Charles Jameux formó parte del grupo surrealista parisino entre 1964 –año en que fue el más joven de los surrealistas en torno a André Breton– y 1969. Una reciente publicación suya arroja luz sobre esta figura poco
conocida en los medios del surrealismo, pero de gran interés. El título del
libro es Franc-maçonnerie: temps, mémoire, symboles. Chronique surréaliste
et franc-maçonne, y viene avalado por un prólogo de Jean-Pierre Lassalle.
Aparece en las Éditions Dervy, dentro de la colección Pierre Vivante que el
propio Jameux dirige y donde ya se han publicado Le surréalisme. Parcours
souterraine, de Patrick Lepetit, e Initiation et contes de fées, de
Bernard Roger.
En el primer capítulo, “Memoria de un
nombre, nombre de una memoria”, Jameux evoca sus años en el surrealismo. Tras
haber leído todo Nerval, todo Lautréamont y todo Rimbaud, descubre el
surrealismo, junto a su condiscípulo Georges Sebbag, a través del primer
manifiesto, algo que fue para él (y yo puedo decir lo mismo) como “un temblor
de tierra”, añadiendo: “La tendencia natural al solipsismo de mi carácter se
vio trastornada. No estoy solo, puesto que comparto con otros la revuelta total
contra la suerte indigna hecha por la sociedad al espíritu humano”. En 1964 se
incorpora a los encuentros de La Promenade de Venus, tras haber conectado con
el equipo de Positif. Al año siguiente, publicará una monografía sobre
Murnau y en 1968 será quien presente la ponencia sobre el cine en el famoso
encuentro de Cerisy (del que hace un par de años se osó dar un triste remedo
universitario). Jameux aparece en una conocida foto de 1967, o sea al año de la
muerte de Breton, en torno a Ted Joans, que estaba visitando París, junto a
Jehan Mayoux, Robert Benayoun, Jean Benoît, Annie Le Brun, Radovan Ivsic, Jorge
Camacho y otros. Entre esos otros no se encontraba Jean Schuster, a quien
Jameux ve justamente como el causante de la ruptura del grupo: en efecto,
Schuster, el “heredero autoproclamado” del surrealismo, “destruyó por su
autoritarismo y su rechazo del debate interno, toda posibilidad de actividad
colectiva”. Jameux califica de “especiosa” su distinción entre “surrealismo
histórico” y “surrealismo eterno” (que tan buena fortuna haría en los medios
académicos) y el apoyo incondicional que Schuster pretendía darle a la revolución
cubana, ya entonces plenamente convertida en dictadura y capitalismo de estado.
Pero Jameux no deja de expresar en estas páginas su “pasión, gratitud y
fidelidad perenne” al surrealismo, que le hizo entrever “los componentes
mayores del pensamiento analógico en Occidente: la alquimia, el hermetismo, los
esoterismos”.
En el capítulo segundo, Charles Jameux se
introduce en el tema de la francmasonería, a la que pertenece desde 1977, sin
implicar (o antes al contrario) ninguna pérdida de esa lucidez de revuelta que
es característica del surrealismo: así, celebra a quienes se han sabido
mantener a distancia (y, valiéndose de la expresión fourierista, en “écart
absolu”), de esta “civilización exangüe”, que define de un modo certero
como “totalitaria (internet e informática), represiva (encuadramiento
burocrático de los individuos), irrespirable (el reino de la cantidad),
mercantil (donde todo tiene un precio), en busca de la buena conciencia y de la
coartada compasiva que le facilitan a poco precio la ecología política y la
transición energética”.
El capítulo tercero, “El ideal iniciático”,
viene precedido por un epígrafe que no es otra cosa que la famosa cita de Vaché
sobre la esencia de los símbolos, lo que de paso anuncia el siguiente, sobre el
simbolismo masónico. El quinto se titula “La noche de los orígenes”, tema que
se continúa en el siguiente, donde Jameux determina el origen de la
francmasonería en la primera aparición documentada conocida de un símbolo no
operativo, o sea puramente especulativo, el templo de Salomón, en 1637 (¡la
fecha, como muy bien advierte Jameux, del siniestro Discurso del método!).
Pero sobre todo este volumen incluye al
final un texto extraordinario que Jean-Pierre Lassalle se anticipa al
calificarlo en su prefacio, con toda justicia, de “admirable”: “El barco de
fuego”, publicado autónomamente por el propio autor en 1980, donde afloran los
nombres de Breton, Fourier, Rabbe y Meyrink y en el que encontramos una
maravillosa invocación a la noche.
Posteriormente a Le vaisseau de feu,
Charles Jameux ha publicado Souvenirs de la maison des vivants (2008) y
–también en Dervy– L’art de la mémoire et la formation du symbolisme
maçonique (2010).
Este es un libro importante, para conocer a
otra de las figuras secretas del surrealismo parisino y tanto por su valor
testimonial como por el contenido específico de una materia que ha atraído a
muchos surrealistas.