miércoles, 6 de julio de 2016

André Breton, de 1713 a 1966


Coincidiendo con el cincuentenario de André Breton, signado por la eclosión plena de su epistolario, magnético donde los haya, Georges Sebbag lanza una biografía que se desmarca por completo tanto de la habitualmente lineal como del fraude que suelen ser las noveladas: “Un imperativo se dibuja en materia de biografía, el de conocer la relación que entabla con el tiempo el individuo de quien se rememoran su vida y milagros. En el caso de André Breton, es cierto que los cuadros temporales resultan trastocados, sean ellos psicológicos, sociales o históricos. El surrealista juega con el tiempo. Su vida y sus escritos desbordan los límites de su existencia. Azar objetivo, tiempo sin hilo, recuerdo del futuro: estos conceptos que él inventa y comparte con sus amigos desafían la cronología y la filosofía de la historia”.
En ese estilo inconfundible que le pertenece y que no es imitable, Georges Sebbag, conocedor de la vida y la obra de André Breton como de la palma de su propia mano, vierte en 26 capítulos, más una suerte de conclusión en que retorna al comienzo, toda esa sabiduría mostrada en sus muchos trabajos anteriores, nutriendo su centelleante discurso de los más inesperados y agudos hallazgos, asociaciones y conexiones. Es esta una travesía en la que, en efecto, nada tiene que hacer la linealidad, con constantes mutaciones y zigzagueos que evocan, por ejemplo, los “saltos de la memoria” con que presentaba sus recuerdos el romántico español Antonio Ros de Olano.
Para su prospección biográfica, Sebbag se ha valido en particular de la correspondencia entre Aragon y Breton, de las cartas de Breton a Simone Kahn y de las de Nadja a Breton, estas últimas celosamente guardadas por el fundador del surrealismo (a diferencia de otras que extrañamente no han aparecido, como en particular las de la propia Simone, Suzanne Muzard, Jacqueline Lamba o Nelly Kaplan), como si se trataran para él de un talismán. Obsérvese que esto implica un mayor ahondamiento en las décadas de los años 20 y 30, y es cierto que hay una muy inferior presencia de los últimos quince o veinte años de la vida de Breton. Sebbag se vale asimismo de las indagaciones efectuadas en importantes libros anteriores, en particular L’amour-folie, la saga Breton-Vaché y esa obra capital que es Le point sublime. Hubiera sido deseable que este nuevo libro viniera tan bien ilustrado como Le point sublime, pero tanto lujo no es siempre posible. Hay, eso sí, una foto sumamente curiosa, de hacia 1930, en que se ve a Cartier-Bresson disparando al blanco en una barraca de feria, junto a dos elegantes mujeres y un tal Éric de Jessé, futuro monje de la Trapa, con quien Sebbag se pondría en contacto a propósito del envoltorio de unas chocolatinas de la Grande-Trappe utilizadas por Breton para una de sus cartas a Vaché, descubriendo que Éric de Jessé, archivero del monasterio de la Grande-Trappe, era un gran conocedor del surrealismo y viejo amigo de Cartier-Bresson y Pieyre de Mandiargues antes de que, en 1940, tomara los hábitos.

Cartier-Bresson y Éric de Jessé, bien acompañados

Entre los mejores momentos que nos depara este libro, señalemos los que tratan de los vericuetos amorosos bretonianos (siempre muy apasionados), del humor, de los juegos, de Nadja, de VVV (una lectura muy rica de una revista algo esquiva, que no ha solido estudiarse como las primeras parisinas), de Isidore Ducasse... Este último es enfocado en su rápido camino de “filósofo incomprensibilista” (que es como se autodefinió a los 18 años, en descubrimiento que hizo Jean-Pierre Lassalle en 1994) al filósofo que lo comprende todo (“Nada es incomprensible”) de las Poesías. Merece por último subrayarse la importancia que Sebbag concede a un autor que ha acabado consagrándose como uno de los verdaderamente grandes entre las últimas generaciones que acompañaron a Breton: Stanislas Rodanski, tan asociado a este como a Vaché, y de quien ya ha podido manejar Sebbag textos recientemente exhumados, como la maravillosa novela en clave Substance 13.