domingo, 4 de abril de 2021

Sobre la corrupción de la imagen

Sin duda, uno de los privilegios que hemos tenido quienes participamos de la revuelta surrealista ha sido el de contar durante muchas décadas con la voz implacablemente lúcida de Annie Le Brun. Ningún libro de ella, ninguna de sus intervenciones, traten de lo que sea, logrará decepcionarnos. Por eso esperábamos con expectación este volumen que continúa las reflexiones de Ce qui n’a pas de prix y que ha llevado a cabo conjuntamente con Jiri Armanda.
Se prosigue pues, y actualiza, el análisis sin paliativos de las inmundicias más recientes del totalitarismo capitalista, de su rostro y acciones criminales tanto como de sus increíbles ridiculeces, a las que tenemos a bien responder con la risa más salvaje posible. Annie Le Brun y Jiri Armanda pasan revista a infinidad de motivos de la vida contemporánea y de su “dictadura de la visibilidad”, que pasan por “normales” siendo completas aberraciones.
Su exploración se centra en la instrumentalización de la imagen, que, sometida al monstruo numérico, ha alcanzado ya su fase final de masificación y prisión en que son encarcelados millones de siervos felices y contentos. Los ejemplos de artistas basura vuelven a ponerse, como en el libro anterior, y de nuevo me felicito por no tener yo ni idea de quienes sean Anish Kapoor o Damien Hirst, pero rápidamente dirigen nuestros ensayistas su atención hacia los fetiches de la época: la grotesca práctica de los “selfies”, la “smart colonization”, el “facebook” y, en fin, esa internet que los ilusos veían in illo tempore como un espacio democratizador y carente de censura y que hoy forma parte clave de la red terrorífica de control de la población por parte de la “santa alianza” de la tecnología y el capital.
El ensayo incluye numerosas alusiones a la época de dictadura sanitaria, que al principio me parecían como añadidos a última hora, pero que acaban por resultar consistentes, sin que deje yo de tener la impresión, con todo, de que no se han captado todas las consecuencias de la catástrofe que estamos viviendo (a la dictadura sanitaria la llaman respetuosamente “pandemia”). Pero lo que no deja duda alguna es que desde hace décadas se venía preparando el terreno para que se aceptara masivamente, a escala mundial, semejante horror: un mundo completamente mercantilizado y enjaulado. Simplemente, afirman, se “han corroborado procesos en curso”. La siniestra mascarilla, que algunos imbéciles masoquistas consideran una chorrada, es definida como el “símbolo de la no-toxicidad, concepto camino de convertirse, con la ayuda conjunta del moralismo y el populismo, en un valor universal”, contrastándose su uso actual con el antiguo, popular y tradicional (objeto por cierto de un excelente libro de Jean-Louis Bédouin).
Como siempre, Annie Le Brun apela a la poesía, a la risa (de revuelta contra el omnímodo descerebramiento de los eslóganes infantiles, de las comunidades “débiles” y del moralismo barato), a la libertad y sobre todo a la imaginación: si Víctor Hugo dijo “Salvemos la libertad, la libertad salva el resto”, ahora no puede sino proclamarse: “Salvemos la imaginación, la imaginación salva el resto”.
“Se sabía ya: el capital es el enemigo mortal del infinito. Pero he aquí una explicación: el capital no tolera ningún punto de fuga”.