martes, 25 de febrero de 2014

António Cândido Franco y el surrealismo en Portugal (1)


Estamos ante una publicación mayor sobre el surrealismo en Portugal, que además aborda cuestiones del máximo interés para el surrealismo en general. António Cândido Franco lleva años trabajando, con sensibilidad de poeta (lo que es muy extraño, por no decir insólito, en los estudios dedicados al surrealismo), tanto sobre Teixeira de Pascoaes como sobre Mário Cesariny. En 2010 publicó Teixeira de Pascoaes nas palavras do surrealismo en português, y en 2012 editó de Cesariny las Cartas para a Casa de Pascoaes, libros a los que hay que añadir el folleto con las cartas de Cesariny a él mismo, del que dimos noticia hace solo siete días. Estas dos últimas entregas iban lujosamente anotadas, con referencias muy útiles acerca de muchas figuras del surrealismo en su proyección lusitana.
Las 27 notas que componen este libro van desde luego mucho más allá de lo que el título pueda sugerir, ya que se trata de notas que acaban componiendo un panorama esencial del surrealismo portugués. En tal sentido este libro posee un valor básico, y ningún abordaje del surrealismo en Portugal podrá a partir de ahora prescindir de él.
Una célebre cita de Mário Cesariny sirve de epígrafe general: “Teixeira de Pascoaes, poeta mucho más importante, para nosotros, que Fernando Pessoa”. Es una cita célebre por lo provocadora, y si en una ocasión yo dije que era absurdo oponer un poeta a otro (Pessoa tiene cierta dimensión creo que ineludible, aunque yo mismo siempre preferí a Mário de Sá Carneiro), no cabe duda que la matización del “para nosotros” la justifica, Cesariny además haciendo justicia al hecho, ese sí que completamente absurdo, de la sacralización de Pessoa mientras se olvidaba, o desconocía en general, a un poeta de la envergadura de Pascoaes (que, como demuestra António Cândido Franco, recibió la atención de los surrealistas portugueses desde un principio). La nota novena concluye explicando perfectamente el porqué de la preferencia de Cesariny, y es que “Pascoaes le interesa más que Pessoa ya que la esfera de la imaginación se sobrepone en él al mundo empírico de los sentidos y al universo abstracto del intelecto”.
António Cândido Franco sabe que todo se juega en el terreno de “la necesidad de valorizar la imaginación”, y no le faltan palabras para denunciar la degradación de la imagen en nuestro mundo infame: “Lo que se ve en imaginación no puede ser degradado por el intelecto, o desvalorizado por ella, como hoy ocurre. La civilización de la imagen es un fraude descarado, ya que nadie cree hoy en la imagen, ni los que la hacen ni los que la ven, ni los que la venden ni los que la compran. La imagen está hoy al nivel de un simple juego inconsecuente o de una triste imbecilidad. Es la Disneylandia del espíritu, sin espesura de realidad, a no ser la facturación de la industria cultural”. En el polo opuesto se sitúa la experiencia de un Pascoaes: “Las imágenes en su caso se tocan: son tan sensibles y tan verdaderas como la realidad material. No son simple pasatiempo para entretener los tiempos muertos, que solo por ironía se llaman también libres, como sucede en la Disneylandia moderna, sino un mundo real, vivo y palpable”. De Pascoaes se destacan dos libros que a mí me impactaron cuando di con ellos: O duplo passeio y O bailado, este último siguiendo un alerta del propio Cesariny, quien me lo asociaba al Humus de Raul Brandão, un escritor también de una fuerza telúrica impresionante, del que sí que yo conocía esa y otras obras. Estos libros son aquí asociados, y a su vez O bailado, por su “fiebre de imágenes oníricas”, es conectado a las Confesiones de un comedor de opio de Thomas de Quincey.
Una de las notas más interesantes es la dedicada al abyeccionismo, que António Cândido Franco ve como “uno de los segmentos más característicos del surrealismo portugués”, aunque yo me quede con la refutación que de él hizo Cruzeiro Seixas en la grabación de la exposición “Surrealismo abrangente”, revolviéndose contra cualquier “abyeccionismo” (Eurico Gonçalves, que es quien lo acompaña en el paseo por todas aquellas obras de sus amigos surrealistas portugueses y de otros países, le dice entonces que la miseria que se ve en las calles de Lisboa es un resto del abyeccionismo salazarista, revolviéndose colosalmente Cruzeiro Seixas, quien le espeta estas magníficas palabras: “¡Hombre, ya dura esto treinta años, y van a ser los restos de la abyección!”, como sabedor perfecto de la responsabilidad de los partidos democráticos y de la feroz “europeización” de los años 80 y 90). Pero el abyeccionismo, con nombres del surrealismo, no se opuso a este, lo que ha permitido incorporarlo, y por el propio Cesariny, a la trayectoria del surrealismo en Portugal. Hacían mal Pedro Oom y su amigos en definirse a sí mismo como “abyectos”, porque en verdad que no lo eran, y porque además al mismo tiempo hablaba Oom de “sobrevivir libre”, de “poseer la capacidad de luchar contra las fuerzas que nos contrarían, no colaborando con ellas”. Y ahí estamos en el surrealismo, del que a este propósito escribe António Cândido Franco que “nació para dar alas al hombre, alas de águila, no de insecto, alas cósmicas, capaces de transponer, con las remeras vigorosas, la baja atmósfera de las angustias sombrías, encontrando el aire enrarecido de las alturas y de los sueños, el entusiasmo del cielo en fuego, donde se vislumbra el mundo de las platónicas formas inmortales y de las incandescencias solares, la contemporaneidad de lo eterno sin principio ni fin”.
Siguiendo con Pascoaes y Cesariny, António Cândido Franco compara el mítico Marão de Pascoaes (hoy profanado por los molinos eólicos tan amados por la imbecilidad ecologista) con la imagen de la pirámide en Cesariny, descubriendo un “isomorfismo perfecto” entre ambos. El Marão de Pascoaes es asociado también, muy felizmente, al Monte Análogo de René Daumal, cuyo mapa en el Diccionario de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi vemos aquí. Pascoaes y Daumal –lo que vale para Cesariny con su pirámide– “tomaron la montaña como símbolo del alma encarnada y ambos hicieron de su escalada física una imagen del conocimiento progresivo que el hombre puede tener del mundo del espíritu. También las cosmologías arcaicas que ligan por medio de la montaña cósmica la Tierra al Cielo se hacen pertinentes en cada uno de ellos para entenderse la significación tanto del Marão como del Monte Análogo. Del mismo modo tanto uno como otro son espacios simbólicos, pero auténticos, localizados y geográficos, donde el Yo físico encuentra su daemon por encarnar”.
En una obra que va encadenando sólidamente las “notas” de que se compone, António Cândido Franco se refiere en seguida a las palabras con que concluye El surrealismo en sus obras vivas, último de los textos programáticos que componen el volumen de los Manifiestos del surrealismo, y que adquieren por ello un valor muy especial: “El mejor medio de que el hombre dispone es la intuición poética. Esta, liberada al fin por el surrealismo, no solamente tiene el poder de asimilar todas las formas conocidas, sino que también es audaz creadora de nuevas formas, por lo que se halla en situación de aprehender todas las estructuras de nuestro mundo, manifiestas o no. Únicamente la intuición poética nos proporciona el hilo que nos lleva al camino de la Gnosis, en tanto conocimiento de la realidad suprasensible, «invisiblemente visible en el seno del eterno misterio»”. Estas palabras son consideradas por António Cândido Franco como una “ventana abierta sobre el cielo constelado”, y con ellas, tras señalar que, cuando Breton “habla a propósito de surrealismo de ciencias ocultas, de piedra filosofal o de Gnosis, ninguna de estas realidades es para ser tomada como humo sin fuego”, nos lleva a una cuestión crucial de la que me he ocupado en otras ocasiones, para enfrentarme, y no sin virulencia, con quienes han desacreditado el surrealismo de la segunda mitad de los años 40 y de los años 50, fueran situacionistas, estalinistas belgas y no belgas (empezando por los “surrealistas revilucionarios”) o incluso advenedizos recientes escribiendo en revistas del surrealismo. No puedo más que aplaudir a António Cândido Franco cuando escribe que “el surrealismo en 1924, o incluso en 1930, es mucho más bisoño, está mucho más lejos de lo esencial, que el de 1953”. Por un lado, porque “Breton había tenido ya tres décadas para cartografiar el espacio interior, estableciendo senderos seguros de acceso a lo surreal” (“El registro de lo supra-sensible, haciendo de la palabra poética el hilo conductor del alma para la fuente del verbo primordial, esclareció la aventura surrealista, dándole una consistencia y una solidez que de otro modo, distraída de lo esencial, o sea esa materia prima de lo verbal, podía temblar en los fundamentos mismos con que se presentaba”), y por otro porque “la deriva política del surrealismo al servicio de la revolución política” (surrealistas actuales han podido hablar, con fortuna, de un “surrealismo sin servicio”, que es el único que tiene sentido) obligó a “cambiar aquí y allí su actividad en el interior del espíritu humano por las luchas en su exterior”. Aquí las palabras de António Cândido Franco merecen ser traducidas en su integridad: “Tómese como aceptable ese momento de parada; acéptese incluso que algo de exaltante hubo ahí y que Breton nunca perdió el pie en ese lodazal lleno de trampas; pero no se vea nunca en ese segmento el momento crucial de la aventura de un movimiento que nació para hacer su propia revolución y no para servir a las de los otros, y menos aún cuando estas eran liberticidas, reduciendo al hombre, con desastroso resultado, a un Yo social, un Yo histórico aún más estrangulado que aquel que llegó al cosmopolitismo del siglo XX después de siete mil años de Historia y de continuados tabúes que bastaron para sofocar la vida interior y ya habían hecho de la humanidad una especie tullida en medio de una naturaleza mucho más auténtica”. De ahí, concluye António Cândido Franco, el “inagotable crédito” del pasaje gnóstico que cierra en 1953 los textos programáticos del surrealismo.
Va larga ya esta nota de las Notas, por lo que continuaremos en una segunda parte. Aquí prepara el terreno António Cândido Franco para lo que tal vez sea el meollo de su libro: la negación en términos absolutos de un supuesto carácter “tardío” del surrealismo portugués, al contextualizar su nacimiento en un momento central –primordial– del surrealismo globalmente considerado: el de Rupture inaugurale y la exposición de 1947, que conducen al citado broche áureo de los Manifiestos. Y es que además António Maria Lisboa, sobre quien van a tratar de modo admirable las notas siguientes, muere precisamente en 1953, tras el ahondamiento en las profundidades de su “ossóptico”, en unos años que prácticamente coinciden con los de otros dos visionarios absolutos: Stanislas Rodanski y Jean-Pierre Duprey.