Estamos ante
una publicación importante, cuyo título segundo, Le domaine des enchanteurs,
es tomado de la exposición neoyorquina de 1960: “Surrealist Intrusion in the Enchanter’s Domain”,
dirigida por Breton y Duchamp y organizada por José Pierre y Édouard Jaguer. Título que le viene al libro como guante
perfecto a mano mágica.
Les surréalistes et la Bretagne, de Bruno Geneste y Paul Sanda, es una de
esas obras que estaban por hacer, y que idealmente hubiera pedido una edición
de lujo; ello llegará algún día quizás, pero por ahora la función queda cumplida.
Paul Sanda dedica el libro a Sarane Alexandrian (“que fue para mí el
ejemplo mismo del surrealismo vivo”) y a Alain-Pierre Pillet (que le descubrió
la pintura de Tanguy). El prólogo se señala que debió haberlo escrito Jean
Markale –a quien, por supuesto, se dedica un texto–, impidiéndolo su muerte en
2008; nadie, en efecto, más apropiado, pero esto señala de paso el temple del
libro que comentamos, tan alejado de la engorrosa pedantería universitaria como
lo estaban las fantásticas obras del gran Markale.
El prefacio es de Marc Petit, y titulado “Retorno a Brocelandia” pone en
especial destaque tanto el papel revulsivo de los trabajos celtas de Lancelot
Lengyel como el de la publicación de Arcane 17.
Se inicia en seguida una sucesión de pequeños capítulos la mayoría de los
cuales enfocará figuras del surrealismo o de un modo u otro conectadas a él. El
surrealismo es visto como “un modo de vida dotado de una alta exigencia de
análisis, de reflexión y de revuelta”, y la “dinámica surrealista” puede “clarificarse”
por el “signo ascendente”. Esto nos sitúa en un terreno genuino, sin duda, que
permite abordar esa dimensión tan incomprendida del surrealismo: su “hermetismo
de alto vuelo”. A André Breton se dedican varios capítulos alternados,
incluidos los que tratan del decisivo encuentro con Markale en 1949 y del
descubrimiento de la pintura de Filiger.
Entre las figuras abordadas las hay antiguas, en particular Saint-Pol-Roux y
Tristan Corbière, y de la trayectoria surrealista, de Jacques Vaché a Jean-Claude
Charbonel. A cada uno de los dos Yves, Elléouët y Tanguy, se le dedican dos
capítulos. Sobre Elléouët se dice una vez más que frecuentó poco el grupo, pero
lo cierto es que participó en sus revistas (Le
Surréalisme, même, Bief, La Brèche, L’Archibras), en sus
exposiciones (en la de “Éros” siendo además uno de los que intervinieron en el
“Léxico sucinto del erotismo”), en sus tracts
(de 1956 a 1967), en sus juegos (como en el de la palabra “mamou”, n. 3 de La Brèche), en sus encuestas (como la
del cuadro de Cornelius von Max, n. 3 de Le
Surréalisme, même) y en las célebres “noches del Ranelagh”, por lo que no
se entiende esta insistencia en presentarlo como una figura solitaria, o poco
motivada en el grupo. De Tanguy se recuerdan sus vacaciones de 1929 con Breton
y otros en la Île de Sein (lugar que sería clave en Toyen) y las de 1938 en
Trévignon con Roberto Matta y Onslow-Ford.
Otros nombres
tratados, siempre con finura, son Jacques Baron, Benjamin Péret, Annie Le Brun,
Jean-Pierre Guillon (“comedor de sueño”), Alice Rahon, Charles Estienne, Hervé
Delabarre, Camille Bryen. Dato que no conocía es que Hervé Delabarre, Annie Le
Brun y Jean-Pierre Guillon, antes de incorporarse al grupo parisino, aún
estudiantes en Rennes, fundaron una revista llamada, burlescamente, Le
Bigaro Littéraire, “a la cual el trío dio una neta coloración surrealista y
libertaria”. En sentido contrario, con respecto a Jacques Baron se recurre a
una nota biográfica de la fiable según y cuando Wikipedia, donde se dice
insidiosa y tontamente que “su pertenencia al movimiento surrealista es
superada por una inspiración muy baudeleriana y la búsqueda de un mito
personal, sin que esa inspiración pretenda provocar ni «hacerse espectacular»”.
Lucien
Coutaud, de quien es la portada, chocó con los surrealistas a causa de la
exclusión de Brauner, no manteniendo de ellos sino “un recuerdo amargo”. Su
figura está pues un poco cogida por los pelos, pero no tanto como las de Max
Jacob, Angèle Vannier, Jack
Kerouak y Léo Ferré. Sobre Ferré, nada hay en realidad que añadir a “Finie la
chanson” (Le Surréalisme, même, n. 2). Kérouak, de ancestros bretones,
aparece, por supuesto, solo por On the road, ya que su final produce
bascas –y llamarlo el “Breton de América” es absolutamente inadmisible. De Max
Jacob –rechazado por su conversión católica y su amistad con Cocteau– se dice
que Breton rectificó su juicio sobre él en la Antología del humor negro,
pero es un hecho que ahí no está incluido, ni recuerdo yo que se aluda a él
especialmente. Sí es cierto que obras suyas, empezando por El cubilete de
dados, están en la órbita surrealista, y que recientemente Lou Dubois pudo
dedicarle un fantástico conjunto de collages acompañando una selección de sus
textos (Le Max Jacob, en la colección “Il suffit de passer le pont”).
Lou Dubois, detalle de collage, en Le Max Jacob |
Yahne Le Toumelin, Última mañana en Kaer Sidhi, 1957 |
En cambio (sin ánimo alguno por mi parte de enmendar la plana), podían
haber merecido la atención de algún capítulo Yahne Le Toumelin, a cuyos
paisajes “habitados” y “desiertos” dedicó Breton un gran texto de Le
surréalisme et la peinture, Pierre Roy, con sus representaciones del puerto
de Nantes, y sobre todo Yves Laloy (el tercer Yves), nacido en Rennes y de
quien eligió Breton una de sus pinturas para ilustrar la portada de la citada
obra.
Espléndido es el posfacio de Jehan Van Langhenvoven, del que extraigo esta
cita: “Leed/No leed fue una de las primeras órdenes de los surrealistas...
ellos que en realidad no habían nunca, o muy poco, leído lo que ante todo
convenía poner en las mazmorras. Ídem en materia de mitología greco-latina,
patrimonio secular de la burguesía, en su conjunto o casi (papá Freud había
allí ampliamente bebido) repudiado de entrada en beneficio de África, de Oceanía
y, tierra parejamente ignorada, de la lejana y muy secreta Bretaña”.
El único punto oscuro de este tan sugestivo libro es la distinción que en
la nota preliminar se hace entre “surrealistas históricos” y “surrealismo
eterno”. No me parece ni bien ni mal que haya quien,
apasionado por el surrealismo, se desinterese por los últimos avatares del
surrealismo; si su apuesta es sincera y enriquecedora, como ocurre con Paul
Sanda y sus amigos, no dejaré, a buen seguro, de interesarme por ella. En
cambio, encuentro entristecedor, en esos casos concretos, la adscripción al
gran bulo schusteriano del “surrealismo histórico” sucedido por el “surrealismo
eterno”, tomadura de pelo de la que solo quedan algunos reductos flácidos y caducos
en París y cercanías.
*
Lo mejor que
se puede decir de Les surréalistes et la Bretagne es que Jean Markale se
hubiera encantado con este libro tanto como lo he hecho yo. Su lectura
me ha hecho repasar la bella Guide de la Bretagne mystérieuse que
Markale publicó en 1989 (de Europa, lo único que a mí me ha atraído siempre de
modo especial es el Portugal telúrico, la Irlanda insular y la tierra
bretona, todas bien hermanadas, hasta el punto de que muchas de las tradiciones
y costumbres tratadas por Markale en su guía se asemejan inequívocamente a otras
tantas que yo conozco de Portugal). En enumeración apelotonada, anoto aquí,
aparte Brocelandia, lugares imantados como la isla de Gavrinis, La Bouëxière,
el monte de Huelgoat (con la gruta de Arturo), las torres de Elven, la villa de
Tolente, las Montañas Negras de la región de Laz (con la banda de Marion du
Faouët), el pantano de Saint-Coulman, el Valle sin Retorno, las landas de Lanvaux
(y su “hierba de oro”), Rothéneuf con las delirantes construcciones del abad
Fouré; personajes como el druida Eón de la Estrella o la astróloga Tiphaine
Raguenel; historias y leyendas como las de Sulim o la isla de Arz, o la del
pulpo de Lufang, o la de los korrigans de las landas de Plaudren, o la de los
trece granos de trigo negro, o la de los “pueblos cerrados” de Gourin, o la del
castillo de Bréca, o la de la Orden del Armiño, o la del menir de
Champ-Dolent... En fin, todo un mundo de prodigios, una cantera inagotable de
maravillas que es la antítesis perfecta del prosaísmo apestoso en que ha
desembocado Occidente.
Les surréalistes et la Bretagne incluye capítulos dedicados a algunos de
esos lugares de magia, como la isla de Ouessant o Quimpercé. En cuanto a la Guide de la Bretagne mystérieuse,
Markale no deja de apuntar en ocasiones al surrealismo: a Le rivage des
Syrtes, de Julien Gracq, en el artículo de Locoal-Mendon, al pasaje
Pommeraye como punto culminante del surrealismo de Nantes, lo que convoca los
nombres de Breton y Mandiargues, y a la pintura de Yves Tanguy cuando se habla de
las piedras sagradas de Locronan, donde él residió de 1912 a 1925 y que a
juicio de Markale deben estar en la génesis de sus figuras, sin las cuales el
surrealismo no sería lo que es, como tampoco sin esta Bretaña poética tan bien
evocada por Bruno Geneste y
Paul Sanda.
Jean-Claude Charbonel, Los guardianes de las runas, 1993 |