Esta nueva publicación de las ediciones Solsticio toca una cuestión que me
es particularmente cara. En efecto, desde los años más juveniles me revolvía yo
contra los irrisorios cuando no deleznables nombres de las calles urbanas, e
iniciaba el hábito de hacerme tarjetas de visita con direcciones inventadas. Allá
por mediados los años 70, un amigo de Las Palmas fue a verme un día al sur de
la isla y preguntó a los vecinos del Puerto de Mogán por la Calle de la
Alquimia, donde vivía Juan Llampallas, “librero y anticuario”. Allí me había
alquilado por unos meses una casa sin luz, pero con una asombrosa pared en que
algunos hippies habían pintado una noche del desierto, atravesada por la letra
y las notas musicales de Summertime.
Luego, el Puerto de Mogán fue arrasado por un complejo turístico inicialmente
“modélico”, hasta convertirse en la atrocidad que es hoy. Desaparecieron las
barcas de los pescadores, la playa de callaos, un sabroso bar-restaurante con
un cobertizo de caña y toda la vida tradicional de aquel bello lugar, hoy
ocupado el año entero por los zombis turísticos.
Nombres hermosos que inventó la propia gente siguen siendo eliminados por
la chusma política, que los sustituye por los gustos e intereses de su
miserabilismo, a la vez que mantiene muchos totalmente abyectos. Una llamada
“ley de la memoria histórica” parece que no pasaba de la amada guerra civil, y
así, en la ciudad tinerfeña de La Laguna, a una de sus dos plazas principales
(la otra es... la del Cristo) le sigue dando nombre el Adelantado Don Alonso
Benítez de Lugo, un carnicero exterminador de indígenas canarios, sin que ello
parezca importarle a nadie, o al menos sin que yo tenga noticias de que los
independistas canarios hayan dicho nada –quizás sí, ya que gracias a ellos, a
los jaleos que armaban en cada ocasión, se acabó con aquella farsa de sacar todos los años el pendón
de la conquista en las ciudades principales de las islas, entre ellas la de La
Laguna (un viejo político socialista de Las Palmas, de los de la cuerda más
“revolucionaria” y antifranquista, cuando fue alcalde, aparte de reprimir una
huelga de la basura que a punto estuvo, por su terquedad, de desatar una
epidemia, lo enarbolaba muy solemnemente, en compañía del capitán general y el
obispo, milagros que la democracia hace). Pero dato relevante: la gente popular
no habla nunca de la Plaza del Adelantado, sino de la Plaza de la Recova, por
estar ahí el mercado de la ciudad (estaba, ya que hace unos pocos años se vino abajo
a los pocos meses de que lo reformara un
arquitecto, existiendo ya el proyecto de hacer un espantoso edificio con
centro comercial).
Como esta nota sobre la nueva publicación de Violeta Cadena y Ruiz de Murag,
surrealistas conectados por la vía férrea Madrid-Cádiz, se ha vuelto tan
digresiva, añadiré que, ya años después de Mogán, la aventura colectiva de de Insolación se llenó de tarjetas con
direcciones inventadas, y que cuando ideé Cité
Toyen lo primero que hice fue crear una onomástica de aquella urbe de 77
barrios modelada en la de París (pero con mucho de Lisboa); a título de
ejemplo, el Barrio de la Mandrágora incluía la Plaza de las Ardillas, el Pasaje
del Ultramueble, la Avenida de la Voluptuosidad y las calles del Bosque de las
Calaveras, de las Caléndulas, del Centro del Mundo, de la Hamaca, del Hombre
Perdido, de las Hermanas Papin, de Hoene Wronski, de Héctor Hyppolite, de las
Minas del Zorro, del Portabotellas Perdido, del Pájaro Lúgubre, de las Urracas
y de las Uvas.
Este folleto de Violeta Cadena y Ruiz de Murag, titulado La ciudad paralela, se abre con estas
palabras:
“Entramos en la ciudad como a
tientas, pero no por azar.
Parte de la memoria de una ciudad queda registrada en los nombres de sus
calles, cuya nomenclatura está colmada de personajes supuestamente relevantes:
políticos, militares, escritores, artistas... cuando no de verdaderos tiranos y
opresores.
Frente a semejantes esquelas de muertos, queremos reivindicar el sentido
lúdico, poético y subversivo de los nombres de la ciudad paralela que, a modo de luz de sombra, relumbran en cada
ciudad del mundo...”
En 20 ejemplos que acompañan unas líneas, los nombres oficiales van acompañados de los antiguos, que los superan rotundamente. Así, la Calle Doctor Ramón
y Cajal era la Calle de la Aduana Vieja, informándosenos de que para
atravesarla “es obligado pararse a jugar a las canicas junto a dos viejos
marinero”, y la dedicada a la insufrible Fernán Caballero era la
Calle del Aire: “...y el aire salobre hace estragos en calles comerciales del
centro de la ciudad, arruinando toda su mercadería...”
*
A veces el azar ofrece verdaderas perlas, y lamento ya no tener la foto de
una calleja catalana llamada “Calle del Progreso”, bajo cuyo nombre se señalaba
con una flecha la dirección del cementerio, que quedaba al final; esta foto se
la envié a un amigo que iba a publicarla en una revista antiindustrial, sin que
eso ocurriera ni la foto volviera a mí.
Mi nombre favorito de calle es sin duda el de la Rua do Imaginário, en
Évora, Portugal. Aunque debe referirse a algún imaginero religioso que vivía en
ella, la palabra designa también al que hace pronósticos del campo, al que
adivina el futuro, pero sobre todo es legítimamente traducible por “Calle de lo
Imaginario”, que es lo que hago yo. En Évora, los dísticos de la nomenclatura
son muy bonitos, circulares con letras negras sobre fondo amarillo. La Travessa
do Sol la fotografié también por su encuadre perfecto, pero la Travessa do Mal
Barbado, o sea del Mal Afeitado, solo por su insólito nombre, que a su vez me
recuerda la Travessa do Fala-Só, o sea del que habla solo, en Lisboa, a la
derecha del ascensor de la Gloria. Doy por último la imagen de una esquina del Callejón de los Contrabandistas, que también en Lisboa forma parte de una pequeña red de casas a escala humana, una suerte de diminuto Barrio de los Contrabandistas.