La semblanza que dediqué a Robert Green en Caleidoscopio surrealista está actualizada así, con vistas a la edición segunda (y última) de dicho libro, que proyecta su aparición para el otoño de 2015:
“Poeta, ensayista, pintor y soberbio escultor, cofundador del grupo de Chicago. En 1976, el n. 3 de Arsenal nos informa que ha estado encarcelado en México, publicando «Deliciosa navegación», reflexiones firmadas en la penitenciaria de Cerro Hueco, Chiapas. Dos años después es él quien hace el «Dominio de Faustroll» para la exposición «Marvelous Freedom/Vigilance of Desire», que le debió su estructura laberíntica y en cuyo catálogo hay también un texto suyo sobre el automatismo. De 1978, en The Octopus-Typewriter, es «Against the art racket», a propósito del contubernio arte-capital, y de 1980, en Surrealism and its popular accomplices, un breve pero esencial texto sobre la «escultura espontánea», donde expone bellamente el punto de vista surrealista sobre la escultura. En 1983, su exposición en la galería Platybus de Evenston llevó el catálogo «Surrealism now and forever!», y al año siguiente se publicó, en las Surrealist Editions, un libro suyo con dibujos y siete poemas: Seditious mandibles. Su mejor texto tal vez sea «Por la inmediata destrucción de los rascacielos: Notas sobre la arquitectura moderna» (Arsenal, n. 4, 1989), en que sueña con un mundo «sin arquitectos, sin agentes inmobiliarios, sin banqueros, sin contratistas, sin abogados y sin compañías de seguro»; en el mismo número, unas frases suyas acompañan una serie de collages de Debra Taub y Edouard Jaguer lo aborda en tanto «surrealista americano». En 1992 firmaba el panfleto contra la celebración del «descubrimiento» de América, y en 2013 aparecía Unscripted journeys, donde narra sus aventuras de los años 70 por la tierra de los mayas.”
Unscripted journeys es la obra que nos ocupa, ya que ha salido hace un par de meses, como libro electrónico. A lo largo de unas 80 páginas, orquestadas en 18 capítulos, Robert Green relata una serie de viajes “improvisados” (que es como a él le gustan los viajes), por México, Honduras y Guatemala.
El libro lleva, aparte un mapa de las zonas transitadas, varias ilustraciones, con la reproducción de cuatro óleos, dos dibujos y una escultura, más una serie de fotografías en los capítulos finales, estos no de Robert Green, poco proclive a ir sacando fotos mientras viaja.
Uno de los dibujos es muy interesante, ya que, hecho en un café de Oaxaca, dio origen a un fenómeno de azar objetivo. Robert Green lo refiere en el capítulo segundo.
La parte del león se la lleva la narración del misterioso encarcelamiento mejicano, misterioso porque nunca supo de qué lo acusaron, aunque posteriormente se enterara de que poco antes de su detención, por motivos electorales, Richard Nixon había expulsado de la frontera a los trabajadores rurales mejicanos, en represalia de lo cual debe haber ocurrido el atropello que sufrieron él, su compañera Debra y un pequeño grupo más de “gringos” (sobre Debra Taub, otra de las figuras originarias del grupo Arsenal, hemos hablado aquí mismo al abordar los números 10 y 12 de los Noa-noas de Mário Cesariny). Los primeros cuatro capítulos hablan, entre otras cosas, de los indios zapotecas, y en el quinto es cuando toca a la puerta la policía mejicana, justo el día –marzo de 1974– en que ya se iban ellos para Guatemala. Permanecen dos semanas incomunicados, para luego ser trasladados a la prisión de Cerro Hueco, durando la “aventura” casi un año. Lo que se retrata en ella es el horror estatal, con momentos puramente kafkianos. Horror hay también en un personaje siniestro que fue detenido con ello, un tal John, fanático religioso que se dedicaba a convertir a los indios, y que quería al final seguir en prisión para continuar salvando vidas. Como ya no lo aguantan allí, le agradece a “Dios” por haberlo favorecido, y por ello dice que va a trabajar duro sirviéndole en el lugar de donde venía, San Cristóbal, pero lo mandan a cruzar la frontera, no sin que antes bendiga, con un aire de superioridad moral, a sus desdichados compañeros de encierro. De este enigmático personaje, un típico tarado e hipócrita religioso, sospechan los demás que se ocultaba en San Cristóbal por haberse cargado a su mujer, a la que ya había agredido cuando descubrió que usaba anticonceptivos.
En la cárcel de Cerro Hueco, Robert Green colecciona insectos y hace dibujos, pequeñas pinturas y la escultura que se reproduce en el libro. Se toma la historia de un modo muy filosófico, comparándose a un etnólogo que tuviera que recorrer las incómodas junglas del Brasil. Uno de los detenidos le hace partícipe de un proyecto de fuga, que considera como un “derecho” del prisionero: la obligación de los carceleros, le dice, es que nadie se escape, y por tanto la de los prisioneros es escaparse. ¡Y vaya si esta es no es la lógica que nos gusta!
Mientras, el grupo surrealista de Chicago intercede sin éxito por sus dos amigos encarcelados. La detención y tortura aleccionadora de un fugitivo los disuade de la fuga, pero al fin, pasados ya nueve meses, se les permite la libertad bajo fianza. No tienen dinero, de modo que los intentos por conseguirlo demoran aún más la liberación. Son trasladados a Ciudad de México, donde firman su deportación a condición de que no vuelvan en 10 años al país. Ya en la frontera, la infamia burocrático-autoritaria prosigue con los agentes aduaneros de su propio país.
Evidentemente, pocas o ningunas ganas le deberían quedar a Robert Green de volver a México, pero existe, por suerte, una cosa que se llama fascinación. Esta América central escapaba aún (y apuesto que no escapa ya) a la monotonía civilizadora, a esa uniformización (“monocultura”, es el término que emplea él) en que el mundo se abisma día a día, de modo que he aquí de nuevo a nuestros héroes, al año siguiente, en el Yucatán, con el riesgo de que una detención accidental revele la ilegalidad de su estancia, apareciendo en el capítulo 16 los indios de Chiapas –a cuya célebre revuelta posterior alude el viajero– y las ruinas mayas de Oaxaca.
Un año después se dirigen a ver las ruinas hacía poco descubiertas de Copán, lugar de Honduras, que, por su lejanía, escapaba aún (y apuesto que no escapa ya) a la peste turística. Este capítulo y el siguiente abundan en fotografías, sacadas por Dave, un amigo de Chicago con quien están haciendo el viaje. Allí vestía la gente como cowboys más que como indios, a diferencia de lo que ocurría en Guatemala. En las fotos vemos enormes árboles sobre las pirámides, esculturas, tallas, estelas.
El capítulo final se dedica a las ruinas quiriguas, con la estancia en un lugar paradisiaco del Río Dulce. Se quedan en unas cabañas sobre el agua y visitan las aledañas Seven Sisters, conjunto de siete cascadas en la jungla, donde se había filmado uno de los clásicos de Tarzán de los monos. Quizás a Robert Green le hubiera gustado saber que las Seven Sisters eran también siete hermanas de Nueva Orleans que, a principios del siglo XX, se dedicaban a las artes vudús (y a la venta de licor de contrabando); Funny Papa Smith las cantó en un maravilloso blues de dos caras grabado en 1931, donde refiere cómo una de ellas le dio, sonriendo, este maravilloso consejo: “Go devil and destroy the world”...
R. Green, D. Taub, F. Rosemont, cadáver exquisito, 1984 |