Sevendoc añade dos títulos a su colección
que merecen resaltarse. El de Picabia porque lo ha realizado Rémy Ricordeau,
que ya hizo un buen trabajo con Benjamin Péret. El de Silbermann porque lo ha
realizado él mismo y es hasta ahora el que más escapa a las convencionalidades
de este género antipático que es el documental biográfico.
Jean-Claude Silbermann, tras recibir la
revelación de la modernidad poética con la lectura de Apollinaire, se une al
surrealismo en 1955, cuando solo tenía 20 años. Va a desarrollar una obra
única, caracterizada sobre todo por las figuras recortadas con un sentido de lo
maravilloso verdaderamente infalible, que posee toda la fantasía y el color de
las mejores creaciones populares, no siendo casual que otro momento de revelación
se lo haya dado una de esas simpáticas figuras de cocineros, en madera o en
latón, que a la puerta de las casas de comida anuncian el menú, aún hoy en día.
En total, entre dibujos, acuarelas, recortes y objetos, Silbermann ha realizado
unas diez piezas por año, lo que es poco si comparado a la profusión tantas
veces absurda (cuando no desvergonzada) de que dan muestra los artistas de toda
índole, o sea incluidos músicos, poetas, novelistas, etc. Muchas de esas piezas
pueden disfrutarse a lo largo de la hora y media que dura esta película
dividida en capítulos y donde se celebra la presencia intermitente de su viejo
amigo Georges Sebbag, quien pasea y dialoga con él y con quien interroga a una
sorprendente figura esfíngica que habita un árbol. Menos agradable es la presencia de una
ventrílocua (el fenómeno de la ventriloquía me ha resultado siempre algo
siniestro) y no digamos la insistencia musical, que una vez más me recordó
aquel genial “Silencio de oro” de André Breton, uno de sus textos más vigentes
y necesarios.
Excelente es también la intervención de
Christian Bernard, fundador del Mamco de Ginebra, quien comenta de manera
magistral la asombrosa instalación Babil-Babylone, iniciada en 1983 y
que Bernard hace acompañar, para su exposición, de unas expectantes muñecas
hopis. Otro momento intenso es el que permite admirar el libro en corcho,
recortado y pintado al óleo, que Silbermann dedicó a su mujer, Marijo. Y hay
también una secuencia con André Breton moviéndose por su estudio.
La unidad de la inspiración de Silbermann es
un asombro, sin que pueda hablarse en él ni de “evolución” ni de “etapas”. Un
constante maravillamiento, en que la partida esencial la juega el automatismo,
sobre el cual habla al comienzo de la película como de un “vuelco único en
Occidente” y que distingue con contundencia del de un Pollock por suponer este,
en última instancia, “un retroceso del pensamiento”.
En el “equipo técnico” de la película
aparecen grandes figuras del cosmorama surrealista (Breton, Péret, Desnos,
Duchamp, Picabia, Yves Laloy, Apollinaire, Reverdy, Freud, Nietzsche, Ducasse, Cros,
Nouveau, Carroll) o de esas elecciones
más particulares que cada cual tiene (Emily Dickinson, Robert Walser, Fernando
Pessoa, Charles Laughton), pero la temperatura baja a cero con los
nombres fatídicos de Jean Schuster y Claude Courtot, los apóstoles del
liquidacionismo surrealista, o Silbermann no se hubiera subido en 1969 a su carroza
–aunque por suerte sin la agresividad de ellos, y además continuando una obra impecable e imperturbable, que lo distingue rotundamente de la insignificancia o nulidad en que aquellos desembocaron tras el 69.
El libreto que acompaña al disco es también uno de los más atractivos de la colección, y al final reproduce las letras de las canciones interpretadas por el grupo pop Chien de Faïence (con el que colabora Silbermann desde 1976), letras deliciosas que nos muestran al poeta en versos que también es Jean-Claude Silbermann.
El libreto que acompaña al disco es también uno de los más atractivos de la colección, y al final reproduce las letras de las canciones interpretadas por el grupo pop Chien de Faïence (con el que colabora Silbermann desde 1976), letras deliciosas que nos muestran al poeta en versos que también es Jean-Claude Silbermann.
Las intervenciones de Silbermann en las
revistas y catálogos del grupo surrealista de París son interesantísimas y
merecen ser recopiladas, junto a sus restantes escritos y en particular sus
poesías. Falta, más aún, aunque el Museo de Bellas Artes de Brest ya haya hecho en
2007 una buena labor con Le pointillé clandestine, una sólida monografía
sobre su obra, que no se asemeja a ninguna otra y que parece siempre acabada de
realizarse, tan fresca como el rocío de mayo. Silbermann es único, y esta
película permite al menos una amplia visión de sus trabajos, a falta de la
publicación mayor que tendrá que llegar.
Jean-Claude Silbermann, Autorretrato, 1958 |
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El volumen de Picabia es más predecible. La
típica música cargante (¡esos pianos! ¡esas orquestas!) irrumpe de vez en
cuando, aunque sin excesos, y los críticos de arte que intervienen (Arnauld
Pierre y Aurélie Verdier) lo hacen bastante bien. De archivos se oye la voz de
Picabia y varias veces habla Gabrielle Buffet cuando ya no tenía ni dientes,
aunque su memoria aún carburaba. Y sobre todo se cuenta con la presencia de
Annie Le Brun y Jean-Jacques Lebel, cuyos comentarios son muy precisos y muy
inteligentes. En fin, un buen número que nos lleva durante hora y media a la
figura y al mundo plástico de un personaje extraordinario.