Este enorme volumen de Classiques Garnier consta de 1050 páginas dirigidas por Henri Béhar, quien se encarga de gran parte de los artículos, aunque los haya también de 13 colaboradores.
Lo esencial de una obra de estas características es, por una parte, que sea útil, y por otra, al tratarse de quien se trata, que no incurra en las habituales bajezas del vandalismo ilustrado. ¿Se cumplen ambas cualidades? Sin duda que sí. La inmensa mayoría de las entradas es seria y competente, y hay aquí muy poco o nada de esa inmensa plasta de agua contaminada y maloliente que han arrojado sobre Breton y el surrealismo –siempre a salvo de ella, por lo demás– los medios no solo periodísticos sino universitarios –en especial, por lo que se refiere a las últimas décadas de estos últimos, los estadounidenses y sus satélites internacionales (al respecto, nada más saludable –y admirable, por su valentía– que los dos libros de Guy Ducornet Le Punching-Ball & la Vache à lait, de 1992, y Les parasites du surréalisme, de 2002, ambos contra las infamias de la crítica universitaria norteamericana que se ha ocupado del surrealismo y de André Breton en particular).
Muy lejos estamos pues del cretinismo reinante en los despachos universitarios, aunque se hable en demasía de “estética” (hay verdaderos obsesos de la “estética surrealista”) y de vez en cuando de “surrealismo histórico”, o se den en ocasiones interpretaciones simplistas del carácter bretoniano, sometido siempre a la estereotipación.
Para dar una idea, por lo que se refiere a los artículos que me han parecido más destacados citaré, de Henri Béhar, los de Ágata, Alquimia, Alechinsky, Alouette du parloir, La inmaculada concepción, Itkine, Jarry, Melusine, Ocultismo, Pascal, Saint-John Perse y Surreal/Surrealidad; de Jean-Pierre Goldenstein, L’Air de l’eau y Entrevistas; de Stéphanie Caron, Cafés, Cheval y Música; de Michel Carassou, Colonialismo/Anticolonialismo, Reverdy y Revistas; de Françoise Py, Loubchansky y Cornell; de Jerôme Duwa, Darien, Estética (¡que dice las cosas claras sobre el surrealismo y esta materia!), Flamel, Lévi-Strauss y Sagrado; de Catherine Marchasson, Erotismo; de Emmanuel Rubio, Fourier y Lely; y de Jean-Claude Blachère, Profesión y Teatro. Los otros colaboradores son Elza Adamowicz (con muchos artículos sobre arte, acertados en general), Maryse Vassevière, Michel Bernard, Marie-Paule Berranger y Jose Vovelle, estas últimas con escasas entradas.
Al tratarse de una obra colectiva, no puede esperarse especial armonía en el tratamiento de la materia, y, así, frente a muchos otros, parecen excesivos los espacios dedicados a Albert Camus, Jean Paulhan, Maurice Blanchot o el idiota de Diego Rivera, y no sorprende, tratándose de Henri Béhar, la desmesurada importancia que se concede al casposo Tristan Tzara (dadaísta, antidadaísta, surrealista, antisurrealista, estalinista, antiestalinista); las entradas de Felicidad y Homosexualidad tampoco se comprenden mucho en su prolijidad, la segunda, con tres columnas, reflejando una vieja obsesión a partir de un par de declaraciones completamente circunstanciadas de André Breton. En contraste con todo esto, detectamos la ausencia de una entrada para Le la, último cuaderno poético de André Breton –1961–, sin duda con muchísima mayor importancia de la que podría inferir el hecho de constar solo de cuatro frases oníricas –Marie-Claire Dumas lo ha definido justamente como “el último balance del automatismo en el cual se ha fundado el surrealismo”, balance que venía a cerrar “cuarenta años de experiencia”.
En un conjunto muy acertado, hay unos pocos fracasos, en particular la entrada de Violencia (como siempre, sin contextualizar la célebre declaración de la pistola, y cuando hablo de contextualización me refiero más a la del propio texto que a la de la época, que es, en lo esencial, intercambiable con esta), la de Italia (no, no hay ningún “malentendido” en el repudio bretoniano de ese país y de lo que significa y representa), la de Leonora Carrington (que la deja en las tonterías a que se dejó llevar, por falta de energía intelectual, en los años 80, pero no dice nada sobre sus declaraciones a Penelope Rosemont ya en los 90, ajustando cuentas con las universitarias feministas y sus “despreciables” libros –y por cierto que, en sentido inverso, el artículo de Gorky no se hace eco de su repudio final del surrealismo, que lo hubo) o la de Espera/Esperanza (palabras que, pese a lo aparente, poco o nada tienen que ver, la primera esencialmente surrealista y la segunda marcada para siempre por la maldición cristiana). Luego, hay un par de detalles que de pronto reveladoramente afloran, como cuando Jean-Claude Blachère larga que en los años 60 ya se estaba ante “un mundo surrealista muy viejo”.
Errores tiene que haber en una obra de estas características, y si los señalo aquí no es situándome en posición infalible, por supuesto, ya que en mi propio Caleidoscopio surrealista los hay, y más de la cuenta, algunos señalados por amigos y no tan amigos (e incorporados ya a una lista de adiciones y correcciones, en este mismo blog) y otros de los que no me debo haber ni enterado. Por tanto, apunto unos pocos con mero afán provechoso. En la entrada de España, se repite por enésima vez que en 1924 fue traducido el Primer manifiesto en la Revista de Occidente, pero lo único que hay es una reseña de Fernando Vela, titulada “Suprarealismo” (sic) y además llena de reservas, por no decir hostil. (Un escritor español, Juan-Eduardo Cirlot, que entabló importante relación con André Breton, y que fue en España un gran difusor del surrealismo, no se nombra en esta entrada ni tiene ninguna dedicada a él; y en cuanto al artista Miguel García Vivancos, hay que hilar fino, ya que es él quien se promocionó en París como “héroe anarquista”, cuando, a raíz de las fiables informaciones que sobre él da Miguel Amorós en La revolución traicionada, fue en realidad un negrinista simpatizante de los verdugos estalinistas, tuvo una conducta siniestra en la persecución del Poum y resultó funesto en la evacuación republicana a Francia). En el artículo de Cornell, La femme 100 têtes se ve convertida, a la usanza feminista, en La femme sans tête. La “Carta a los directores de los manicomios” no es de Antonin Artaud, quien se la solicitó a Robert Desnos y Théodore Fraenkel, redactándola aquel en su versión inicial; si es cierto que la idea era de Artaud, debe aclararse, quizás, que él no la escribió, ya que suelen considerarse todas aquellas incendiarias cartas como suyas (la de los rectores universitarios europeos se debe también, en su primera parte, a Michel Leiris). Por lo que respecta a Le marteau sans maître, señalado como el libro en que René Char “se distancia del surrealismo”, ello parece refutarlo el hecho de haber aparecido en las propias Éditions Surréalistes, y al menos sería bueno anotar ese dato. Y por último un lapsus, de la marca “muy habitual”: las Oeuvres vives de Gui Rosey aparecieron en 1963 y 1965, no 1983 y 1985.
En el capítulo bibliográfico, para terminar, voy a hacer algunas anotaciones también de intención solo enriquecedora, ya que este libro a mí mismo me ha aportado una decena de nuevas referencias. De Tanguy solo se cita el estudio de Patrick Waldberg, cuando la gran obra es el catálogo del centro Pompidou, 1982, con todos los textos capitales. El de Filosofía no sé si llegaba a tiempo de incluir Potence avec paratonnerre. Surréalisme et philosophie, de Georges Sebbag, publicado hace un año, pero quede aquí como referencia fundamental. De Sebbag también, en el artículo de Punto sublime, antes citar el admirable libro Le point sublime que el artículo “Le châpiteau étoilé”, y en el de Cafés podría nombrarse el que dedicó a esta cuestión en el volumen colectivo Théories des cafés. De Fleury Joseph Crépin merece sin duda apuntarse el soberbio volumen aparecido en Idée d’Art, 1999. De Benoît, esa joya de Filipacchi que debemos a Annie Le Brun (de quien también nos hubiera agradado mucho una presencia individualizada). De Claude Cahun, debe apuntarse que la monografía, ya modélica sin duda, que le consagró François Leperlier, fue revisada en un libro de 2006 que lo enriquece muchísimo (no se trata pues de una simple “segunda edición corregida y aumentada”). Curiosa es la bibliografía del artículo Arte primitivo, ya que está ausente de ella el espléndido libro Les totems d’André Breton. Surréalisme et primitivisme littéraire (L’Harmattan), cuyo autor es... uno de los colaboradores de este diccionario, Jean-Claude Blachère, quien hasta hubiera sido lógico que hiciera el artículo. Y cerrando ya, una extrañeza en la entrada de Benjamin Péret (y digo extrañeza porque lo ha hecho Jerôme Duwa, que conoce a la perfección la obra peretiana y hasta forma parte muy viva de la Asociation des Amis de Benjamin Péret), como es la de que no haya referencia al hermoso poema “Toute une vie”, que Péret escribió en la isla de Sein en 1949, dedicado a su amigo de toda una vida.
En suma, un libro en que los buenos conocedores de André Breton encontrarán muchas entradas irrelevantes, pero otras de notable interés y que se leen bien, y un trabajo serio, y evidentemente muy útil para quien se acerca sin los prejuicios de rigor a la obra y la figura del hombre que dio en todas las dianas y abrió todas las trincheras que había que abrir, quedando claro por mi parte que las observaciones críticas que le he hecho deben considerarse, si comparadas al conjunto y al resultado final, y no digamos a lo que suele llegar de las universidades usa y sus aláteres, pecata minuta.