martes, 21 de julio de 2015

Memorias surrealistas de Radovan Ivsic

Es una fortuna disponer de los escritos de Radovan Ivsic en una editorial de buena difusión como Gallimard. Ya habían aparecido allí sus poemas (Poèmes, 2004), su teatro (Théâtre, 2005), sus textos críticos (Cascades, 2006) y su “controversia” sobre el teatro (À tout rompre, 2011), configurando todo ello un conjunto extraordinario, ineludible en cualquier panorama del surrealismo. Radovan Ivsic fue uno de los grandes nombres de los últimos grupos parisinos en torno a André Breton.
Rappelez-vous cela, rappelez-vous bien tout, frase que en varias ocasiones le profirió Breton, es la narración de una serie de encuentros y sucesos azarosos, del “extraordinario encadenamiento de circunstancias” que lo llevaron de su Croacia natal al París de los surrealistas. Es por tanto un testimonio y un documento del máximo valor, por venir de quien viene.
Todo comienza en 1954, en la Yugoslavia de Tito, lo que obliga a desgranar una serie de infamias comunistas, algunas de carácter bien grotesco, como el reproche de escribir poemas sin puntuación porque ello era “una injuria a la clase obrera”, o el veto a hablar del amor y de la muerte porque el primero es un “prejuicio burgués” y la segunda había que escamotearla en beneficio de “la alegre competición socialista de los planes quinquenales”. Ya en Cascades encontramos varios textos sobre la represión sistemática y cotidiana del régimen titista, pero aquí se añaden otros datos, como el de Goli Otok, la Isla Desnuda, siempre azotada por los vientos y así llamada por su aridez, que convirtió el mariscal en cárcel de sus adversarios políticos, donde los metía “discretamente y sin ningún proceso”. También consagraba en Cascades una serie de artículos definitivos al peculiar fenómeno acontecido con los surrealistas yugoslavos, ya que casi todos renegaron del surrealismo para convertirse en notables figuras del régimen. Ahora leemos: “Tras mi experiencia en Yugoslavia, donde tuve ocasión de ver el comportamiento de la mayoría de unos y otros, mi alergia a los literatos y a los artistas llegó a su colmo. No llegaba a comprender cómo casi todos habían renegado de lo que pretendían ser”. Ya en París, cuando Breton le comenta cómo al principio el surrealismo tenía en contra a todo el mundo, Ivsic le responde que desde entonces era peor, ya que había que añadir también a los propios surrealistas convertidos en estalinistas y a otros como un Max Ernst, que se habían aplicado a olvidar su revuelta inicial, resultando en conjunto mucho más temibles, “puesto que conocían las posiciones y sabían utilizar nuestras armas”. Breton le responde con la “nostalgia de lo que había en Dada de irrecuperable”, aunque yo en seguida le hubiera recordado el caso quizás más aberrante entre todos: el de Tristan Tzara, quien precisamente evolucionó del dadaísmo al estalinismo –no impidiendo ello, por cierto, que se haya convertido en objeto de culto de tantos críticos y profesores. En Yugoslavia, el más llamativo de esos casos fue el de Marco Ristic, pero cuando Radovan Ivsic señala cómo Breton nunca lo volvió a ver ni a él ni al resto de los ex surrealistas yugoslavos, no vendría mal señalar que sí lo incluyó en la lista de nombres que respondieron a la encuesta de L’art magique, en 1957.
Muy bello es el relato de los azares que lo llevan de su puesto de guarda forestal en las afueras de Zagreb a París. Ya allí, interesado por contactar con los trotskistas o los anarquistas, o sea con una izquierda antiestalinista que había desaparecido de Yugoslavia, se encuentra de inmediato, sin esperárselo en absoluto –le abre la puerta del apartamento de una amiga con la que ha quedado–, nada menos que con Benjamin Péret, a quien evocará magníficamente en un coloquio reproducido en Cascades. El encadenamiento es inmediato: Breton, Toyen, el café surrealista... En seguida simpatiza con Toyen, venida también de la dictadura comunista y que no se dejará engañar ni por el canto de la sirena barbuda de Cuba: “Si Benjamin Péret ha podido ver durante la guerra española a los estalinistas en acción y Breton ha sido uno de los primeros en levantarse contra los procesos de Moscú, en la nueva generación, incluso los antiestalinianos convictos, dado el impacto de la propaganda del PCF, no estaban capacitados, a pesar de su buena voluntad, para imaginar lo que Toyen y yo, cada uno por su lado, habíamos podido constatar día tras día”. Así, refiere en seguida cómo, en 1956, al preparar Jean Schuster el panfleto Au tour des livrées sanglantes, denuncia del estalinismo del PCF y de su ilustración a través del inmortal poema de Éluard a Stalin, aludía a “la explotación del hombre por el hombre en régimen capitalista”, advirtiendo Ivsic que esa explotación se daba también en los regímenes comunistas, por lo cual Breton pidió de inmediato que se pusiera “en régimen capitalista o no”.
Radovan Ivsic ha dedicado muy bellas páginas a Toyen. Refiere aquí cómo la descubrió a los 18 años cuando encontró en una librería de Zagreb el Diccionario abreviado del surrealismo, que contenía una reproducción de La dormeuse, una de sus pinturas emblemáticas. Al final de Rappelez-vous cela, rappelez-vous bien tout, hay unas breves semblanzas de nombres citados en la obra, y en el de Toyen se dice justamente que “su revuelta irreductible es indisociable de la búsqueda poética que ella prosigue a través de su pintura, sus dibujos o sus collages” y que “no se ha medido aún cuál habrá sido para el surrealismo la fuerza poética de su aportación, cuya carga erótica abre sobre un nuevo mundo amoroso”. Pero la valoración de Toyen está para mí dirimida hace tiempo: es la figura más grande del surrealismo con Breton y Péret (y Tanguy si me apuran) y la artista más extraordinaria del siglo XX. Breton la reconoció en una de sus dedicatorias como su “amiga entre todas las mujeres”, y Radovan Ivsic cuenta cómo, al acompañarla al hospital Laennec en 1980, tal cual había hecho al Lariboisière con Breton en 1966, vino a ser atendido por el mismo médico de entonces, concluyendo el libro con la conocida observación de Novalis: “Los hombres marchan por caminos diversos; quien los sigue y compara verá nacer extrañas figuras”.

En el estudio de André Breton, 1954

Pero la figura central de de Rappelez-vous cela, rappelez-vous bien tout es André Breton. Lo vemos en su ya legendario estudio, que Ivsic califica, en la imposibilidad de traducirlo por ninguna imagen, como un “bosque de presencias”. Solo el madrileño de Ramón Gómez de la Serna, aunque, por supuesto, sin la magia ni la riqueza poética del bretoniano, puedo yo evocar al respecto; tanto en uno como otro caso, su reelaboración museística resulta un pálido remedo, pero en el de la Rue Fontaine el hecho es más dramático, ya que, en efecto, este “no habrá sido nunca una colección sino una suerte de manifiesto para afirmar la «verdadera vida» y, por ello mismo, mantener a distancia las fuerzas mortíferas del siglo”. Del mismo modo, las obras que contenía han decaído desde que han ido a parar a colecciones públicas o privadas, y Radovan Ivsic pone el ejemplo del Guillermo Tell de Dalí, hoy en el centro de Les Halles, y ya sin el poder que para él tenía en el estudio de Breton.
Ivsic se detiene sobre todo en los últimos años de Breton, con confidencias cuyo tono recuerda el del tan interesante libro de Charles Duits André Breton a-t-il dit passe. La relación muy cercana que tuvo con Breton en París y en Saint-Cirq-Lapopie dan una nota de intimismo a estas páginas en que no faltan las banalidades, como cuando le dice: “He vivido como he querido. No lamento nada. Evidentemente, tengo miedo del dolor”, o como cuando escuchan cerca de un restaurante a un cochinillo que gruñe y Breton “reacciona instantáneamente como en un suspiro: «Incluso él quiere señalar su presencia. Él tiene también necesidad de afecto»”. ¿Eso son cosas que se cuenten? En los últimos meses de su vida, Breton, que detecta también una pérdida de facultades mentales, daba muestras de un cierto patetismo que no debe darse nunca a las cosas propias (a fin de cuentas, ¿qué importancia tiene uno?) y también de una paranoia que debía serle consustancial. Hay también opiniones deplorables, como la de su orgullo de la lengua francesa, que a mí en particular me parece tan pobre y defectuosa como la inglesa, la alemana o la española; claro que Breton se refiere al lenguaje poético, pero aun así me parece ello deberse a que él, a diferencia de un Péret, aún mantenía relaciones esenciales con la poesía simbolista. Pero tampoco faltan, felizmente, las notas de humor negro, como cuando, en esa preocupación por su muerte, dice que le gustaría ser enterrado dentro de un reloj de consola, especulando divertidamente con las molestias que ocasionaría al relojero. Esta me parece la única actitud aceptable respecto a la muerte propia.
Ivsic da también la visión de un Breton que a veces se contradecía hasta sobre la marcha, y esto hay que agradecérselo, porque hay no pocos falsos testigos del surrealismo que solo evocan lo que sirve a sus intereses y a sus ideas más espurias. Así, preocupado por el futuro del surrealismo, tras decirle que Jean Schuster sabrá hacerle frente a los momentos difíciles que esperan, le espeta que “la muerte del surrealismo vendrá del lado de Dionys Mascolo por Jean Schuster”. A Breton ni se le hubiera pasado por la cabeza, pese a sus capacidades proféticas a veces certeras, pensar que sería Vincent Bounoure, de quien deplora entonces un negativismo sistemático, el llamado a garantizar la continuidad de la aventura surrealista en su país de origen, frente a las tristes operaciones mortuorias de los Schuster, Pierre, Courtot y Silbermann. Sobre el jefe de la cuadrilla, Ivsic refiere una divertida anécdota. Exaltado por la lectura de Las palabras y las cosas de Foucault, Schuster, en Saint-Cirq-Lapopie se lanza a un panegírico, queriendo convencer a sus amigos de su importancia, cuya originalidad sería “cambiar radicalmente la manera de considerar la historia”. Annie Le Brun ya había leído el libraco de Foucault, pareciéndole, como lo era, “uno de los avatares de la moda textual”, y el propio Ivsic no recordaba con mucho afecto el ensayo de Foucault sobre Roussel. Otro día, Schuster, con Breton presente, se lanza a otra apología de la obra, tras la cual Breton guarda silencio unos momentos y pregunta: “Pero bueno ¿y qué es lo que este libro nos aporta a nosotros?” Punto final y, como dice con gracia Ivsic, “salida para siempre del profesor Foucault, salida para siempre de Las palabras y las cosas”.
Hay páginas donde se da mucha información sobre los cafés, los juegos, las revistas, las exposiciones del surrealismo. Hasta febrero de 1969, Ivsic acude casi todos los días a las reuniones de los distintos cafés: “Le Musset”, dos o tres de la rue Vivienne (porque allí vivía Lautréamont al final de su vida) y el más conocido de los últimos: “À la Promenade de Vénus”. Para Ivsic, esta práctica del café fue “probablemente establecida por Apollinaire”, para luego Breton reforzarla y mantenerla durante casi medio siglo: “¡Y qué medio siglo! Dos guerras mundiales, Auschwitz, el Gulag, la bomba atómica, la guerra fría, la ciencia metida en vereda, la elefantiasis de las finanzas mundiales... Y en medio de todo esto, ese café, frágil y fantasmal bajel que no habrá cesado de intentar, contra viento y marea, mantener el rumbo. Muchos de los que habían deseado estar en el viaje fueron arrastrados por las terribles tempestades del siglo, pero, durante años, siempre hubo personas nuevas que quisieron embarcar”.
Uno de los juegos a que alude es el de las “cartas de analogía”. Intención lúdica tenían también los “autorretratos imaginarios”, con el fenómeno de azar objetivo a que dio lugar el de Mimi Parent, referido por Ivsic en el n. 1 de La Brèche en un texto que le pidió Breton y que luego no pudo Édouard Jaguer dejar de incluir en Les mystères de la chambre noire. Pero la gran revelación es, sin duda alguna, la de un juego colectivo que no ha sido nunca repertoriado por la sencilla razón de que se desconocía el sentido de lo que ha sobrevivido de él: unas palabras encadenadas de Breton, acompañadas de unos dibujos en que a su vez se encadenaban sus designaciones. Jean-Michel Goutier reproduce en Je vois j’imagine (pp. 152-183), la capital recopilación exhaustiva de las intervenciones plásticas de Breton, once hojas del juego, presentándolas, al no saber de qué se trataba, como “investigación sobre el automatismo”. Por la misma razón, Jean-Claude Blachère, en un buen artículo aparecido en el n. XXVI de Mélusine, llegaba a ver estas hojas nada menos que como el “testamento” de Breton, y Georges Sebbag, en “Las imágenes animadas”, capítulo de Potence avec paratonnerre. Surréalisme et philosophie, las consideraba, junto al hallazgo de la Piedra Estrellada –que por cierto Ivsic va a fotografiar–, como las últimas irrupciones de la “duración automática”. En cualquier caso, esto muestra, una vez más, que los juegos son en el surrealismo todo menos una actividad banal. Ivsic describe las reglas del juego –ideado algunos años atrás por el propio Breton– y señala su elemento onírico, ya que las figuras eran dibujadas con los ojos cerrados, recordándose las palabras confusamente; el resultado era sorprendentemente común, aboliéndose las diferencias entre los pintores y los que no lo eran.


Con respecto a las revistas, Ivsic afirma que “a pesar de sus imperfecciones siguen siendo de las últimas tribunas libres en un siglo que se ensombrece”. Pero algunos de los últimos incorporados a ellas, a su juicio, no llegaron a medir “hasta qué punto el mundo de la técnica triunfante habrá estado relacionado con el totalitarismo, si no con los campos de concentración, antes de doblarse con una novedad atómica y con su negación que no puede engendrar más que falsa conciencia y falsificaciones de todo género”.
De las exposiciones, Ivsic intervino en la de “Éros” y en la de “L’écart absolu”. Sobre la primera habla largamente en una entrevista incluida en Cascades, ya que él participó tanto en el Léxico sucinto del erotismo como en la propia exposición, al pedirle André Breton que la sonorizara, lo que hizo con unos susurros amorosos que jamás se habían oído en público y que mantuvieron al público siempre en silencio (en la inauguración, ya Jean Benoît le había pedido a Ivsic que pusiera sonido a la célebre ejecución del testamento de Sade). Un periódico inglés diría que por primera vez “los muros suspiran en París”.
Por último, tenemos al Ivsic que fotografió para Breton, en Saint-Cirq-Lapopie, una serie de objetos encontrados por el mago del azar objetivo. Hay algunas enseñas sorprendentes, pero lo más relevante está en el Gran Oso Hormiguero y en la citada Piedra Estrellada. El primero es un simple montaje con dos trozos de madera rústica que había encontrado un día Elisa; tal simpleza muestra lo poco que tantas veces es preciso para que emerja la poesía hermana del mito, no existiendo para Breton mejor representación de su animal totémico que esta. El segundo (al parecer un vulgar adorno de buhardilla, por lo que volvemos a lo mismo), al verlo por vez primera reconoció Breton en él el castillo estrellado de Praga, de El amor loco. “Por mi parte –escribe Ivsic– me da la impresión de encontrarme ante el verdadero retrato analógico de Breton, y su fuerza dramática me sobrecoge. Estoy íntimamente persuadido de que, cuando se interrogue sobre lo que podrá singularizar la tumba de Breton, propondré de inmediato este objeto, y es muy notable que nadie contestaría la elección, como si fuera una evidencia. Pero en el momento en que me preparo para sacar una foto, me siento tan turbado que se me cae el aparato. Pese al objetivo metálico definitivamente torcido por la caída, puedo por fortuna continuar fotografiando los otros objetos que Breton ha preparado”.
No veo mejor momento que este para reproducir las dos fotografías que una exquisita amiga me sacó en París de la tumba de Breton, ya hace unos cuantos años, y que se me habían quedado atrapadas en un libro desde que me las dio. (¿Qué libro? Es lamentable que solo me hice esa pregunta al cabo de unos días, cuando ella, en cambio, fue lo primero que me preguntó.) Alguien había además puesto sobre la lápida un girasol, sin duda el del capítulo cuarto de El amor loco, cuya foto de Man Ray se correspondía con el parangón entre la inclinación de la flor y la entonces tambaleante Torre Saint-Jacques.

Foto Elvira Pérez Armas

Foto Elvira Pérez Armas

Hay otros apuntes llamativos sobre Breton, como su lectura perturbada del Cosmos de Gombrowicz, cuyo encadenamiento de signos inquietantes no podía, en efecto, dejarlo indiferente, la negativa en cambio que hace de La femme mystifiée de la feminista Betty Friedman, por su “visión estrecha y anacrónica” (y difícilmente podía imaginarse Breton las cataratas de imbecilidad, sobre todo universitaria, que estaban por venir) o la atención al naciente movimiento de los provos, con su componente utópico y hasta auténticamente surrealista.
Este es un libro de los que hacen convertirse al aburguesado lector en salvaje devorador, una narración apasionante que nada más llegar a mi casa me leí de corrido. Lo que, en verdad, pocas veces ocurre.