El entierro más famoso de la historia del arte es sin duda el del Conde de Orgaz que pintó El Greco. Dejando aparte sus "valores plásticos", se trata de un cuadro lamentable, en que aparece la tramoya milagrera celestial glorificando a un meapilas cuya principal actividad era explotar a los campesinos de los que vivía y se alimentaba. Junto a él, toda la basura social de la época (y arriba, la Virgen, San Pedro, Moisés y no sé cuántos personajes ridículos más). Es un bello ejemplo del arte al servicio de los poderosos, que ha sido su función predominante desde que salió de la "prehistoria" hasta estos tristes años del siglo XXI de la era cristiana.
Afortunadamente, el surrealismo ofrece un entierro mucho más digno, y es el que se hizo Clovis Trouille en 1940:
La galería de cuadros Rimbot, que hubiera podido ser nuestra predilecta, se consagra a las "pinturas idiotas" que tanto amaba Rimbaud, y el propio Trouille nos informa que la bacinilla es una alusión a la anecdótica respuesta de Cézanne cuando le preguntaron qué iba a exponer en el próximo Salón. Pero no hay que perder un solo detalle de esta obra maestra.
Mi entierro me ha hecho pensar siempre en una de las delirantes narraciones oníricas que componen la sección "Primavera" de Crimen, de Agustín Espinosa, libro publicado seis años antes:
Estos dos entierros son sin duda muy superiores al del Greco, y mucho más divertidos que los que se le hicieron al propio surrealismo a lo largo de su historia, incluida la llamada "autodisolución" de los malhumorados Jean Schuster y camarilla, en 1969.