Es una fortuna disponer de los escritos de Radovan
Ivsic en una editorial de buena difusión como Gallimard. Ya habían aparecido
allí sus poemas (Poèmes, 2004), su teatro (Théâtre, 2005), sus textos críticos (Cascades, 2006) y su “controversia” sobre
el teatro (À
tout rompre,
2011), configurando todo ello un conjunto extraordinario, ineludible en
cualquier panorama del surrealismo. Radovan Ivsic fue uno de los grandes
nombres de los últimos grupos parisinos en torno a André Breton.
Rappelez-vous cela, rappelez-vous bien tout, frase que en varias ocasiones
le profirió Breton, es la narración de una serie de encuentros y sucesos
azarosos, del “extraordinario encadenamiento de circunstancias” que lo llevaron
de su Croacia natal al París de los surrealistas. Es por tanto un testimonio y
un documento del máximo valor, por venir de quien viene.
Todo comienza en 1954, en la Yugoslavia de
Tito, lo que obliga a desgranar una serie de infamias comunistas, algunas de
carácter bien grotesco, como el reproche de escribir poemas sin puntuación
porque ello era “una injuria a la clase obrera”, o el veto a hablar del amor y
de la muerte porque el primero es un “prejuicio burgués” y la segunda había que
escamotearla en beneficio de “la alegre competición socialista de los planes
quinquenales”. Ya en Cascades encontramos varios textos sobre la represión sistemática y cotidiana
del régimen titista, pero aquí se añaden otros datos, como el de Goli Otok, la
Isla Desnuda, siempre azotada por los vientos y así llamada por su aridez, que
convirtió el mariscal en cárcel de sus adversarios políticos, donde los metía
“discretamente y sin ningún proceso”. También consagraba en Cascades una serie de artículos
definitivos al peculiar fenómeno acontecido con los surrealistas yugoslavos, ya
que casi todos renegaron del surrealismo para convertirse en notables figuras
del régimen. Ahora leemos: “Tras mi experiencia en Yugoslavia, donde tuve
ocasión de ver el comportamiento de la mayoría de unos y otros, mi alergia a
los literatos y a los artistas llegó a su colmo. No llegaba a comprender cómo
casi todos habían renegado de lo que pretendían ser”. Ya en París, cuando
Breton le comenta cómo al principio el surrealismo tenía en contra a todo el
mundo, Ivsic le responde que desde entonces era peor, ya que había que añadir
también a los propios surrealistas convertidos en estalinistas y a otros como
un Max Ernst, que se habían aplicado a olvidar su revuelta inicial, resultando
en conjunto mucho más temibles, “puesto que conocían las posiciones y sabían
utilizar nuestras armas”. Breton le responde con la “nostalgia de lo que había
en Dada de irrecuperable”, aunque yo en seguida le hubiera recordado el caso
quizás más aberrante entre todos: el de Tristan Tzara, quien precisamente
evolucionó del dadaísmo al estalinismo –no impidiendo ello, por cierto, que se
haya convertido en objeto de culto de tantos críticos y profesores. En
Yugoslavia, el más llamativo de esos casos fue el de Marco Ristic, pero cuando
Radovan Ivsic señala cómo Breton nunca lo volvió a ver ni a él ni al resto de
los ex surrealistas yugoslavos, no vendría mal señalar que sí lo incluyó en la
lista de nombres que respondieron a la encuesta de L’art magique, en 1957.
Muy bello es el relato de los azares que lo
llevan de su puesto de guarda forestal en las afueras de Zagreb a París. Ya
allí, interesado por contactar con los trotskistas o los anarquistas, o sea con
una izquierda antiestalinista que había desaparecido de Yugoslavia, se
encuentra de inmediato, sin esperárselo en absoluto –le abre la puerta del
apartamento de una amiga con la que ha quedado–, nada menos que con Benjamin
Péret, a quien evocará magníficamente en un coloquio reproducido en Cascades. El encadenamiento es
inmediato: Breton, Toyen, el café surrealista... En seguida simpatiza con
Toyen, venida también de la dictadura comunista y que no se dejará engañar ni
por el canto de la sirena barbuda de Cuba: “Si Benjamin Péret ha podido ver
durante la guerra española a los estalinistas en acción y Breton ha sido uno de
los primeros en levantarse contra los procesos de Moscú, en la nueva
generación, incluso los antiestalinianos convictos, dado el impacto de la
propaganda del PCF, no estaban capacitados, a pesar de su buena voluntad, para
imaginar lo que Toyen y yo, cada uno por su lado, habíamos podido constatar día
tras día”. Así, refiere en seguida cómo, en 1956, al preparar Jean Schuster el
panfleto Au
tour des livrées sanglantes, denuncia del estalinismo del PCF y de su ilustración a través del
inmortal poema de Éluard a Stalin, aludía a “la explotación del hombre por el
hombre en régimen capitalista”, advirtiendo Ivsic que esa explotación se daba
también en los regímenes comunistas, por lo cual Breton pidió de inmediato que
se pusiera “en régimen capitalista o no”.
Radovan Ivsic ha dedicado muy bellas páginas
a Toyen. Refiere aquí cómo la descubrió a los 18 años cuando encontró en una
librería de Zagreb el Diccionario abreviado del surrealismo, que contenía una reproducción
de La dormeuse, una de sus pinturas
emblemáticas. Al final de Rappelez-vous cela, rappelez-vous bien tout, hay unas breves semblanzas de
nombres citados en la obra, y en el de Toyen se dice justamente que “su
revuelta irreductible es indisociable de la búsqueda poética que ella prosigue
a través de su pintura, sus dibujos o sus collages” y que “no se ha medido aún
cuál habrá sido para el surrealismo la fuerza poética de su aportación, cuya
carga erótica abre sobre un nuevo mundo amoroso”. Pero la valoración de Toyen
está para mí dirimida hace tiempo: es la figura más grande del surrealismo con
Breton y Péret (y Tanguy si me apuran) y la artista más extraordinaria del
siglo XX. Breton la reconoció en una de sus dedicatorias como su “amiga entre
todas las mujeres”, y Radovan Ivsic cuenta cómo, al acompañarla al hospital
Laennec en 1980, tal cual había hecho al Lariboisière con Breton en 1966, vino
a ser atendido por el mismo médico de entonces, concluyendo el libro con la
conocida observación de Novalis: “Los hombres marchan por caminos diversos;
quien los sigue y compara verá nacer extrañas figuras”.
En el estudio de André Breton, 1954 |
Pero la figura central de de Rappelez-vous cela,
rappelez-vous bien tout es André Breton. Lo vemos en su ya legendario estudio, que Ivsic
califica, en la imposibilidad de traducirlo por ninguna imagen, como un “bosque
de presencias”. Solo el madrileño de Ramón Gómez de la Serna, aunque, por
supuesto, sin la magia ni la riqueza poética del bretoniano, puedo yo evocar al
respecto; tanto en uno como otro caso, su reelaboración museística resulta un
pálido remedo, pero en el de la Rue Fontaine el hecho es más dramático, ya que,
en efecto, este “no habrá sido nunca una colección sino una suerte de
manifiesto para afirmar la «verdadera vida» y, por ello mismo, mantener a
distancia las fuerzas mortíferas del siglo”. Del mismo modo, las obras que
contenía han decaído desde que han ido a parar a colecciones públicas o
privadas, y Radovan Ivsic pone el ejemplo del Guillermo Tell de Dalí, hoy en el centro de Les Halles, y
ya sin el poder que para él tenía en el estudio de Breton.
Ivsic se detiene sobre todo en los últimos
años de Breton, con confidencias cuyo tono recuerda el del tan interesante
libro de Charles Duits André Breton a-t-il dit passe. La relación muy cercana que tuvo con
Breton en París y en Saint-Cirq-Lapopie dan una nota de intimismo a estas
páginas en que no faltan las banalidades, como cuando le dice: “He vivido como
he querido. No lamento nada. Evidentemente, tengo miedo del dolor”, o como
cuando escuchan cerca de un restaurante a un cochinillo que gruñe y Breton
“reacciona instantáneamente como en un suspiro: «Incluso él quiere señalar su
presencia. Él tiene también necesidad de afecto»”. ¿Eso son cosas que se
cuenten? En los últimos meses de su vida, Breton, que detecta también una
pérdida de facultades mentales, daba muestras de un cierto patetismo que no
debe darse nunca a las cosas propias (a fin de cuentas, ¿qué importancia tiene
uno?) y también de una paranoia que debía serle consustancial. Hay también
opiniones deplorables, como la de su orgullo de la lengua francesa, que a mí en
particular me parece tan pobre y defectuosa como la inglesa, la alemana o la
española; claro que Breton se refiere al lenguaje poético, pero aun así me
parece ello deberse a que él, a diferencia de un Péret, aún mantenía relaciones
esenciales con la poesía simbolista. Pero tampoco faltan, felizmente, las notas
de humor negro, como cuando, en esa preocupación por su muerte, dice que le
gustaría ser enterrado dentro de un reloj de consola, especulando
divertidamente con las molestias que ocasionaría al relojero. Esta me parece la
única actitud aceptable respecto a la muerte propia.
Ivsic da también la visión de un Breton que
a veces se contradecía hasta sobre la marcha, y esto hay que agradecérselo,
porque hay no pocos falsos testigos del surrealismo que solo evocan lo que
sirve a sus intereses y a sus ideas más espurias. Así, preocupado por el futuro
del surrealismo, tras decirle que Jean Schuster sabrá hacerle frente a los
momentos difíciles que esperan, le espeta que “la muerte del surrealismo vendrá
del lado de Dionys Mascolo por Jean Schuster”. A Breton ni se le hubiera pasado
por la cabeza, pese a sus capacidades proféticas a veces certeras, pensar que
sería Vincent Bounoure, de quien deplora entonces un negativismo sistemático,
el llamado a garantizar la continuidad de la aventura surrealista en su país de
origen, frente a las tristes operaciones mortuorias de los Schuster, Pierre,
Courtot y Silbermann. Sobre el jefe de la cuadrilla, Ivsic refiere una
divertida anécdota. Exaltado por la lectura de Las palabras y las cosas de Foucault, Schuster, en
Saint-Cirq-Lapopie se lanza a un panegírico, queriendo convencer a sus amigos
de su importancia, cuya originalidad sería “cambiar radicalmente la manera de
considerar la historia”. Annie Le Brun ya había leído el libraco de Foucault,
pareciéndole, como lo era, “uno de los avatares de la moda textual”, y el
propio Ivsic no recordaba con mucho afecto el ensayo de Foucault sobre Roussel.
Otro día, Schuster, con Breton presente, se lanza a otra apología de la obra,
tras la cual Breton guarda silencio unos momentos y pregunta: “Pero bueno ¿y
qué es lo que este libro nos aporta a nosotros?” Punto final y, como dice con
gracia Ivsic, “salida para siempre del profesor Foucault, salida para siempre
de Las palabras
y las cosas”.
Hay páginas donde se da mucha información
sobre los cafés, los juegos, las revistas, las exposiciones del surrealismo.
Hasta febrero de 1969, Ivsic acude casi todos los días a las reuniones de los
distintos cafés: “Le Musset”, dos o tres de la rue Vivienne (porque allí vivía
Lautréamont al final de su vida) y el más conocido de los últimos: “À la
Promenade de Vénus”. Para Ivsic, esta práctica del café fue “probablemente
establecida por Apollinaire”, para luego Breton reforzarla y mantenerla durante
casi medio siglo: “¡Y qué medio siglo! Dos guerras mundiales, Auschwitz, el
Gulag, la bomba atómica, la guerra fría, la ciencia metida en vereda, la
elefantiasis de las finanzas mundiales... Y en medio de todo esto, ese café,
frágil y fantasmal bajel que no habrá cesado de intentar, contra viento y
marea, mantener el rumbo. Muchos de los que habían deseado estar en el viaje fueron
arrastrados por las terribles tempestades del siglo, pero, durante años,
siempre hubo personas nuevas que quisieron embarcar”.
Uno de los juegos a que alude es el de las
“cartas de analogía”. Intención lúdica tenían también los “autorretratos
imaginarios”, con el fenómeno de azar objetivo a que dio lugar el de Mimi
Parent, referido por Ivsic en el n. 1 de La Brèche en un texto que le pidió Breton y que luego
no pudo Édouard Jaguer dejar de incluir en Les mystères de la chambre noire. Pero la gran revelación es,
sin duda alguna, la de un juego colectivo que no ha sido nunca repertoriado por
la sencilla razón de que se desconocía el sentido de lo que ha sobrevivido de
él: unas palabras encadenadas de Breton, acompañadas de unos dibujos en que a
su vez se encadenaban sus designaciones. Jean-Michel Goutier reproduce en Je vois j’imagine (pp. 152-183), la capital recopilación
exhaustiva de las intervenciones plásticas de Breton, once hojas del juego,
presentándolas, al no saber de qué se trataba, como “investigación sobre el
automatismo”. Por la misma razón, Jean-Claude Blachère, en un buen artículo
aparecido en el n. XXVI de Mélusine, llegaba a ver estas hojas nada menos que como el “testamento” de
Breton, y Georges Sebbag, en “Las imágenes animadas”, capítulo de Potence avec
paratonnerre. Surréalisme et philosophie, las consideraba, junto al hallazgo de la
Piedra Estrellada –que por cierto Ivsic va a fotografiar–, como las últimas
irrupciones de la “duración automática”. En cualquier caso, esto muestra, una
vez más, que los juegos son en el surrealismo todo menos una actividad banal.
Ivsic describe las reglas del juego –ideado algunos años atrás por el propio
Breton– y señala su elemento onírico, ya que las figuras eran dibujadas con los
ojos cerrados, recordándose las palabras confusamente; el resultado era
sorprendentemente común, aboliéndose las diferencias entre los pintores y los
que no lo eran.
Con respecto a las revistas, Ivsic afirma
que “a pesar de sus imperfecciones siguen siendo de las últimas tribunas libres
en un siglo que se ensombrece”. Pero algunos de los últimos incorporados a
ellas, a su juicio, no llegaron a medir “hasta qué punto el mundo de la técnica
triunfante habrá estado relacionado con el totalitarismo, si no con los campos
de concentración, antes de doblarse con una novedad atómica y con su negación
que no puede engendrar más que falsa conciencia y falsificaciones de todo
género”.
De las exposiciones, Ivsic intervino en la
de “Éros” y en la de “L’écart absolu”. Sobre la primera habla largamente en una
entrevista incluida en Cascades, ya que él participó tanto en el Léxico sucinto del erotismo como en la propia exposición,
al pedirle André Breton que la sonorizara, lo que hizo con unos susurros
amorosos que jamás se habían oído en público y que mantuvieron al público
siempre en silencio (en la inauguración, ya Jean Benoît le había pedido a Ivsic
que pusiera sonido a la célebre ejecución del testamento de Sade). Un periódico
inglés diría que por primera vez “los muros suspiran en París”.
Por último, tenemos al Ivsic que fotografió
para Breton, en Saint-Cirq-Lapopie, una serie de objetos encontrados por el
mago del azar objetivo. Hay algunas enseñas sorprendentes, pero lo más
relevante está en el Gran Oso Hormiguero y en la citada Piedra Estrellada. El
primero es un simple montaje con dos trozos de madera rústica que había
encontrado un día Elisa; tal simpleza muestra lo poco que tantas veces es
preciso para que emerja la poesía hermana del mito, no existiendo para Breton
mejor representación de su animal totémico que esta. El segundo (al parecer un
vulgar adorno de buhardilla, por lo que volvemos a lo mismo), al verlo por vez
primera reconoció Breton en él el castillo estrellado de Praga, de El amor loco. “Por mi parte –escribe Ivsic–
me da la impresión de encontrarme ante el verdadero retrato analógico de
Breton, y su fuerza dramática me sobrecoge. Estoy íntimamente persuadido de
que, cuando se interrogue sobre lo que podrá singularizar la tumba de Breton,
propondré de inmediato este objeto, y es muy notable que nadie contestaría la
elección, como si fuera una evidencia. Pero en el momento en que me preparo
para sacar una foto, me siento tan turbado que se me cae el aparato. Pese al
objetivo metálico definitivamente torcido por la caída, puedo por fortuna
continuar fotografiando los otros objetos que Breton ha preparado”.
No veo mejor momento que este para
reproducir las dos fotografías que una exquisita amiga me sacó en París de la
tumba de Breton, ya hace unos cuantos años, y que se me habían quedado atrapadas
en un libro desde que me las dio. (¿Qué libro? Es lamentable que solo me hice
esa pregunta al cabo de unos días, cuando ella, en cambio, fue lo primero que
me preguntó.) Alguien había además puesto sobre la lápida un girasol, sin duda
el del capítulo cuarto de El amor loco, cuya foto de Man Ray se correspondía con el parangón entre la
inclinación de la flor y la entonces tambaleante Torre Saint-Jacques.
Foto Elvira Pérez Armas |
Foto Elvira Pérez Armas |
Hay otros apuntes llamativos sobre Breton,
como su lectura perturbada del Cosmos de Gombrowicz, cuyo encadenamiento de signos inquietantes no podía, en
efecto, dejarlo indiferente, la negativa en cambio que hace de La femme mystifiée de la feminista Betty
Friedman, por su “visión estrecha y anacrónica” (y difícilmente podía
imaginarse Breton las cataratas de imbecilidad, sobre todo universitaria, que
estaban por venir) o la atención al naciente movimiento de los provos, con su
componente utópico y hasta auténticamente surrealista.
Este es un libro de los que hacen
convertirse al aburguesado lector en salvaje devorador, una narración apasionante que nada
más llegar a mi casa me leí de corrido. Lo que, en verdad, pocas veces ocurre.