Um rio à beira do rio es un apasionante libro de cartas de Mário
Cesariny a sus amigos holandeses Frida y Laurens Vancrevel, que abarca las
fechas 1969-2005. La edición, excelente, aparece en la colección Documenta de
la Fundação Cupertino de Miranda y acaba con un texto de Laurens Vancrevel,
figura central del internacionalismo surrealista en las últimas cinco décadas,
quien también aporta unos comentarios a las cartas.
El año de arranque es precisamente el de la tan cacareada “autodisolución”
del grupo surrealista parisino. Ni que decir tiene que uno de los puntos que
unen de entrada a Vancrevel y Cesariny es el de la continuidad evidente de la
aventura surrealista, y si el primero va a conectar al segundo con diferentes
focos del surrealismo (Édouard Jaguer y Phases, John Lyle y su TransformaCtion, Arnost Budik y Gradiva, Franklin y Penelope Rosemont),
a su vez Cesariny quiere desde el primer momento poner en contacto a Vancrevel
con Sergio Lima. Del poema de este, Amore,
dice que es una “obra extraordinaria”, y aún en 1976 lo calificará como “algo
espectacularmente bello, atravesado de amor, surrealista”. Tampoco sorprende
que desde estos primeros contactos le llame la atención sobre la obra
fulgurante de António Maria Lisboa.
Incorporan las cartas algún material que Cesariny les adjuntaba, como las
cartas de 1965 y 1969 en que él por un lado y Cruzeiro Seixas y Ernesto Sampaio
por otro corregían a Jean-Louis Bédouin sus errores con respecto al surrealismo
en Portugal, o las dirigidas a Franklin Rosemont en 1970 y 1971.
Pero volviendo al año inaugural de 1969, es importante señalar que ya
Cesariny les anuncia el proyecto de esa obra capital que es Textos de afirmação e de combate do
movimento surrealista mundial, en alguna medida su respuesta contundente a
la pretensión liquidacionista, contra la que reacciona de raíz, incluso
visitando a Vincent Bounoure en París al año siguiente. 1970 es precisamente
cuando, a su vuelta de París, recibe por primera vez a Frida y Laurens en
Lisboa. Los va a buscar a la estación de Santa Apolónia, y para que lo
reconozcan lleva en las manos un ejemplar de Brumes Blondes. Los Vancrevel aprovechan su estancia para trabar
relación con otros surrealistas portugueses.
M.C., collage sobre frase de Luis Buñuel |
Cesariny les corresponde en 1972, visitando en Amsterdam los estudios y las
moradas de Kristians Tonny, de Rik Lina, de Willem Van Leusden y de Her de
Vries. En esta década y en la siguiente, intercambian muchas cartas sobre
traducciones en que están trabajando o proyectos colectivos como el de la
traducción lúdica por “cábala fonética” de un soneto de Góngora, que resultó
muy mejorado en todas las lenguas a que pasó. En los 70 tiene lugar la gran
exposición surrealista de Chicago, motivo de algunas cartas, como lo es también
el apoyo a Breyten Breytenbach, encarcelado en Suráfrica. Quien primero me
habló de Breytenbach fue Eugenio Granell en su casa madrileña, mostrándome un
ejemplar de Sinking ship blues, que
Ludwig Zeller había editado con una nota introductoria de Vancrevel. Es en 1976
cuando refiere Cesariny que ha conocido a Eugenio Granell, quien se convierte en
uno de sus grandes amigos. Cesariny le confiesa a Vancrevel que el encuentro
con Granell es el más importante de su vida, junto a los de Brauner, Jaguer y
los propios Vancrevel. Varias veces alude también a Octavio Paz, a quien ha
conocido personalmente y en quien aún cree ingenuamente, pese a que ya le está
sirviendo en bandeja envenenada la fatídica pregunta “qué queda hoy del
surrealismo”. (En 1989, o sea, trece
años después –es propio de los tópicos idiotas tener la costra dura–, en una
entrevista madrileña, otro poeta, César Antonio Molina, le preguntará
exactamente lo mismo, concluyendo así Cesariny su larga respuesta: “El
surrealismo sigue siendo el último enunciado verdadero de los problemas
centrales de nuestro tiempo, si quieres vivir como un hombre y no como un cerdo
harto y satisfecho. Como filosofía, como poética, como búsqueda de la dirección
desconocida, la divinidad civil: Libertad, Igualdad, Fraternidad, dio paso a
los mandamientos sagrados del surrealismo: Libertad, Amor, Conocimiento. Puede
que esto sea poco o demasiado para las personas, pero si se abandona la Ilusión
Surrealista lo mejor que te sale al paso es el Heidegger nazi y el Pound
fascista y la abuelita Eliot...”).
1977 es un año importante por ser el de la ruptura definitiva con Cruzeiro
Seixas. Pero es de lamentar que Cesariny se deje llevar de la ira, hasta
afirmando que su viejo amigo como artista no es “nada” y exagerando
declaraciones con respecto al surrealismo muy circunstanciadas (en realidad
Cruzeiro Seixas ha defendido siempre el surrealismo, y muchas veces con palabras
apasionadas y admirables).
Al año siguiente tuvo lugar la ruptura en el grupo de Chicago, y Cesariny,
sin romper con los Rosemont, se inclina por los disidentes. No ve con agrado
los excesos politizantes, y hasta aprovecha para acusar a Breton de “la tentativa
(frustrada, en los años 30) de politización del movimiento”. A fines de los 80,
ironizará sobre los “mandamientos marxistas-leninistas-freudianos-surrealistas”
de Franklin Rosemont. La ruptura él la ve como positiva en un país tan grande
como los Estados Unidos, y se lo dice tanto a unos como a otros. No parece
haber calado mucho en la cuestión, en cambio, cuando afirma que “la clave del
problema Surrealismo-Usa es Philip Lamantia”.
Esta cuestión de los “infightings”, que sacudió hace un par de años a parte
del movimiento surrealista, es tratada por Cesariny de un modo llamativamente
contradictorio. En carta de 1971 a Franklin Rosemont, le “advierte” sobre la
“excomunión” (bastante injusta) de John Lyle, y le dice que “difícilmente sigo
esos juegos de masacre”: “acepto que se guste, o no, sea de quien sea, pero
punto final, eso es todo”. Pero exactamente un año antes le escribía a los
Vancrevel: “Creo que, sobre todo en Francia, las únicas hipótesis actuales de
ver renovado el asalto surrealista sería con una crítica feroz, esto es, justa, a los
surrealistas por los propios
surrealistas. Es preciso que se maten unos a otros, no que se hagan el papel de
amigos y buenos alumnos”.
Mário Cesariny, Los grandes viajes, 1990 |
Las cartas de Cesariny están escritas en un estilo personalísimo,
inimitable, con frecuentes divagaciones y sin que falten –lo que me parece muy
bien– las obsesiones, algo que puedo además yo afirmar porque las que conservo
de él (serán una veintena) contienen muchos motivos comunes con las dirigidas a
los Vancrevel –y por cierto que en una de ellas me habla del “alto poeta
Laurens Vancrevel”. Donde no se le puede seguir es en su tenaz galofobia, ya
que llega a abusivas generalizaciones sobre “los franceses” y a disquisiciones irrisorias
sobre la lengua francesa. Ni el surrealismo “francés” escapa a ello, burlándose
del volumen de los encuentros de Cerisy (1966), donde hubo intervenciones
magníficas (Jean-Louis Bédouin, Gérard Legrand, una
flamante Annie Le Brun, Alain Jouffroy, Jean Schuster, Philippe Audoin,
Marguerite Bonnet, Jehan Mayoux, Michel Carrouges), y de La civilisation surréaliste (1976) y el Bulletin de Liaison Surréaliste. Vancrevel lo contradice con
respecto a La civilisation surréaliste,
pero Cesariny no aprecia la “seriedad” que le parece muy académica de
Effenberger y Bounoure: quieren hacer del surrealismo, a su juicio, “una
criatura lúcida y de buen comportamiento”. Ello, pese a reconocer que Bounoure
es un espíritu “muy honesto”. En cambio, Cesariny ve con lucidez la evolución
negativa de Gradiva (esa sí que de
ribetes académicos) y retrospectivamente califica Le Surréalisme Révolutionnaire de “revista ridícula”. Esa lucidez
es infalible cuando aborda el medio portugués, empezando por la denuncia que en
carta del 69 hace del lamentable prólogo del católico Jorge de Sena a la
traducción portuguesa de los manifiestos de Breton, y por la reacción virulenta
a la visión manipuladora que el “tontísimo Tabucchi” ha dado del surrealismo en
Portugal, por no hablar de la inquina perpetua al crítico de arte José- Augusto
França, que había desvirtuado los orígenes del surrealismo en Portugal. Quien
quiera conocer la palabra vibrante del gran Cesariny de los años 70 y 80 podrá
acceder aquí a la reproducción fotográfica de una fantástica entrevista hecha
en Lisboa en 1979 y que yo desconocía por completo.
Y ese año de
1979 es precisamente el primero de mi correspondencia con Cesariny. Dato
curioso: en 1978 paso yo un atormentado fin de año en la Costa de Caparica, un
espacio entonces desolado en invierno, con casas de madera sobre un arenal
inmenso que bañaba un océano tempestuoso, y precisamente allí va él dos años
después a alquilar su estudio pictórico.
Entre las
muchas coincidencias entre las cartas de los años 80 que me envió Cesariny y
las enviadas a los Vancrevel podría citar las continuas referencias al
desastroso libro de su amigo Aranda El
surrealismo español. En un primer momento, Cesariny le dice a Vancrevel que
es una obra “muy considerable”, pero poco después la convierte en
“absolutamente inútil” –exactamente lo que era; en las cartas mías, Cesariny
parece obsesionado con la fatalidad de que Aranda le haya dedicado públicamente
su libro. Ya en 1988, Cesariny le escribe a los Vancrevel: “Péret es para mí,
hoy, tan imposible de leer como Éluard o Aragon. Exceptuados, es verdad, dos o
tres poemas que se aguantan y van a quedar. Digamos incluso cinco. ¿Por qué
será que ese desgraciado escribió todos los demás –siempre el mismo, y no
centenas, millones?” Lo cito, porque a mí, en fecha algo posterior, me dijo que
Péret era ya “ilegible”. Yo prefería la poesía de Péret (una de las causas capitales de mi amor del surrealismo) a
la del propio Cesariny, y le contesté algo agriamente, recordando que Cesariny
en su respuesta recogía velas, lo que no debía hacer a menudo.
En esta década
de los 80, hay muchas cartas del libro donde se habla de sus publicaciones del
Bureau y Noa-noa, en que hasta me hizo participar y que por cierto sería yo el
encargado de recopilar, en el tomo 1 de Surrealismo:
el oro del tiempo. Pero también en una carta de esta década, concretamente del
año 1986, me surge mi primer “¡uff!” a Mário Cesariny, en este libro: es cuando
le informa a los Vancrevel de que viajará a Londres con la comitiva del abyecto
Mário Soares, al que llama “mi amigo”. Hay amigos que deshonran, y uno de esos
es aquel orondo político hiperburgués que contribuyó decisivamente a la
liquidación de lo que restaba del Portugal genuino; eran además abominables sus
comitivas “culturales”, a las que se apuntaban todos los artistas y escritores,
mostrando al desnudo su naturaleza parasitaria –hubo incluso un estudio que
demostró cómo la presidencia de la república portuguesa, con el despilfarrador Soares,
gastaba más que la propia monarquía española, lo que bastó para hacerme pensar en
qué tiene entonces de preferible una república como sistema de dominio estatal
(creo que incluso la monarquía ofrece como ventaja que no da la tabarra con más
elecciones denigrantes).
Pero esto es
lo de menos en un conjunto relleno de apuntes jugosos, por donde pasa mucho del
surrealismo de los últimos tiempos. Al final, Vancrevel evoca su profunda
amistad con Cesariny y enriquece con una serie de notas la lectura de muchas de
las cartas. Son reproducidas también todas las dedicatorias que les hizo
Cesariny.
Este es pues
un libro cargado de emoción, donde, gracias a sus dos entrañados amigos
holandeses, el gran Mário Cesariny revive
para quienes tuvimos el privilegio de tratarlo y para quienes se han
acercado a la obra de uno de los verdaderos maestros del surrealismo.
Mário Cesariny, El surrealismo, 1959 |