Atención:
estamos ante una publicación mayor, en que por primera vez se estudia a fondo
la figura admirable de Maurice Heine, antologándose sus escritos e incluyéndose
una pieza maestra que era desconocida.
El estudio de
Georges-Henri Morin es (como era de esperar) soberbio, y viene a llenar un
vacío que se hacía sentir. No ha caído Maurice Heine en las habituales manos
muertas académicas, que no hacen sino momificar, sino en las de alguien que
podía comprenderlo como pocos. Una biblioteca selecta del surrealismo tiene que
recoger este libro a la altura volcánica del gran descubridor de Sade.
Nos gusta el
formato apaisado que han elegido las Éditions du Sandre y que, con la
ilustración infernal de Anne Van der Lidden, le da un sabor de vieja cultura
popular.
Un monde
mouvant et sans limites, tras el estudio denso y
magistral de Morin, lo mejor y más completo que se ha escrito sobre Heine, una
introducción superlativa a su figura y a su obra, incluye los poemas de La
mort posthume (1917) y Pénombre (1919), seis de los diez ensayos que
publicó entre 1933 y 1939 en Minotaure y el extraordinario Tableau de
l’amour macabre. Este es el plato fuerte, un ensayo en la misma línea de
los textos de Minotaure, pero más extenso que cualquiera de ellos, que
Heine iba a publicar en 1938 en los cuadernos Acéphale de Bataille. La
figura estelar es nuestro inolvidable amigo el Sargento Bertrand, pero se habla
también de Sade, de Lautréamont, de los vampiros y de los licántropos. Heine
hubiera gustado saber de José Cadalso y sus Noches lúgubres (Alejandra
Pizarnik decía que tenía que leer ese libro, tan solo por su título y el del
apellido del autor), que refieren el intento de desenterrar el “cadáver
adorado” de la amada muerta. Y también, por supuesto, le hubiera gustado
asistir al retorno del Sargento Bertrand en 1964, ejecutado por Jean Benoît en
presencia de los surrealistas.
Maurice Heine
fue siempre muy estimado y apoyado por los surrealistas. Firmó con ellos varios
tracts y coincidió en sus posiciones políticas. Formó parte del comité
de redacción de Minotaure cuando la revista se orientó hacia el surrealismo,
junto a André Breton, Pierre Mabille, Paul Éluard y Marcel Duchamp. En Minotaure
sus fascinantes ensayos fueron presentados de la mejor manera posible, como les
correspondía, y por lo general acompañados de grabados, que mucho estimaba.
Puestos a pedir el oro y el moro, bien nos hubiera gustado que todos ellos se
hubieran incluido en este volumen.
Hay al final
una nota autobiográfica de este hombre del que no sabríamos ni su rostro, de no
ser por los dos retratos que le hizo Man Ray allá por 1930.
“Aquel hombre,
de seguro profundamente dieciochesco, tan perdido entre nosotros; aquella
cultura como por última vez enciclopédica, aquella ausencia de todo prejuicio y
también aquel corazón desenfrenado, siempre dispuesto a arrebatar el espíritu
hasta el límite de las reivindicaciones humanas. Y, por otro lado, su suprema
discreción y el cuidado de lo intachable, de lo impecable en materia de
documentación, de juicio, de expresión, y aquel don, que maravilla aún nueve
años después de su muerte, para recrear en el ámbito cerrado de su voz lo
ultrasociable a partir de la pura insociabilidad. ¿De qué estaba hecha esa
relación? ¿De dónde viene que, por él, el torrente da Sade, desembarazado de
sus monumentales impurezas, bruscamente se aflorase en cascada de luz?
¿Qué vuelo tardío era aquel, transmutatorio por encima de ella, que se revelaba
capaz de recoger una panacea de la más resbaladiza urna de nepentas?” (André
Breton)
Jean Benoît como Sargento Bertrand, 1964 |