Estamos ante una publicación
mayor sobre el surrealismo en Portugal, que además aborda cuestiones del máximo
interés para el surrealismo en general. António Cândido Franco lleva años
trabajando, con sensibilidad de poeta (lo que es muy extraño, por no decir
insólito, en los estudios dedicados al surrealismo), tanto sobre Teixeira de
Pascoaes como sobre Mário Cesariny. En 2010 publicó Teixeira de Pascoaes nas
palavras do surrealismo en português, y en 2012 editó de Cesariny las Cartas
para a Casa de Pascoaes, libros a los que hay que añadir el folleto con las
cartas de Cesariny a él mismo, del que dimos noticia hace solo siete días.
Estas dos últimas entregas iban lujosamente anotadas, con referencias muy
útiles acerca de muchas figuras del surrealismo en su proyección lusitana.
Las 27 notas que componen este
libro van desde luego mucho más allá de lo que el título pueda sugerir,
ya que se trata de notas que acaban componiendo un panorama esencial del
surrealismo portugués. En tal sentido este libro posee un valor básico,
y ningún abordaje del surrealismo en Portugal podrá a partir de ahora
prescindir de él.
Una célebre cita de Mário
Cesariny sirve de epígrafe general: “Teixeira de Pascoaes, poeta mucho más
importante, para nosotros, que Fernando Pessoa”. Es una cita célebre por lo
provocadora, y si en una ocasión yo dije que era absurdo oponer un poeta a otro
(Pessoa tiene cierta dimensión creo que ineludible, aunque yo mismo siempre
preferí a Mário de Sá Carneiro), no cabe duda que la matización del “para
nosotros” la justifica, Cesariny además haciendo justicia al hecho, ese sí que
completamente absurdo, de la sacralización de Pessoa mientras se olvidaba, o
desconocía en general, a un poeta de la envergadura de Pascoaes (que, como
demuestra António Cândido Franco, recibió la atención de los surrealistas
portugueses desde un principio). La nota novena concluye explicando
perfectamente el porqué de la preferencia de Cesariny, y es que “Pascoaes le
interesa más que Pessoa ya que la esfera de la imaginación se sobrepone en él
al mundo empírico de los sentidos y al universo abstracto del intelecto”.
António Cândido Franco sabe que
todo se juega en el terreno de “la necesidad de valorizar la imaginación”, y no
le faltan palabras para denunciar la degradación de la imagen en nuestro mundo
infame: “Lo que se ve en imaginación no puede ser degradado por el intelecto, o
desvalorizado por ella, como hoy ocurre. La civilización de la imagen es
un fraude descarado, ya que nadie cree hoy en la imagen, ni los que la hacen ni
los que la ven, ni los que la venden ni los que la compran. La imagen está hoy
al nivel de un simple juego inconsecuente o de una triste imbecilidad. Es la
Disneylandia del espíritu, sin espesura de realidad, a no ser la facturación de
la industria cultural”. En el polo opuesto se sitúa la experiencia de un
Pascoaes: “Las imágenes en su caso se tocan: son tan sensibles y tan verdaderas
como la realidad material. No son simple pasatiempo para entretener los tiempos
muertos, que solo por ironía se llaman también libres, como sucede en la
Disneylandia moderna, sino un mundo real, vivo y palpable”. De Pascoaes se
destacan dos libros que a mí me impactaron cuando di con ellos: O duplo
passeio y O bailado, este último siguiendo un alerta del propio
Cesariny, quien me lo asociaba al Humus de Raul Brandão, un escritor
también de una fuerza telúrica impresionante, del que sí que yo conocía esa y
otras obras. Estos libros son aquí asociados, y a su vez O bailado, por
su “fiebre de imágenes oníricas”, es conectado a las Confesiones de un
comedor de opio de Thomas de Quincey.
Una de las notas más interesantes
es la dedicada al abyeccionismo, que António Cândido Franco ve como “uno de los
segmentos más característicos del surrealismo portugués”, aunque yo me quede
con la refutación que de él hizo Cruzeiro Seixas en la grabación de la
exposición “Surrealismo abrangente”, revolviéndose contra cualquier
“abyeccionismo” (Eurico Gonçalves, que es quien lo acompaña en el paseo por
todas aquellas obras de sus amigos surrealistas portugueses y de otros países,
le dice entonces que la miseria que se ve en las calles de Lisboa es un resto
del abyeccionismo salazarista, revolviéndose colosalmente Cruzeiro Seixas,
quien le espeta estas magníficas palabras: “¡Hombre, ya dura esto treinta años,
y van a ser los restos de la abyección!”, como sabedor perfecto de la
responsabilidad de los partidos democráticos y de la feroz “europeización” de
los años 80 y 90). Pero el abyeccionismo, con nombres del surrealismo, no se
opuso a este, lo que ha permitido incorporarlo, y por el propio Cesariny, a la
trayectoria del surrealismo en Portugal. Hacían mal Pedro Oom y su amigos en
definirse a sí mismo como “abyectos”, porque en verdad que no lo eran, y porque
además al mismo tiempo hablaba Oom de “sobrevivir libre”, de “poseer la
capacidad de luchar contra las fuerzas que nos contrarían, no colaborando con
ellas”. Y ahí estamos en el surrealismo, del que a este propósito escribe
António Cândido Franco que “nació para dar alas al hombre, alas de águila, no
de insecto, alas cósmicas, capaces de transponer, con las remeras vigorosas, la
baja atmósfera de las angustias sombrías, encontrando el aire enrarecido de las
alturas y de los sueños, el entusiasmo del cielo en fuego, donde se vislumbra
el mundo de las platónicas formas inmortales y de las incandescencias solares,
la contemporaneidad de lo eterno sin principio ni fin”.
Siguiendo con Pascoaes y
Cesariny, António Cândido Franco compara el mítico Marão de Pascoaes (hoy
profanado por los molinos eólicos tan amados por la imbecilidad ecologista) con
la imagen de la pirámide en Cesariny, descubriendo un “isomorfismo perfecto”
entre ambos. El Marão de Pascoaes es asociado también, muy felizmente, al Monte
Análogo de René Daumal, cuyo mapa en el Diccionario de lugares imaginarios
de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi vemos aquí. Pascoaes y Daumal –lo que
vale para Cesariny con su pirámide– “tomaron la montaña como símbolo del alma
encarnada y ambos hicieron de su escalada física una imagen del conocimiento
progresivo que el hombre puede tener del mundo del espíritu. También las
cosmologías arcaicas que ligan por medio de la montaña cósmica la Tierra al
Cielo se hacen pertinentes en cada uno de ellos para entenderse la
significación tanto del Marão como del Monte Análogo. Del mismo modo tanto uno
como otro son espacios simbólicos, pero auténticos, localizados y geográficos,
donde el Yo físico encuentra su daemon por encarnar”.
En una obra que va encadenando
sólidamente las “notas” de que se compone, António Cândido Franco se refiere en
seguida a las palabras con que concluye El surrealismo en sus obras vivas,
último de los textos programáticos que componen el volumen de los Manifiestos
del surrealismo, y que adquieren por ello un valor muy especial: “El mejor
medio de que el hombre dispone es la intuición poética. Esta, liberada
al fin por el surrealismo, no solamente tiene el poder de asimilar todas las
formas conocidas, sino que también es audaz creadora de nuevas formas, por lo
que se halla en situación de aprehender todas las estructuras de nuestro mundo,
manifiestas o no. Únicamente la intuición poética nos proporciona el hilo que
nos lleva al camino de la Gnosis, en tanto conocimiento de la realidad
suprasensible, «invisiblemente visible en el seno del eterno misterio»”. Estas
palabras son consideradas por António Cândido Franco como una “ventana abierta
sobre el cielo constelado”, y con ellas, tras señalar que, cuando Breton “habla
a propósito de surrealismo de ciencias ocultas, de piedra filosofal o de
Gnosis, ninguna de estas realidades es para ser tomada como humo sin
fuego”, nos lleva a una cuestión crucial de la que me he ocupado en otras
ocasiones, para enfrentarme, y no sin virulencia, con quienes han desacreditado
el surrealismo de la segunda mitad de los años 40 y de los años 50, fueran
situacionistas, estalinistas belgas y no belgas (empezando por los “surrealistas
revilucionarios”) o incluso advenedizos recientes escribiendo en revistas del
surrealismo. No puedo más que aplaudir a António Cândido Franco cuando escribe
que “el surrealismo en 1924, o incluso en 1930, es mucho más bisoño, está mucho
más lejos de lo esencial, que el de 1953”. Por un lado, porque “Breton había
tenido ya tres décadas para cartografiar el espacio interior, estableciendo
senderos seguros de acceso a lo surreal” (“El registro de lo supra-sensible,
haciendo de la palabra poética el hilo conductor del alma para la fuente del
verbo primordial, esclareció la aventura surrealista, dándole una consistencia
y una solidez que de otro modo, distraída de lo esencial, o sea esa materia
prima de lo verbal, podía temblar en los fundamentos mismos con que se
presentaba”), y por otro porque “la deriva política del surrealismo al servicio
de la revolución política” (surrealistas actuales han podido hablar, con
fortuna, de un “surrealismo sin servicio”, que es el único que tiene sentido)
obligó a “cambiar aquí y allí su actividad en el interior del espíritu humano
por las luchas en su exterior”. Aquí las palabras de António Cândido Franco
merecen ser traducidas en su integridad: “Tómese como aceptable ese momento de
parada; acéptese incluso que algo de exaltante hubo ahí y que Breton nunca
perdió el pie en ese lodazal lleno de trampas; pero no se vea nunca en ese
segmento el momento crucial de la aventura de un movimiento que nació para hacer
su propia revolución y no para servir a las de los otros, y menos aún cuando
estas eran liberticidas, reduciendo al hombre, con desastroso resultado, a un
Yo social, un Yo histórico aún más estrangulado que aquel que llegó al
cosmopolitismo del siglo XX después de siete mil años de Historia y de
continuados tabúes que bastaron para sofocar la vida interior y ya habían hecho
de la humanidad una especie tullida en medio de una naturaleza mucho más
auténtica”. De ahí, concluye António Cândido Franco, el “inagotable crédito”
del pasaje gnóstico que cierra en 1953 los textos programáticos del surrealismo.
Va larga ya esta nota de las Notas,
por lo que continuaremos en una segunda parte. Aquí prepara el terreno António
Cândido Franco para lo que tal vez sea el meollo de su libro: la negación en
términos absolutos de un supuesto carácter “tardío” del surrealismo portugués,
al contextualizar su nacimiento en un momento central –primordial– del surrealismo globalmente considerado:
el de Rupture inaugurale y la exposición de 1947, que conducen al
citado broche áureo de los Manifiestos. Y es que además António Maria Lisboa,
sobre quien van a tratar de modo admirable las notas siguientes, muere
precisamente en 1953, tras el ahondamiento en las profundidades de su
“ossóptico”, en unos años que prácticamente coinciden con los de otros dos
visionarios absolutos: Stanislas Rodanski y Jean-Pierre Duprey.