viernes, 21 de diciembre de 2018

Silbermann / Picabia


Sevendoc añade dos títulos a su colección que merecen resaltarse. El de Picabia porque lo ha realizado Rémy Ricordeau, que ya hizo un buen trabajo con Benjamin Péret. El de Silbermann porque lo ha realizado él mismo y es hasta ahora el que más escapa a las convencionalidades de este género antipático que es el documental biográfico.
Jean-Claude Silbermann, tras recibir la revelación de la modernidad poética con la lectura de Apollinaire, se une al surrealismo en 1955, cuando solo tenía 20 años. Va a desarrollar una obra única, caracterizada sobre todo por las figuras recortadas con un sentido de lo maravilloso verdaderamente infalible, que posee toda la fantasía y el color de las mejores creaciones populares, no siendo casual que otro momento de revelación se lo haya dado una de esas simpáticas figuras de cocineros, en madera o en latón, que a la puerta de las casas de comida anuncian el menú, aún hoy en día. En total, entre dibujos, acuarelas, recortes y objetos, Silbermann ha realizado unas diez piezas por año, lo que es poco si comparado a la profusión tantas veces absurda (cuando no desvergonzada) de que dan muestra los artistas de toda índole, o sea incluidos músicos, poetas, novelistas, etc. Muchas de esas piezas pueden disfrutarse a lo largo de la hora y media que dura esta película dividida en capítulos y donde se celebra la presencia intermitente de su viejo amigo Georges Sebbag, quien pasea y dialoga con él y con quien interroga a una sorprendente figura esfíngica que habita un árbol. Menos agradable es la presencia de una ventrílocua (el fenómeno de la ventriloquía me ha resultado siempre algo siniestro) y no digamos la insistencia musical, que una vez más me recordó aquel genial “Silencio de oro” de André Breton, uno de sus textos más vigentes y necesarios.
Excelente es también la intervención de Christian Bernard, fundador del Mamco de Ginebra, quien comenta de manera magistral la asombrosa instalación Babil-Babylone, iniciada en 1983 y que Bernard hace acompañar, para su exposición, de unas expectantes muñecas hopis. Otro momento intenso es el que permite admirar el libro en corcho, recortado y pintado al óleo, que Silbermann dedicó a su mujer, Marijo. Y hay también una secuencia con André Breton moviéndose por su estudio.
La unidad de la inspiración de Silbermann es un asombro, sin que pueda hablarse en él ni de “evolución” ni de “etapas”. Un constante maravillamiento, en que la partida esencial la juega el automatismo, sobre el cual habla al comienzo de la película como de un “vuelco único en Occidente” y que distingue con contundencia del de un Pollock por suponer este, en última instancia, “un retroceso del pensamiento”.
En el “equipo técnico” de la película aparecen grandes figuras del cosmorama surrealista (Breton, Péret, Desnos, Duchamp, Picabia, Yves Laloy, Apollinaire, Reverdy, Freud, Nietzsche, Ducasse, Cros, Nouveau, Carroll)  o de esas elecciones más particulares que cada cual tiene (Emily Dickinson, Robert Walser, Fernando Pessoa, Charles Laughton), pero la temperatura baja a cero con los nombres fatídicos de Jean Schuster y Claude Courtot, los apóstoles del liquidacionismo surrealista, o Silbermann no se hubiera subido en 1969 a su carroza –aunque por suerte sin la agresividad de ellos, y además continuando una obra impecable e imperturbable, que lo distingue rotundamente de la insignificancia o nulidad en que aquellos desembocaron tras el 69.
El libreto que acompaña al disco es también uno de los más atractivos de la colección, y al final reproduce las letras de las canciones interpretadas por el grupo pop Chien de Faïence (con el que colabora Silbermann desde 1976), letras deliciosas que nos muestran al poeta en versos que también es Jean-Claude Silbermann.
Las intervenciones de Silbermann en las revistas y catálogos del grupo surrealista de París son interesantísimas y merecen ser recopiladas, junto a sus restantes escritos y en particular sus poesías. Falta, más aún, aunque el Museo de Bellas Artes de Brest ya haya hecho en 2007 una buena labor con Le pointillé clandestine, una sólida monografía sobre su obra, que no se asemeja a ninguna otra y que parece siempre acabada de realizarse, tan fresca como el rocío de mayo. Silbermann es único, y esta película permite al menos una amplia visión de sus trabajos, a falta de la publicación mayor que tendrá que llegar.

Jean-Claude Silbermann, Autorretrato, 1958

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El volumen de Picabia es más predecible. La típica música cargante (¡esos pianos! ¡esas orquestas!) irrumpe de vez en cuando, aunque sin excesos, y los críticos de arte que intervienen (Arnauld Pierre y Aurélie Verdier) lo hacen bastante bien. De archivos se oye la voz de Picabia y varias veces habla Gabrielle Buffet cuando ya no tenía ni dientes, aunque su memoria aún carburaba. Y sobre todo se cuenta con la presencia de Annie Le Brun y Jean-Jacques Lebel, cuyos comentarios son muy precisos y muy inteligentes. En fin, un buen número que nos lleva durante hora y media a la figura y al mundo plástico de un personaje extraordinario.