Vivir completamente alejado de
las grandes librerías, por no hablar de las pequeñas pero especializadas,
acarrea el problema de que a veces se encargan libros que son un fiasco, porque
de haberlos tenido uno en las manos nunca los hubiera comprado. En sentido
inverso, se escapan libros que se piensa no tienen interés suficiente, o que
son demasiado caros para lo que se espera de ellos. Dos buenos amigos –los
amigos son lo único de que podemos sentirnos orgullosos– me salvan estos días
de sendos errores, uno al enviarme regalado Sade. Attaquer le soleil y
el otro al elogiarme el catálogo André Breton. La maison de verre, cuya
exposición lo hizo viajar a Cahors. El primero suponía yo que era un conjunto
más de reproducciones, con algún texto breve de Annie Le Brun, cuyos estudios
sadianos ya conozco bien. El segundo parecía un vulgar pretexto para juntar
obras de o cercanas a Breton en una muestra que a los cagatintas de Francia
permitió reactivar unos días lo del “papa del surrealismo”.
La exposición de Sade, como ya se
vio, ha desatado una polémica entre la pusilanimidad reinante, que, a mi
entender, lo que viene a revelar es la plena vigencia de su poder subversivo.
El catálogo (Musée d’Orsay/Gallimard) es impresionante, con más de 300 páginas
acompañadas de una nutrida y exigente selección de ilustraciones, muchas
secretas y casi todas violentas y/o eróticas, que van de lo espeluznante a lo
hilarante, o no hubiera sido el Marqués un genio del humor –Breton muy bien que
lo supo, al incluirlo con todos los honores en el increíble florilegio de su Antología
del humor negro, uno de los más grandes libros del siglo XX. El ensayo de
Annie Le Brun no es un parafraseo de Sade. De pronto un bloque de abismo,
sino una reflexión tan nueva como profunda, desgranada en ocho capítulos
(“Atacar el sol”, “Ver en la noche del cuerpo”, “Humano, demasiado humano,
inhumano”, “El deseo de atrapar el deseo”, “Inversión de perspectiva”,
“Absolutamente ateo”, “El deseo como principio de exceso” y “Primera conciencia
física del infinito”) más una conclusión (“La noche de los relámpagos”). El
título del primer capítulo, o sea el del propio catálogo, se toma de este
pasaje sadiano: “Cuántas veces, maldición, no he deseado que se pueda atacar el
sol, privar de él al universo, o servirse de él para abrasar el mundo?”
Las reflexiones de Annie Le Brun
remiten a las imágenes que las acompañan, de todo tipo, pero cuyo valor, como
quería Sade, se sitúa fuera del cuadro estético, ya que se trata de medirlas
por su efecto de turbación física. Hay momentos en que la escritura de
Annie Le Brun hace pensar en el Breton de L’art magique, no yéndole a la
zaga cuando habla de Fuseli, de Ingres, de Kubin, de Moreau, de Redon, de
Styrsky, de Benoît, de La muerte de Sardanápalo, de Les demoiselles
d’Avignon o del romanticismo francés. Y como André Breton, Annie Le Brun no
puede sino exaltarse cuando se acerca a este inquebrantable defensor de su
libertad y que tuvo la valentía de no engañarse, de poner al desnudo la
sociedad de su tiempo y la ferocidad del bicho humano.
En “La noche de los relámpagos”,
Annie Le Brun se ocupa sucintamente de la posteridad sadiana: siglo XIX, el
decisivo Apollinaire y por fin los surrealistas, con Robert Desnos, Max Ernst,
Maurice Heine, André Breton, etc., situando al fin en el candelero la cuestión
central del deseo. Aunque sea algo cándido pensar que la exposición y su
catálogo puedan tener algún efecto, sí que suponen un antídoto a un presente en
que “el horizonte se ha estrechado hasta el punto en que el comercio de las
ideas se ha convertido en una feria de trampantojo para engañarnos tanto sobre
el mundo como sobre nosotros mismos”.
Lo mejor que yo puedo decir de
este libro extraordinario es que ha reavivado mi viejo entusiasmo por el
Marqués y que funciona como un óptimo recargador de energía frente a tanta
blandenguería, incluida la que exuda algunas veces el propio surrealismo
“actual”.
*
El catálogo del Museo de Cahors
se interesa por Breton en su relación con Saint-Cirq-Lapopie y el Lot. Como se
sabe, Breton descubre Saint-Cirq-Lapopie durante su viaje hacia la “Ruta sin
fronteras”, del movimiento de “Ciudadanos del mundo”. Como acabará por
instalarse en el viejo Albergue de los Marinos, la idea de la exposición es
abordar el puente de la villa norteña con la Rue Fontaine, y de ahí que haya un
capítulo dedicado a su espacio parisino (con la gran riqueza iconográfica que
este exige), otro al “azar objetivo en Saint-Cirq-Lapopie” y otro al movimiento
impulsado por Garry Davis, quien acabaría como era de esperar, aparte haber
tenido la adhesión de gente como Sartre y el abbé Pierre (estas son las
“aperturas” del surrealismo).
El catálogo reúne una bella
colección de obras y documentos, algunos inéditos, con breves comentarios de
varias firmas, entre ellas la de Georges Sebbag, quien, por ejemplo, evoca la
pasión bretoniana por las ágatas. Una cuarta sección se dedica a “Las mujeres:
modelos y artistas”, con la foto de Baya (quien se lleva, con Nadja, la parte
del león) reproducida aquí hace siete días.
Abundantes son, sin duda, las
imágenes bellas e interesantes de este catálogo, pero yo me limitaré a destacar
las siguientes: los dos montajes de Elisa Breton (¿cuándo reunirá una pequeña
monografía todo lo que hizo, dotado de un encanto único y especial, y ejemplo
de esa ausencia de pretenciosidad que encontramos en lo mejor del surrealismo?),
El espejo de André Breton de Paul Duchein (1989) y uno de los tres enigmáticos
talismanes de bronce regalados por Maurice Fourré a Breton cuando este le
publicó La nuit du Rose-Hôtel. La última imagen da pie a una nota muy
jugosa de Constance Krebs, donde descubrimos que Breton, al decirle a Maurice
Fourré que uno de los talismanes lo acompaña siempre, le alude al “petit
fouleur de lune” que blande un sol, origen más que probable del siguiente
título de Fourré: Fleur de lune.
Si André Breton es por lo general
objeto de los ataques más ignorantes, bajos o insidiosos, aquí nos encontramos
con la otra cara de la moneda. En una ocasión se dice de él que “en el fondo,
es la dulzura misma”, y tampoco es eso, y en otra que su famoso deseo del final
de L’amour fou al bebé Aube es “el más bello canto que se conoce elevado
a la procreación, a la perpetuación de la especie”. ¡Caramba! ¡Breton apóstol
de la natalidad! ¡Sade venga en nuestra ayuda! (Por mi parte sobre esa
cuestión, creo que, una vez exterminadas las culturas “primitivas” y los
amerindios reducidos a “reservas”, lo mejor que quizás podía ocurrir es que la
tal especie desapareciera de la faz de la Tierra.)
*
Me escribe otro visitante del
Musée d’Orsay que la principal ausencia de la exposición es el gran Clovis
Trouille, pintor surrealista y anarquista cuya obra no ha envejecido ni una
arruga y que fue toda su vida un fanático del Marqués. Uno de sus más celebres
cuadros es Justine (1957), pero aquí tenemos otro, titulado Dolmancé
y sus fantasmas de lujuria (1959), también conocido como Dolmancé en su
castillo de Lacoste y Lujuria, o los ensueños del Marqués de Sade.
Recuérdese que Dolmancé es el protagonista masculino de La filosofía en el
tocador.