Diez textos del almanaque Lo
que será enfocan a diez nombres ya desaparecidos del surrealismo.
El primero es de Alain Joubert,
sobre Jean Benoît, a quien tan bien conoció. Es una nota breve pero rica e
intensa.
Sigue António Cândido Franco
hablando de la poesía de Cesariny. A la vez que fustiga los tópicos simplistas
sobre esa fundamental vertiente de la obra de Cesariny, propone “vivir en el
interior de sus imágenes sonoras y visuales” y señala la necesidad de
convertirse uno mismo en poeta surrealista a la hora de acceder a su lectura.
Las últimas palabras merecen citarse: “Mário Cesariny: la ciudad de la estrella
del amanecer, el círculo infinito o el azul de los tarahumara”. (António Cândido Franco acaba de publicar un
ensayo de aliento extraordinario: Notas para a compreensão do surrealismo em
Portugal, que comentaremos próximamente.)
Bruno Solarik se ocupa de
Effenberger en tanto poeta, faceta que se conoce muy poco fuera del ámbito
checo y eslovaco. Es realmente un ensayo en profundidad, sobre la evolución de
la poesía y del pensamiento de una figura central, cuya obra pide a gritos una
traducción al francés. La lucidez y la honestidad de Effenberger son absolutas.
Nunca se engañó en la cuestión política ni se hizo las habituales falsas
ilusiones, no faltando el sarcasmo hacia las ingenuidades revolucionarias que
siguen surgiendo aquí y allá, o hacia actitudes como lo que llama Solarik “la
adoración de la juventud rebelde” o el crecimiento desde fines de los 60 de “la
hidra de la libertad de expresión” y de “la hidra de la revolución
tecno-científica”. Este trabajo es una versión abreviada del estudio inserto en
el postfacio del tomo segundo de las poesías de Effenberger, publicado por
Torst en 2009.
En la América sureña, Enrique de
Santiago reflexiona sobre la gran poesía de Enrique Gómez-Correa, o sea sobre
la “poesía negra”, en un trabajo que titula “Vocales de pájaros en la poesía de
Gómez-Correa”. En una figura tan visceral como Enrique de Santiago, este
artículo es también una muestra de sí mismo.
De Granell habla Eugenio Castro,
quien, aunque se centra en su “conciencia política”, también se adentra en el
mito del Pájaro Pi, presencia en su obra a fines de los años 50, para luego
reaparecer en 1988. No deja de lamentarse en los últimos años de Granell su
“entrega progresiva a las instituciones culturales”, una cierta decadencia
ideológica que me hizo a mí mismo distanciarme algo de él, manteniendo
incólume, eso sí, la fascinación por su obra plástica y escrita y el aprecio de
su personalidad incomparable.
Sobre Édouard Jaguer muchos
nombres intervinieron en Infosurr al perderse una pieza esencial del
tablero surrealista, y del arte contemporáneo en lo que tiene de más válido.
Richard Walter vuelve sobre él, apuntando la necesidad de recopilar sus
artículos teóricos. ¡Sin lugar a dudas!
Ilmar Laaban fue un bello apoyo
para los jóvenes que reiniciaban en Suecia la aventura surrealista, por no
decir que la iniciaban desde un punto de vista colectivo. Mattias Forshage
enumera una serie de razones que hacían a algunos como Laaban no querer formar
parte del grupo de André Breton, haciéndose eco de una serie de críticas que él
considera bastante verdaderas algunas y verdaderas otras, aunque yo considero
que ninguna tiene sentido, y que la mayoría tienen un inconfundible tufo a
estalinismo, para el cual sin duda hubiera sido mejor que Breton hubiera
acabado como Desnos (su prominencia no vaticinaba otra cosa) o se hubiera
muerto de hambre en los Estados Unidos (ya que, como sabemos, no era un
“artista”). Lo de rechazar “su interés creciente por la mitología, el
ocultismo, el anarquismo o el pacifismo”, lo que hacía era retratar a quienes
esgrimían esos argumentos, como estalinistas a lo Scutenaire o Nougé o como
racionalistas a lo Waldberg o Caillois, y en cuanto a reprocharle la ruptura
con Matta, desde hacía años podía apreciarse una involución “humanista” en la
obra de un personaje que ya había dado lo mejor de sí y que de ninguna manera
tenía ya abierto el “camino más dinámico”. Pensar que el Breton
“revolucionario” era el de los años 20 y 30 no era sino sentir nostalgia de lo
que sí puede considerarse un error garrafal: haberse puesto unos cuantos años “al
servicio de la revolución”, identificándola con el partido comunista –con
aquellos cretinos que lo pusieron a realizar ridículas tareas burocráticas para
bajarle los humos y que lo convocaron ante cinco “comisiones de control”
porque sospechaban que era “un espía burgués”, como en 1932 convocaron a Sadoul,
Alexandre, Unik y Aragon para reprocharles el carácter “pornográfico” y
“contrarrevolucionario” de Le Surréalisme au service de la Révolution– y
con la Unión Soviética de Stalin –cuya infamia absoluta tardó en reconocer,
ninguneando antes de 1935 a quienes ya daban claras pruebas de la existencia de
esa infamia. Y aquí volvemos a las “ilusiones” de que hablaba Effenberger, una
de las cuales, para trasladarnos a los tiempos de Laaban, encajaría bien en su
discurso: la del “mundialista” Garry Davis, que no creo fuera muy difícil
prever que acabaría desenmascarándose, pero que obnubiló a Breton y sus amigos
durante un poco tiempo.
En muchos casos, aunque no sé si
es el de Laaban, preferir Rixes o Phases a André Breton (para
algunos no se trató de preferencia, sino del hecho de que el grupo de París
tenía su existencia autónoma, localizada en la ciudad que habitaban) supuso
precisamente evitar las posiciones radicales que, en terrenos precisamente como
el político, tenían Breton y sus amigos. Hans Bellmer, en 1945, le escribía a
Breton: “Usted tiene razón. Hay aquí y allí personas,
a veces muy jóvenes, que le consideran como una leyenda de profeta y de
intransigencia, y que le esperan. Permítame decirle que yo me encuentro entre
ellos”. Y nada menos que Mário Cesariny afirmará que Rupture inaugurale, el manifiesto de
1947, “determinó mi adhesión plena al surrealismo”, incluso acudiendo a París
con vistas a crear una revista surrealista portuguesa en estrecha conexión con
el grupo parisino, lo que no cuajó a causa no de París sino de la imbecilidad
de alguno de sus compatriotas (como el propio Cesariny me refirió en una
carta).
Al margen esta digresión, Mattias
Forshage ha elaborado una semblanza muy interesante de una figura no muy
conocida, pero de evidente espesura poética e inventiva, con sus exploraciones
del universo fonético, tan capitales y “pioneras” como las de Ghérasim Luca.
Xavier Canonne enfoca a Marcel
Mariën, pero como hace poco ha salido su excepcional y monumental libro sobre
él, este trabajo solo interesará a quien no lo tenga.
Más interés ofrece la descripción
que hace Her de Vries de la “trayectoria aislada” de J. H. Moesman. Este texto
es admirable, porque además Her de Vries polemiza tanto con el viejo discurso
biempensantista como con el académico, encarnado aquí en la profesora Vovelle,
experta en surrealismo belga y de otros países del Norte, y de quien yo
recuerdo la indignación que me produjo verla despreciar a Moesman como un
pintor “fósil”, razón por la que la llamé a ella, en Caleidoscopio
surrealista, “viejo fósil universitario”. Pero ya el propio Moesman atacó
su tesis doctoral, por haberlo asociado a Dalí. Dado que, al enviar, pocos años
antes de morir, un cuadro a la exposición “De Van Gogh a Cobra”, un crítico
habló de “impotencia” y “miedo de castración”, no extraña que Laaban afirmara
poco antes de morir: “Me siento más a mi aire cuando estoy en el campo,
escuchando los pájaros y viendo las flores. La libertad de que testimonian las
obras de los grandes pintores surrealistas me inspira más que cualquier otra
cosa”.
Last but no least, es muy
de agradecer la bella evocación que Allan Graubard hace de uno de los grandes
poetas del surrealismo estadounidense: Laurence Weisberg, cuya poesía fue
recopilada en 2005 como ahora mismo la de uno de sus amigos, Philip Lamantia,
otro personaje extraordinario del movimiento surrealista (a pesar de sus idas y
venidas), y otro de los nombres que impulsarán lo que será.