Excepcionalmente
doy noticia en esta ocasión de un libro ya publicado hace algunos años: Surrealism,
art and modern science (Universidad de Yale, 2008), a cuyo autor, Gavin
Parkinson, ya conocía por su finísimo ensayo “La historia natural del
surrealismo”, donde señalaba las limitaciones del enfoque a que sometió Walter
Benjamin el surrealismo en su tan citado ensayo de 1929, corrigiendo
principalmente el tópico de que el surrealismo es un movimiento ante todo
“urbano”, para señalar la crucial importancia de la naturaleza como “un tropo
significativo entre los lenguajes del surrealismo”. Ese trabajo de enorme
interés fue publicado en el catálogo Surrealismos de la galería
Guillermo de Osma, en 2003.
El nombre de
Gavin Parkinson y la reciente minipolémica sobre surrealismo y ciencia me han
llevado a hacerme con este libro excepcional, muy denso, muy documentado, muy
brillante, acompañado de magníficas ilustraciones, y que además no aparece
nombrado en Infosurr, lo que es señal de que puede haber pasado
desapercibido para muchos (hay, en cambio, una escueta reseña de Mike Peters en
el n. 1 de Phosphor).
Lleva esta
obra el subtítulo “Relatividad, mecánica cuántica, epistemología”, y su
objetivo es trazar la historia de las relaciones entre el surrealismo y la
física moderna, fecundas en los años 30 y 40, hasta que los años de la Guerra
Fría revelaran el verdadero rostro de la física nuclear y de sus antecedentes.
El primer
capítulo se dedica a la física moderna y su filosofía, con especial atención a
su recepción francesa. Ya entramos en materia más nuestra con el segundo: “Relatividad
y epistemología. André Breton y Gaston Bachelard”. En los textos pioneros de
Breton se detecta el uso del lenguaje electromagnético, y luego se estudia de
modo óptimo su “Crisis del objeto”, muy basado en la ciencia de la época y en
particular en el “superracionalismo” de Bachelard. Los objetos matemáticos
fotografiados por Man Ray y que tanto atrajeron a los surrealistas (aquí mismo
hemos reseñado el catálogo de la exposición que sobre ellos tuvo lugar hace un
par de años), fueron también admirados por Bachelard, quien apreciaba en ellos
su anticartesianismo. Esto permite a Gavin Parkinson –estudioso dotado de un
conocimiento perfecto del arte surrealista de la época– aludir a los
biomorfismos de Arp, a las figuras de Henry Moore, a las redes de Domínguez, a
las búsquedas de Matta y Onslow-Ford, a las ideas duchampianas. Es,
evidentemente, irrefutable que las ideas científicas de la época influyeron en
el arte surrealista.
El capítulo 3
lleva por título “Epistemología y política. Gaston Bachelard y el surrealismo”.
Parkinson cita mucho la entrevista que Domingo López Torres le hizo a André
Breton en Tenerife, ya que debe ser el punto más alto que se registra en el
fervor bretoniano por la ciencia, aunque a la vez sin ninguna ceguera, hasta el
punto de advertir los riesgos de “formación de una nueva religión que sería,
paradójicamente, la religión de la ciencia”. La física le parece entonces un
campo pionero incluso más valioso que el psicoanálisis.
Gavin
Parkinson estudia en detalle el impacto de las teorías bachelardianas en
Breton, pero también en Éluard, Dalí, Crevel, Tzara, Mabille. Si Éluard era su
poeta surrealista favorito (es poco imaginable que lo hubiera sido Péret), de
quien estaba ideológicamente más cercano era de Mabille, con su síntesis
arte/ciencia, su humanismo de raíces renacentistas y su optimismo beato (un día
habrá que pasar a peine fino sus muchas declaraciones de exaltación de las
máquinas y la tecnología), todo ello aún vigente en sus textos del año de su
muerte, 1952, cuando en el surrealismo ya soplaban otros vientos. Hay sin duda
una relación Bachelard-surrealismo en los años 30, pero que concluye en un
lúcido alejamiento por parte de los surrealistas. Ese alejamiento es esencial,
aunque parezca tomar como motivo la publicación del Lautréamont bachelardiano,
un libro indigno del cisne de Montevideo, aunque no tanto como el de Marcelin
Pleynet.
En las décadas
de Cerisy (1966), hubo un “Bachelard y el surrealismo” desarrollado tontamente
por Marie-Louise Gouhier, que ya concitó oportunas matizaciones sobre Bachelard
de Michel Guiomar y Pierre Prigioni, pero para mí el punto de vista definitivo
sobre Bachelard, por lo que respecta al terreno surrealista, lo expuso Bernard
Caburet en La civilisation surréaliste (1976), dentro de una invectiva,
precisamente, contra el mundo de las máquinas y la “mecasodomización” del
hombre contemporáneo (aún embrionaria si atendemos al actual tecnofascismo).
Tras señalar que la Razón se ha convertido en “la prostituta del poder y del
complejo científico-técnico”, pone a Bachelard como ejemplo de una “doble vida”
que favorece “la duplicidad y la mistificación”: “Bachelard supo muy bien
entregarse alternativamente al día de la razón que reina en la ciencia
contemporánea y a la noche de la imaginación que inspira la poesía,
ofreciéndose muy naturalmente como el refugio ideal de la buena conciencia,
como la coartada de un dualismo plenario, como el triunfo ejemplar y viviente
de una doble conciencia feliz. Su desdoblamiento tan bien logrado y equilibrado,
su doble vida no son felices más que para él y para quienes se complacen en identificarse
con él. Hay ahí sin embargo un drama apacible, un conflicto latente en
apariencia bien resuelto por Bachelard, enmascarando un problema que bajo el
imperio de la razón fue siempre reprimido, no fue nunca planteado. La razón no
es lo que se dice, no es aquello de que hace Bachelard la apología. Objetiva e
históricamente, el superracionalismo bachelardiano funciona y funcionará como
una garantía humanista, siempre solicitada para justificar la hegemonía
técnico-racionalista de nuestra época. Pues si Bachelard nos hace comprender
los medios renovados de la razón, no nos invita a interrogarnos sobre las
finalidades reales de la actividad racional en los sabios. (...) La utopía
bachelardiana es una utopía escolar, la de una escolaridad que se prolonga
hasta extenderse sobre toda la existencia, o una utopía científica, la de la
república de los sabios realizando «la unión de los trabajadores de la prueba»,
imponiendo una moral salida de la deontología del trabajo científico. ¡La
sociedad futura será escuela o laboratorio! Si para la edificación de los
jóvenes espíritus se gusta repetir que Bachelard llamaba a su mesa de trabajo
su mesa de existencia, yo por mi parte encuentro inquietante esa virtud que nos
promete como utopía la transformación de la mesa de la existencia en una
inmensa mesa de trabajo”. Caburet cita entonces la reseña que Michel Serres ha
hecho del tomo de las citadas jornadas de Cerisy, donde este dice con contundencia,
al referirse a la intervención de Marie-Louise Gouhier: “Lo que Bachelard
quiere edificar es un lugar científico donde la característica central será el
control de todos por todos” –música que a mí me recuerda algo... Como Gavin
Parkinson se limita a la era Breton, no hay referencia en su libro a este tan
significativo texto de Bernard Caburet, que me ha parecido oportuno traer aquí
a colación.
Este capítulo
tercero estudia dos obras tan raras como valiosas: Le temps et le rêve,
de John W. Dunne, y Imagination et réalisation, de Armand Petitjean,
publicadas respectivamente en 1927 y 1936. La primera, traducida parcialmente
por Queneau en 1932, la aproxima Gavin Parkinson a El amor loco, pero se
trata de un libro con efecto de larga distancia, ya que Breton volvería a él en
los años 50.
El capítulo
cuarto lleva por título “Astrofísica y misticismo. Georges Bataille y Arthur
Eddington”. Aquí y en el capítulo sexto, Parkinson se ocupa de las superficies
litocrónicas, del influjo de Eddington en Sábato y Domínguez. Hay una
referencia también, a Robert Benayoun, doble: por su descubrimiento de Charles
H. Fort y ese asombroso libro que es Le livre des damnés, y por su pieza
“La science met bas”. Le livre des damnés fue editado por Losfeld en
1955, con traducción y prólogo de Robert Benayoun, quien la presenta como un
“catálogo vivo y poético de los prodigios inexplicables” (de ese personaje
genial que era Fort es esta cita: “Me he cerrado a la
sabiduría de los siglos, y este aislamiento me ha llevado a las hospitalidades
bizarras: cierro la puerta de entrada a Cristo y a Einstein, y por la de
servicio le tiendo la mano a las pequeñas ranas y a las hierbas locas”, que yo
uno a esta de Albert Camus: “Cambiaría diez conversaciones con Einstein
por una primera cita con una bella corista”, y esta de René-Guy Cadou: “La intuición poética sabe, sobre este mundo, algo diferente
que Einstein”). En cuanto a la hilarante pieza “La science met bas” (que cierra
el título homónimo, publicado en 1959, su personaje principal, el profesor
Gottlieb, es caracterizado como “una mezcla poco probable de Einstein, de
Gurdjieff y de Groucho Marx”; las réplicas de los sabios de esta farsa en que
la ciencia es vista como una farsa son “intercambiables”, ya que “en era
científica, no tiene el profano por qué considerar al hombre de ciencia con más
respeto que el que le concede a los campeones de bicicleta, a las vedetes del
music-hall o a las bailarinas de strip-tease”.
Mientras tanto, Bataille seguía con su Critique
(donde le abriría las puertas a los Foucault, Derrida, Barthes, Blanchot) y su
amistad con el físico George Ambrosino, empleado de De Gaulle en el Comisariado
de la Energía Atómica a la vez que colaborador suyo desde Acéphale a Critique.
En este aspecto, transitamos ya con el capítulo quinto a materia menos
enrarecida, ya que trata de la inspiración de la mecánica cuántica en los
cuadros de Matta, Paalen y Max Ernst. El sexto se titula “La relatividad y la
cuarta dimensión”, y es ahora la vez de Dalí, con su “espectacular mezcla de
Relatividad y psicoanálisis”, que Gavin Parkinson estudia en su asociación a la
paranoia. Pero también es el turno de Caillois y su cargante “rigor científico”,
otro de los no pocos
equívocos que jalonan la trayectoria del surrealismo (no pocos, pero tampoco
muchos, si se piensa en lo larga y accidentada que ha sido esa trayectoria). Un
equívoco que, como advierte muy bien Gavin Parkinson, se arrastró desde su
primera intervención en el surrealismo, o sea desde su artículo en el n. 5 de La Révolution Surréaliste.
Y así llegamos al verdadero meollo de la
cuestión, aquí situado en la “coda” del libro: “Física nuclear y Guerra Fría.
Surrealismo y Salvador Dalí”. La oposición sería entre el “escepticismo” del
surrealismo y el “misticismo” de Dalí, pero ya las derivas dalinianas no
carecen de sentido alguno para el surrealismo, y el capítulo solo interesa por
lo que respecta al rechazo terminante que los surrealistas hacen de la física
nuclear en los años de la llamada Guerra Fría, no dejando de ser un dato
capital que París había sido un lugar decisivo en la física nuclear de los años
30 y que Francia no se adelantó en crear la primera bomba atómica tan solo a
causa de la invasión nazi. En 1945, es muy curioso saber, gracias a Parkinson,
que, cuando Breton visita las reservas de los hopis y los zunis, acababa de
tener lugar muy cerca de aquel territorio la primera explosión nuclear, dato
que Breton desconocía.
Los surrealistas, en un primer momento, no
condenan la barbarie nuclear, según Gavin Parkinson, por dos causas: su
utopismo (que los ha llevado en no pocas ocasiones a
evitables credulidades) y el temor a ser confundidos con las fuerzas
religiosas que esgrimían esa condena. Así, en el catálogo de la exposición de
1947, hay una serie de textos sobre la ciencia, pero ninguno va en esa
dirección: “ni un solo texto aprovecha la oportunidad para condenar la bomba,
el poder de los físicos modernos, la irresponsabilidad de la física, la
industrialización y militarización de la Gran Ciencia”. ¿Pero no se debería ver
lo que había de repudio de todo ello en el giro que esta exposición daba hacia
las ciencias tradicionales? Sea como sea, el año clave va a ser el siguiente,
cuando André Breton publica La lámpara en el reloj, manifiesto cuya publicación llevó en
portada un fotomontaje de Toyen (una lámpara de petróleo incandescente
brillando en el interior del reloj de Praga) y que Gavin Parkinson estudia como
un ensayo “transicional” en la interpretación surrealista de la física moderna,
como el principio del fin en la historia de estos amoríos del surrealismo. Se
había fundado entonces el Movimiento para la Paz, apoyado por Picasso y su
paloma, Éluard, Aragon... pese a que el Partido Comunista Francés le había dado
la bienvenida a la bomba de Hiroshima en L’Humanité y a que la prensa comunista francesa
saludaría con entusiasmo la primera explosión nuclear soviética, que tiene
lugar en 1949. Gavin Parkinson cita estas palabras de Breton: “Por más que nos
interrogamos sobre lo que puede incubarse bajo los rizos del profesor Einstein
o proliferar tras el duro cepillo del extraño camarada Stalin, no: no era en
realidad de tan suprema escena de cacería de lo que se trataba”. Pero este
admirable texto, que acababa con la celebración de Malcolm de Chazal, merecería
citarse en su integridad.
Ya en los años 50, con la expansión de la
política nuclear francesa (y hoy Francia se ha convertido en un polvorín de
centrales nucleares que hace aconsejable evitar su visita cuidadosamente),
menudean las reacciones surrealistas a todo ello, en Médium como en los textos de Breton.
Capital al respecto es la entrevista sobre arte y ciencia que Breton da a la
revista Arts en 1952 y que cierra el
volumen de entrevistas de Parinaud, por no hablar del tract del grupo “Desenmascarad a los físicos,
vaciad los laboratorios”, publicado en 1958. Ambos textos señalan el carácter
destructivo de la ciencia y la tecnología, y no hay nada que a mí en particular
me haya hecho cambiar un ápice la visión que en ellos se expresa, dejando de
lado que aún estoy esperando se me muestre que la ciencia occidental, incluida
su tan relativa (a pesar de sus pretensiones absolutas) “teoría de la
relatividad”, haya respondido jamás a ninguna
cuestión esencial.
Y ello me hace
pensar en un gran ausente del libro de Gavin Parkinson, lo que era inevitable:
Antonin Artaud, cuyo nombre nunca
aparece nombrado en el largo ensayo y solo una vez, y sin significación alguna,
en sus casi mil notas. Antonin Artaud, cuya grandeza de espíritu lo llevó a no
participar en Un cadavre ni a definirse jamás como un “enemigo” del
surrealismo, como sí hizo Georges Bataille (enemigo, para colmo, “del
interior”). Y es que Artaud lo que pretendía era acabar con el tinglado
occidental, no contentándose, como algunos surrealistas, con la sustitución del
sistema capitalista por otro socialista, en el peor de los casos ni siquiera contemplando
la liquidación del Estado. Así, la cuestión de la física moderna no podía ni
planteársele, ya que su rechazo de la ciencia occidental era radical. En el
surrealismo, en cambio, resurge de vez en cuando el remozamiento de la ciencia,
que más allá de ser un motivo de curiosidad resulta que ya sería otra, como, pasándonos a la política, se intenta dar nuevos créditos a
consignas tan obsoletas como la de “¡Todo el poder a los soviets!”
Pero nos alejamos ya, con estas digresiones,
del objetivo trazado por el libro de Gavin Parkinson, una obra extraordinaria,
que ilumina plenamente la cuestión tratada y que está llena de aportaciones
valiosísimas para comprender mejor una gran parte del arte surrealista de los
años 30 y 40.
IchiroFukuzawa, La ciencia ciega la belleza, 1930 |