La otra nota sobre el almanaque
me concierne a mí, en concreto a la reseña en que aludo al artículo de Forshage
sobre Ilmar Laaban. Como no conozco bien a este surrealista sueco, y el
artículo se centraba en su exploración del universo fónico y en su relación con
el grupo surrealista de Estocolmo, señalé claramente que las consideraciones
por las cuales Mattias Forshage intentaba explicar el hecho de que Ilmar Laaban
no se hubiera acercado al grupo de París (consideraciones me temo que
innecesarias) se referían tan solo a él y no a su héroe, de quien ahora Mattias
Forshage muestra la cercanía a las posiciones anarquistas en los años 40. Esas
consideraciones me parecían (y parecen) coincidentes con las de los ataques que
al surrealismo hacía el estalinismo de aquellos años. Este es un fenómeno que
hace tiempo me interesa mucho: el de los surrealistas que, continuando en el
surrealismo o dejándolo, van asumiendo o interiorizando las críticas que los
adversarios del surrealismo le han ido formulando al surrealismo, vengan, por
poner unos cuantos ejemplos, de Bataille, del estalinismo, del situacionismo,
del feminismo o de los jeanclairs de turno, muchas veces expresándose ello a
través de las cautelas. Pero a partir de ahí dar un juicio absoluto, eso
sí que no lo haré nunca, y es impensable que se vea en mis palabras la mínima
acusación de “estalinismo”. Téngase en cuenta, además, que, de esas “razones”,
Mattias Forshage matiza que “algunas no son verdaderas del todo” y otras
“verdaderas pero mejores que muchas de las alternativas”. Yo señalaba que
ninguna de ellas me parecía válida, y por ello concluye su nota atribuyéndome
“reverencia y canon” con respecto a Breton, algo que se cae por su propio peso
cuando en el mismo texto yo critico en Breton su compromiso con el partido
comunista a caballo de los 20 y los 30 (que lo llevó hasta a darle al grupo
surrealista una organización similar, en algunos aspectos, a la de aquella
capilla de fanáticos) y la ingenuidad con que apoyó al oportunista Garry Davis,
como podía haber señalado, en 1950, que se dejara engatusar por el negrinista
Vivanco, o, después, que diera el poder que dio a un intrigante como Schuster.
Son solo algunos casos, porque las intervenciones de Breton fueron
siempre incesantes, y es imposible que no se den, y hasta menudeen, deslices y
errores, algunos de los cuales, con respecto a sus primeras décadas, él mismo
apuntó en las Entretiens (nada que recuerde la famosa “infalibilidad”, sello
que refuta una infinidad de ejemplos).
Por lo que se refiere al grupo de
París en los años 40, no puedo sino remitir a la extensa reseña que aquí mismo
hice de la obra de António Cândido Franco sobre el surrealismo portugués, cuando
escribe cómo Ruptura inaugural y la exposición de 1947 “representan en la historia del surrealismo
momentos de gran significación, pasos de envergadura gigantesca, que volvieron
a poner al movimiento surrealista en contacto con la ruta perdida, apartándolo
de aquellos que le estaban chupando la sangre. La exploración del espíritu, el
viaje por las tierras interiores, sin olvidar lo que ese viaje implicaba para
la liberación social, pero ahora sin lapsus, volvía a ser el itinerario natural
de un movimiento que nació para dar al mundo una nueva revolución, en un
dominio solo por él presentido, y no para seguir de manos amarradas a la
espalda las revoluciones de los otros, aplazando, o incluso haciendo
prescribir, aquella para la que había nacido”. “El momento en que
Cesariny capta París, a los 24 años, es de los más cristalinos; solo tiene
paralelo, e incluso así a distancia, dado el verdor del propósito inicial, con
lo que ocurre en 1924”, naciendo pues el surrealismo portugués, a juicio de
António Cândido Franco (cuyo pensamiento, por lo demás, se sitúa en la
encrucijada del surrealismo y el anarquismo), “de uno de los raros picos del
surrealismo en general”. En ese pico se sitúan también los rumanos y los
chilenos de Mandrágora, y si otros prefirieron no alcanzarlo, no fue desde
luego, por las carencias del grupo. (Como siempre, abro una única excepción con
la crítica formulada por Antonin Artaud.)
Sobre Patrick Waldberg y Roger
Caillois refrendo lo que dije, y en cuanto a Matta, haya o no haya “humanismo”,
después de que Breton escribiera su texto de 1947 (segundo que le dedicaba) ya
había pasado su mejor floración, y no se trataba, precisamente, de estancarse
en sus genialidades, al margen de parecerme irrisorio pensar que la expulsión
de Matta haya tenido cualquier relevancia para el surrealismo (expulsión además
que lleva 25 firmas, pero que parece, como de costumbre, endosársele solo a
Breton). No comparto yo el encandilamiento que siempre ha producido la obra de Matta
entre muchos surrealistas, pero si eso lo respeto, no así el encanto por su
persona: lástima que en su día tirara yo a la basura las últimas páginas del
catálogo que en 1983 le dedicó el Ministerio de Cultura español, con las entusiastas
fotos en que aparecía junto a Pablo Neruda en la Isla Negra, junto a García
Márquez en México y junto a Rafael Alberti en Madrid, porque las hubiera
reproducido aquí, aunque dándoles una semana de caducidad, ya que en un espacio
de signo ascendente como este no hubiera dejado que se enquistara ese trío de
energúmenos –¡hasta ahí podríamos llegar!