horror, y que el surrealismo no ha influido
absolutamente nada en ella (¿o quizás, como mucho, algo en algún pedazo de su
fea cáscara?).
Los “coqueteos” del surrealismo
con el espiritismo y el ocultismo realmente no han existido nunca, ya que el
surrealismo socavaba la propia base de uno y de otro, y el “Dios es un cerdo”
de André Breton, proclamado en 1928, nunca ha dejado márgenes de duda a la hora
de percibir que las investigaciones surrealistas nada han tenido que ver nunca
con creencias espiritistas o divinas, sino con la profundización en el espíritu
humano y en su puesta en acción colectiva. Lo que se ha dado es un interés
nunca desmentido por los saberes tradicionales (y en particular la alquimia), que,
como muy bien señalaba recientemente Annie Le Brun, un René Alleau, pieza del
surrealismo que era un sabio en la materia, y a cuyo dossier de hace una semana
remitimos para la evidencia, desprendía constantemente de la ganga ocultista
que se le podía haber adherido.
Más que un catálogo sobre el
surrealismo y el sueño reducido aquel a un objeto artístico y estático, hace
falta la traducción del libro clásico de Sarane Alexandrian, apasionante
continuación de la gran obra de Albert Béguin sobre el romanticismo y el sueño.
José Jiménez, por suerte, se apoya bastante en Alexandrian, pero el propio
libro de Alexandrian necesita ya una actualización, porque la exploración del
mundo de los sueños ha continuado en el surrealismo de las décadas posteriores
a las que se ha estipulado tratar hasta la saciedad. Las imágenes que acompañan
esta nota son solo una simbólica muestra, tomada del catálogo de los
surrealistas checos y eslovacos Other Air (2012), donde se dedican
varias páginas a una cuestión en la que han sido maestros desde siempre y en la
que tampoco pueden dejarse de lado las reflexiones capitales de Dolfi Trost en
los años 40, la encuesta que en 2003 hizo la revista S.u.rr… sobre el sueño, el lenguaje y la imagen, o, ya que fue
publicado en España (y hace solo un año), el ensayo De la materia del sueño,
de Julio Monteverde, componente del grupo surrealista Salamandra.