miércoles, 21 de enero de 2015

Sade, Breton, Sade


Vivir completamente alejado de las grandes librerías, por no hablar de las pequeñas pero especializadas, acarrea el problema de que a veces se encargan libros que son un fiasco, porque de haberlos tenido uno en las manos nunca los hubiera comprado. En sentido inverso, se escapan libros que se piensa no tienen interés suficiente, o que son demasiado caros para lo que se espera de ellos. Dos buenos amigos –los amigos son lo único de que podemos sentirnos orgullosos– me salvan estos días de sendos errores, uno al enviarme regalado Sade. Attaquer le soleil y el otro al elogiarme el catálogo André Breton. La maison de verre, cuya exposición lo hizo viajar a Cahors. El primero suponía yo que era un conjunto más de reproducciones, con algún texto breve de Annie Le Brun, cuyos estudios sadianos ya conozco bien. El segundo parecía un vulgar pretexto para juntar obras de o cercanas a Breton en una muestra que a los cagatintas de Francia permitió reactivar unos días lo del “papa del surrealismo”.
La exposición de Sade, como ya se vio, ha desatado una polémica entre la pusilanimidad reinante, que, a mi entender, lo que viene a revelar es la plena vigencia de su poder subversivo. El catálogo (Musée d’Orsay/Gallimard) es impresionante, con más de 300 páginas acompañadas de una nutrida y exigente selección de ilustraciones, muchas secretas y casi todas violentas y/o eróticas, que van de lo espeluznante a lo hilarante, o no hubiera sido el Marqués un genio del humor –Breton muy bien que lo supo, al incluirlo con todos los honores en el increíble florilegio de su Antología del humor negro, uno de los más grandes libros del siglo XX. El ensayo de Annie Le Brun no es un parafraseo de Sade. De pronto un bloque de abismo, sino una reflexión tan nueva como profunda, desgranada en ocho capítulos (“Atacar el sol”, “Ver en la noche del cuerpo”, “Humano, demasiado humano, inhumano”, “El deseo de atrapar el deseo”, “Inversión de perspectiva”, “Absolutamente ateo”, “El deseo como principio de exceso” y “Primera conciencia física del infinito”) más una conclusión (“La noche de los relámpagos”). El título del primer capítulo, o sea el del propio catálogo, se toma de este pasaje sadiano: “Cuántas veces, maldición, no he deseado que se pueda atacar el sol, privar de él al universo, o servirse de él para abrasar el mundo?”
Las reflexiones de Annie Le Brun remiten a las imágenes que las acompañan, de todo tipo, pero cuyo valor, como quería Sade, se sitúa fuera del cuadro estético, ya que se trata de medirlas por su efecto de turbación física. Hay momentos en que la escritura de Annie Le Brun hace pensar en el Breton de L’art magique, no yéndole a la zaga cuando habla de Fuseli, de Ingres, de Kubin, de Moreau, de Redon, de Styrsky, de Benoît, de La muerte de Sardanápalo, de Les demoiselles d’Avignon o del romanticismo francés. Y como André Breton, Annie Le Brun no puede sino exaltarse cuando se acerca a este inquebrantable defensor de su libertad y que tuvo la valentía de no engañarse, de poner al desnudo la sociedad de su tiempo y la ferocidad del bicho humano.
En “La noche de los relámpagos”, Annie Le Brun se ocupa sucintamente de la posteridad sadiana: siglo XIX, el decisivo Apollinaire y por fin los surrealistas, con Robert Desnos, Max Ernst, Maurice Heine, André Breton, etc., situando al fin en el candelero la cuestión central del deseo. Aunque sea algo cándido pensar que la exposición y su catálogo puedan tener algún efecto, sí que suponen un antídoto a un presente en que “el horizonte se ha estrechado hasta el punto en que el comercio de las ideas se ha convertido en una feria de trampantojo para engañarnos tanto sobre el mundo como sobre nosotros mismos”.
Lo mejor que yo puedo decir de este libro extraordinario es que ha reavivado mi viejo entusiasmo por el Marqués y que funciona como un óptimo recargador de energía frente a tanta blandenguería, incluida la que exuda algunas veces el propio surrealismo “actual”.

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El catálogo del Museo de Cahors se interesa por Breton en su relación con Saint-Cirq-Lapopie y el Lot. Como se sabe, Breton descubre Saint-Cirq-Lapopie durante su viaje hacia la “Ruta sin fronteras”, del movimiento de “Ciudadanos del mundo”. Como acabará por instalarse en el viejo Albergue de los Marinos, la idea de la exposición es abordar el puente de la villa norteña con la Rue Fontaine, y de ahí que haya un capítulo dedicado a su espacio parisino (con la gran riqueza iconográfica que este exige), otro al “azar objetivo en Saint-Cirq-Lapopie” y otro al movimiento impulsado por Garry Davis, quien acabaría como era de esperar, aparte haber tenido la adhesión de gente como Sartre y el abbé Pierre (estas son las “aperturas” del surrealismo).
El catálogo reúne una bella colección de obras y documentos, algunos inéditos, con breves comentarios de varias firmas, entre ellas la de Georges Sebbag, quien, por ejemplo, evoca la pasión bretoniana por las ágatas. Una cuarta sección se dedica a “Las mujeres: modelos y artistas”, con la foto de Baya (quien se lleva, con Nadja, la parte del león) reproducida aquí hace siete días.
Abundantes son, sin duda, las imágenes bellas e interesantes de este catálogo, pero yo me limitaré a destacar las siguientes: los dos montajes de Elisa Breton (¿cuándo reunirá una pequeña monografía todo lo que hizo, dotado de un encanto único y especial, y ejemplo de esa ausencia de pretenciosidad que encontramos en lo mejor del surrealismo?), El espejo de André Breton de Paul Duchein (1989) y uno de los tres enigmáticos talismanes de bronce regalados por Maurice Fourré a Breton cuando este le publicó La nuit du Rose-Hôtel. La última imagen da pie a una nota muy jugosa de Constance Krebs, donde descubrimos que Breton, al decirle a Maurice Fourré que uno de los talismanes lo acompaña siempre, le alude al “petit fouleur de lune” que blande un sol, origen más que probable del siguiente título de Fourré: Fleur de lune.
Si André Breton es por lo general objeto de los ataques más ignorantes, bajos o insidiosos, aquí nos encontramos con la otra cara de la moneda. En una ocasión se dice de él que “en el fondo, es la dulzura misma”, y tampoco es eso, y en otra que su famoso deseo del final de L’amour fou al bebé Aube es “el más bello canto que se conoce elevado a la procreación, a la perpetuación de la especie”. ¡Caramba! ¡Breton apóstol de la natalidad! ¡Sade venga en nuestra ayuda! (Por mi parte sobre esa cuestión, creo que, una vez exterminadas las culturas “primitivas” y los amerindios reducidos a “reservas”, lo mejor que quizás podía ocurrir es que la tal especie desapareciera de la faz de la Tierra.)
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Me escribe otro visitante del Musée d’Orsay que la principal ausencia de la exposición es el gran Clovis Trouille, pintor surrealista y anarquista cuya obra no ha envejecido ni una arruga y que fue toda su vida un fanático del Marqués. Uno de sus más celebres cuadros es Justine (1957), pero aquí tenemos otro, titulado Dolmancé y sus fantasmas de lujuria (1959), también conocido como Dolmancé en su castillo de Lacoste y Lujuria, o los ensueños del Marqués de Sade. Recuérdese que Dolmancé es el protagonista masculino de La filosofía en el tocador.