Paris Thèbes es una de esas raras publicaciones que nos
devuelven al surrealismo quintaesencial, y a veces me pregunto si ello casi que
solo puede producirse precisamente, y a pesar de la debacle, en la ciudad donde
este movimiento surgió (y quizás también en aquella en que más potentemente se
proyectó, o sea Praga); hablo de lo maravilloso surrealista en su estado puro –el surrealismo de Nadja, de El campesino de París o de La libertad o el amor–, sin ganga añadida por el tiempo, o sin los elementos válidos que se fueron sumando
en otros lugares (y en París mismo), por mucho que estos hayan sido enriquecedores,
y a veces hasta decisivos. Esto es surrealismo crudo y duro, sin la más mínima
confusión tangencial (y sin que tampoco domine ninguna nostalgia), lo cual para
mí no puede significar sino lo mejor de lo mejor.
Presentado con la máxima economía, el cuaderno es una
gloria de contenido, en que tan soberbios son los textos de Claude-Lucien Cauët
como las imágenes de Pierre-André Sauvageot como la conjunción de estas y
aquellos. Podríamos hablar de un doble homenaje que en efecto remite a la
esencia original del surrealismo, o sea de un homenaje al París surrealista y
de otro a la pasión cinéfila de un Breton en sus años de forja, o a la que va de
un Desnos a un Kyrou o un Benayoun. El París es el de Eugène Atget, pero superado por la irrupción de imágenes
electrizantes en sus paisajes vacíos. Paris
Thèbes es también un filme de los que ya no se hacen, porque la imaginación
para hacerlos parece haber desaparecido tanto como el París de la primera mitad
del siglo pasado.
En el hilo argumental, tenemos a un narrador que posee el
pergamino de Thot, con el que quiere rescatar a la princesa que amó tres
noches, hace cuatro mil años; por su pasión transgresora, fue enterrado vivo y
ella envenenada y embalsamada, pero un imbécil egiptólogo que ha descubierto en
un filme el famoso pergamino, abre su tumba y lo resucita al leer “la fórmula”.
Nuestro resucitado aparece no en Luxour, sino en un París desértico, de muros,
puentes y escaleras con carteles cinematográficos, donde espera que el alma de
su princesa reviva en el cuerpo de una mujer contemporánea. Esa mujer se llama
Helena, y con ella visita el Louvre, donde está el sarcófago de la princesa,
pero un guardián siniestro se la lleva. Nosferatu presume de haberla violado en
unas escaleras de la ciudad, y también la busca Fantomas, quien afirma que es
su hija, a la que precisamente quiere hacer princesa (como ya lo intentó en su
saga). El Inaccesible hace huir a Nosferatu, pero sorprendentemente, tan valeroso
como ha sido siempre, siente miedo al acercársele por la calle el Dr. Caligari,
volviendo a su cartel. Para recuperar a Helena, nuestro campesino egipcio de París se dirige
primero a Sam Spade, pero este lo remite a Harry Dickson, quien, pese a ser
considerado un tipo “íntegro”, resulta ser un corrupto total, un verdadero
tipejo. Cuando todo parece perdido, se le aparece una mujer literalmente
erótico-velada, protegida desde su cartel por la mirada sublime de Irma Vep. El final es enigmático, como quedan en el aire otros enigmas menores (¿por qué Fantomas siente miedo de Caligari?, ¿por qué Sam Spade se niega a llevar el caso que le encomiendan?).
El relato se estructura en forma de cinco enigmas que le
dirigen al héroe del relato un tocador de organillo, un gato sagrado, una
danzarina oriental, un pájaro y la “fatalmente bella” Pam Revi, quien no es
otra que la mujer encontrada al azar, cuando ya la desesperanza se apoderaba
del atribulado protagonista. En cuanto a las imágenes –me hubiera gustado
reproducirlas todas–, encontramos en ellas los carteles de La momia, The mummy’s shroud,
Caligari, Fantomas, M, Los vampiros, Retorno al pasado, Envuelto
en la sombra, El halcón maltés y To be or not to be. En la primera de
ellas, un personaje que recuerda tanto a Broderick Crawford como a E.L.T.
Mesens, avanza bajo un puente hacia una escalera donde está saliendo de su caja
la preciosa embalsamada.
Esta publicación me ha calado hondo, y lo ha hecho desde su
portada, ya que, en mi descubrimiento de París –junio de 1986–, una de las 80 ó
90 fotos que tomé (heroicos tiempos aquellos en que nadie registraba chorradas,
sino lo que juzgaba esencial) fue precisamente la del Passage du Caire, no solo
por el lugar –fui siguiendo el itinerario de los pasajes que describía la
fantástica Guide de Parys mystérieux–,
con sus efigies de Hathor (diosa del amor, la alegría, la danza y la música,
que tenía orejas de vaca), sino por un detalle pintoresco en el centro de la
cornisa: la nada egipcia caricatura del pobre narizudo Bougenier (luego pintor
y fotógrafo), objeto de las burlas de sus compañeros de estudio allá por 1820.
Paris Thèbes es un modelo de obra íntegramente original, o sea que sabe conciliar los
dos sentidos de la palabra: como creación que ni copia ni imita, sino que es,
por decirlo con los lexicógrafos, “fruto de la creación espontánea y se
distingue por su novedad”, y como vuelta a los orígenes, lo que me ha hecho
pensar en las deslumbrantes palabras finales de Poisson soluble: “Los muros de París habían sido cubiertos con
carteles que representaban a un hombre disfrazado de lobo blanco, que tenía en
la mano izquierda la llave de los campos. Y ese hombre era yo”. Claude-Lucien
Cauët y Pierre-André Sauvageot, a quien debemos muchas aportaciones al
surrealismo en la última década, poseen también esa “llave de los campos”.
"Decididamente, mi imaginación continúa inspirándome combinaciones maravillosas" (Fantomas, en La cravate de chanvre).
claude.cauet@orange.fr
"Decididamente, mi imaginación continúa inspirándome combinaciones maravillosas" (Fantomas, en La cravate de chanvre).
claude.cauet@orange.fr