miércoles, 17 de junio de 2015

Bretaña surrealista

Estamos ante una publicación importante, cuyo título segundo, Le domaine des enchanteurs, es tomado de la exposición neoyorquina de 1960: “Surrealist Intrusion in the Enchanter’s Domain”, dirigida por Breton y Duchamp y organizada por José Pierre y Édouard Jaguer.  Título que le viene al libro como guante perfecto a mano mágica.
Les surréalistes et la Bretagne, de Bruno Geneste y Paul Sanda, es una de esas obras que estaban por hacer, y que idealmente hubiera pedido una edición de lujo; ello llegará algún día quizás, pero por ahora la función queda cumplida.
Paul Sanda dedica el libro a Sarane Alexandrian (“que fue para mí el ejemplo mismo del surrealismo vivo”) y a Alain-Pierre Pillet (que le descubrió la pintura de Tanguy). El prólogo se señala que debió haberlo escrito Jean Markale –a quien, por supuesto, se dedica un texto–, impidiéndolo su muerte en 2008; nadie, en efecto, más apropiado, pero esto señala de paso el temple del libro que comentamos, tan alejado de la engorrosa pedantería universitaria como lo estaban las fantásticas obras del gran Markale.
El prefacio es de Marc Petit, y titulado “Retorno a Brocelandia” pone en especial destaque tanto el papel revulsivo de los trabajos celtas de Lancelot Lengyel como el de la publicación de Arcane 17.
Se inicia en seguida una sucesión de pequeños capítulos la mayoría de los cuales enfocará figuras del surrealismo o de un modo u otro conectadas a él. El surrealismo es visto como “un modo de vida dotado de una alta exigencia de análisis, de reflexión y de revuelta”, y la “dinámica surrealista” puede “clarificarse” por el “signo ascendente”. Esto nos sitúa en un terreno genuino, sin duda, que permite abordar esa dimensión tan incomprendida del surrealismo: su “hermetismo de alto vuelo”. A André Breton se dedican varios capítulos alternados, incluidos los que tratan del decisivo encuentro con Markale en 1949 y del descubrimiento de la pintura de Filiger.
Entre las figuras abordadas las hay antiguas, en particular Saint-Pol-Roux y Tristan Corbière, y de la trayectoria surrealista, de Jacques Vaché a Jean-Claude Charbonel. A cada uno de los dos Yves, Elléouët y Tanguy, se le dedican dos capítulos. Sobre Elléouët se dice una vez más que frecuentó poco el grupo, pero lo cierto es que participó en sus revistas (Le Surréalisme, même, Bief, La Brèche, L’Archibras), en sus exposiciones (en la de “Éros” siendo además uno de los que intervinieron en el “Léxico sucinto del erotismo”), en sus tracts (de 1956 a 1967), en sus juegos (como en el de la palabra “mamou”, n. 3 de La Brèche), en sus encuestas (como la del cuadro de Cornelius von Max, n. 3 de Le Surréalisme, même) y en las célebres “noches del Ranelagh”, por lo que no se entiende esta insistencia en presentarlo como una figura solitaria, o poco motivada en el grupo. De Tanguy se recuerdan sus vacaciones de 1929 con Breton y otros en la Île de Sein (lugar que sería clave en Toyen) y las de 1938 en Trévignon con Roberto Matta y Onslow-Ford.
Otros nombres tratados, siempre con finura, son Jacques Baron, Benjamin Péret, Annie Le Brun, Jean-Pierre Guillon (“comedor de sueño”), Alice Rahon, Charles Estienne, Hervé Delabarre, Camille Bryen. Dato que no conocía es que Hervé Delabarre, Annie Le Brun y Jean-Pierre Guillon, antes de incorporarse al grupo parisino, aún estudiantes en Rennes, fundaron una revista llamada, burlescamente, Le Bigaro Littéraire, “a la cual el trío dio una neta coloración surrealista y libertaria”. En sentido contrario, con respecto a Jacques Baron se recurre a una nota biográfica de la fiable según y cuando Wikipedia, donde se dice insidiosa y tontamente que “su pertenencia al movimiento surrealista es superada por una inspiración muy baudeleriana y la búsqueda de un mito personal, sin que esa inspiración pretenda provocar ni «hacerse espectacular»”.
Lucien Coutaud, de quien es la portada, chocó con los surrealistas a causa de la exclusión de Brauner, no manteniendo de ellos sino “un recuerdo amargo”. Su figura está pues un poco cogida por los pelos, pero no tanto como las de Max Jacob, Angèle Vannier, Jack Kerouak y Léo Ferré. Sobre Ferré, nada hay en realidad que añadir a “Finie la chanson” (Le Surréalisme, même, n. 2). Kérouak, de ancestros bretones, aparece, por supuesto, solo por On the road, ya que su final produce bascas –y llamarlo el “Breton de América” es absolutamente inadmisible. De Max Jacob –rechazado por su conversión católica y su amistad con Cocteau– se dice que Breton rectificó su juicio sobre él en la Antología del humor negro, pero es un hecho que ahí no está incluido, ni recuerdo yo que se aluda a él especialmente. Sí es cierto que obras suyas, empezando por El cubilete de dados, están en la órbita surrealista, y que recientemente Lou Dubois pudo dedicarle un fantástico conjunto de collages acompañando una selección de sus textos (Le Max Jacob, en la colección “Il suffit de passer le pont”).

Lou Dubois, detalle de collage, en Le Max Jacob

Yahne Le Toumelin,
Última mañana en Kaer Sidhi,
1957
En cambio (sin ánimo alguno por mi parte de enmendar la plana), podían haber merecido la atención de algún capítulo Yahne Le Toumelin, a cuyos paisajes “habitados” y “desiertos” dedicó Breton un gran texto de Le surréalisme et la peinture, Pierre Roy, con sus representaciones del puerto de Nantes, y sobre todo Yves Laloy (el tercer Yves), nacido en Rennes y de quien eligió Breton una de sus pinturas para ilustrar la portada de la citada obra.
Espléndido es el posfacio de Jehan Van Langhenvoven, del que extraigo esta cita: “Leed/No leed fue una de las primeras órdenes de los surrealistas... ellos que en realidad no habían nunca, o muy poco, leído lo que ante todo convenía poner en las mazmorras. Ídem en materia de mitología greco-latina, patrimonio secular de la burguesía, en su conjunto o casi (papá Freud había allí ampliamente bebido) repudiado de entrada en beneficio de África, de Oceanía y, tierra parejamente ignorada, de la lejana y muy secreta Bretaña”.
El único punto oscuro de este tan sugestivo libro es la distinción que en la nota preliminar se hace entre “surrealistas históricos” y “surrealismo eterno”. No me parece ni bien ni mal que haya quien, apasionado por el surrealismo, se desinterese por los últimos avatares del surrealismo; si su apuesta es sincera y enriquecedora, como ocurre con Paul Sanda y sus amigos, no dejaré, a buen seguro, de interesarme por ella. En cambio, encuentro entristecedor, en esos casos concretos, la adscripción al gran bulo schusteriano del “surrealismo histórico” sucedido por el “surrealismo eterno”, tomadura de pelo de la que solo quedan algunos reductos flácidos y caducos en París y cercanías.

*

Lo mejor que se puede decir de Les surréalistes et la Bretagne es que Jean Markale se hubiera encantado con este libro tanto como lo he hecho yo. Su lectura me ha hecho repasar la bella Guide de la Bretagne mystérieuse que Markale publicó en 1989 (de Europa, lo único que a mí me ha atraído siempre de modo especial es el Portugal telúrico, la Irlanda insular y la tierra bretona, todas bien hermanadas, hasta el punto de que muchas de las tradiciones y costumbres tratadas por Markale en su guía se asemejan inequívocamente a otras tantas que yo conozco de Portugal). En enumeración apelotonada, anoto aquí, aparte Brocelandia, lugares imantados como la isla de Gavrinis, La Bouëxière, el monte de Huelgoat (con la gruta de Arturo), las torres de Elven, la villa de Tolente, las Montañas Negras de la región de Laz (con la banda de Marion du Faouët), el pantano de Saint-Coulman, el Valle sin Retorno, las landas de Lanvaux (y su “hierba de oro”), Rothéneuf con las delirantes construcciones del abad Fouré; personajes como el druida Eón de la Estrella o la astróloga Tiphaine Raguenel; historias y leyendas como las de Sulim o la isla de Arz, o la del pulpo de Lufang, o la de los korrigans de las landas de Plaudren, o la de los trece granos de trigo negro, o la de los “pueblos cerrados” de Gourin, o la del castillo de Bréca, o la de la Orden del Armiño, o la del menir de Champ-Dolent... En fin, todo un mundo de prodigios, una cantera inagotable de maravillas que es la antítesis perfecta del prosaísmo apestoso en que ha desembocado Occidente.
Les surréalistes et la Bretagne incluye capítulos dedicados a algunos de esos lugares de magia, como la isla de Ouessant o Quimpercé. En cuanto a la Guide de la Bretagne mystérieuse, Markale no deja de apuntar en ocasiones al surrealismo: a Le rivage des Syrtes, de Julien Gracq, en el artículo de Locoal-Mendon, al pasaje Pommeraye como punto culminante del surrealismo de Nantes, lo que convoca los nombres de Breton y Mandiargues, y a la pintura de Yves Tanguy cuando se habla de las piedras sagradas de Locronan, donde él residió de 1912 a 1925 y que a juicio de Markale deben estar en la génesis de sus figuras, sin las cuales el surrealismo no sería lo que es, como tampoco sin esta Bretaña poética tan bien evocada por Bruno Geneste y Paul Sanda.

Jean-Claude Charbonel, Los guardianes de las runas, 1993