He aquí otra reedición que merece
señalarse: el estudio de Michael Löwy Walter Benjamin: Aviso de incêndio,
lectura de las tesis de Benjamin “Sobre el concepto de historia”. Esta obra se
publicó por vez primera en París en 2001, y cuatro años después apareció en São
Paulo la primera edición brasileña, siendo esta la primera reimpresión de la
primera edición revisada.
Michael Löwy consigue la hazaña
de hacer de una materia enrevesada un libro que no solo se deja leer sino que
acaba apasionando al lector, por su valentía y porque a la vez nos sitúa
constantemente en el presente. Un pensador tan lúcido como Benjamin no exige menos
que un estudio fino, inteligente y profundo como el que hace Michael Löwy,
quien procede a un análisis “talmúdico” una a una de las 18 tesis, tras su
transcripción correspondiente. Lo más original del planteamiento benjaminiano
es sin duda su consideración de que la lucha revolucionaria no ha de hacerse en
nombre de las generaciones futuras, sino por las del presente y por las del
pasado, ya que, en palabras de Michael Löwy solidarias con el pensamiento
de Benjamin, “no hay lucha por el futuro sin memoria del pasado”.
Estas tesis opuestas al
historicismo fueron redactadas por Benjamin cuando intentaba escapar de la
Francia de Vichy, y tienen como trasfondo el rechazo del progreso y el del
estalinismo (y, por descontado, del fascismo, cuya estrecha relación con el
mundo moderno no se le escapaba, frente a quienes lo consideraban como el brote
de una barbarie ajena al progreso científico e industrial, a la “modernidad”).
Son pues un testimonio histórico y personal incluso desgarrador, situado en la
“medianoche en el siglo” (Victor Serge) y a un paso de Port Bou. El pesimismo
revolucionario de Benjamin, opuesto al cortejo de los triunfadores de todo
orden, se me antoja mucho más valioso que la posición de “optimismo
revolucionario”; como apunta Löwy, se opone “tanto al fatalismo melancólico de
la «indolencia del corazón» como al fatalismo optimista de la izquierda oficial
–socialdemócrata o comunista– convencida de la victoria «ineluctable» de las
«fuerzas progresistas»”. Ya en su célebre artículo sobre el surrealismo,
hablaba Benjamin de “organizar el pesimismo”, pero también, como subraya
agudamente Michael Löwy, Benjamin tenía como objetivo, desde ese artículo de
1929, “dar a la sobriedad y a la disciplina marxistas la colaboración de la
embriaguez (Rausch), de la espontaneidad anarquista de que eran
portadores los surrealistas”.
Estas tesis en su conjunto
intentan liberar el materialismo histórico del conformismo burocrático y de su
lastre positivista y evolucionista, posibilitando “un marxismo nuevo” que integrara
los elementos fecundos “mesiánicos, románticos, blanquistas, libertarios y
fourieristas” (sobre lo primero, sorprende sin duda cómo Benjamin se basaba
poderosamente en el mesianismo judaico).
Al comentar la tesis sexta,
Michael Löwy expone que Benjamin “se interesa por la salvaguarda de las formas
subversivas y antiburguesas de la cultura, intentando evitar que sean
embalsamadas, neutralizadas, convertidas en académicas y consagradas
(Baudelaire) por el establishment cultural”, ya que “es preciso luchar
para que la clase dominante no apague las llamas de la cultura pasada, y para
que ellas sean libradas del conformismo que las amenaza”; aunque pone como
ejemplo las bellas respuestas de 1992 a las conmemoraciones del quinto
centenario de los innumerables genocidios americanos (cuyo ensayo preparatorio,
por cierto, se dio en estas Islas Canarias desde las que yo escribo), no
podemos dejar de pensar en el propio surrealismo.
La tesis décima está dedicada a
los políticos de los partidos que pactaron con Hitler, a su “creencia obstinada
en el progreso” y su “sumisión servil a un aparato incontrolable”. Ese “aparato
incontrolable”, con su burocracia y su fetichismo, no es que difiera mucho del
de los actuales macropartidos que ejercen la dictadura democrática en los
países capitalistas y que mantienen todos la fe ciega en el progreso, ese
infierno (“maldición de Dios”, decía Blake) que Benjamin ve como lo contrario
del “paraíso perdido” de la sociedad primitiva sin clases, en una óptica que en
nada difiere, creo, de la surrealista. La tesis onceava no en vano se ocupa de
la explotación de la naturaleza, con Benjamin citando nada menos que a Fourier,
por el que se fue interesando cada vez más y en el que no se da esa concepción
aberrante, puramente occidental, de la naturaleza: “Una de las características
más notables de la utopía fourierista –escribe Benjamin en otro lugar– es que
la idea de explotación de la naturaleza por el hombre, tan extendida en la
época posterior, le es ajena”. De ahí que Benjamin no dude en hablar del “buen
sentido” de las fabulaciones de Fourier, frente al ejército de tontos y
canallas que se han burlado de él.
La tesis 15 nombra los disparos
revolucionarios contra los relojes de las torres, quizás faltando referir que
fue Rousseau el primero que decidió despojarse del suyo, como medio de acceder
al tiempo subjetivo, al tiempo del devaneo y el ensueño radicalmente opuesto al
tiempo de la sociedad capitalista, explotador del ser humano y férreamente
lineal. Las culturas tradicionales (precapitalistas o preindustriales) “guardan
en sus calendarios y sus fiestas los vestigios de la conciencia histórica del
tiempo”, escribe Michael Löwy tocando una cuestión fascinante. Y es que por ello
mismo esas culturas tradicionales han sido tan odiadas por Occidente como todas
las que ha exterminado, subyugado o contaminado allende sus fronteras. En un
libro que cuenta con ilustraciones muy oportunas, el capítulo de la tesis 15
incluye la de unos indios brasileños manifestándose ante un ridículo reloj “postmoderno”
que anuncia los nueve días que faltan para el aniversario de los 500 años del
aciago “descubrimiento” del Brasil. Las flechas de esos indios, como diría
Benjamin, “se nutren de la visión de los ancestros esclavizados, y no del ideal
de los descendientes liberados”. Y ello, creo, es una muestra de lo que
llamamos romanticismo revolucionario.