El surrealismo académico (y la Academia en
general) aman mucho a Bataille y a Caillois, como a Éluard y a René Char. La progresiva
sacralización termidoriana de Roger Caillois hace conveniente recuperar este magnífico
artículo de Aldo Pellegrini, muy poco conocido y que publicó en el número único
de La Rueda, en el año de 1967.
Nadie puede discutir la brillantez y el
interés de muchos trabajos de Caillois, pero de ahí a convertir a este
espantapájaros cartesiano en un teórico del surrealismo va un intransitable trecho.
En Caleidoscopio surrealista ya señalamos las reservas y los rechazos de
nombres del surrealismo que no son de los menores. Reproduzco la entrada, que
acababa precisamente manifestando el deseo de dar a conocer íntegro el artículo
del maestro Pellegrini, lo que puedo ahora hacer.
*
Roger Caillois (1913-1978).
Si es inadecuado hablar de Bataille como perteneciente al surrealismo, ya sí
que resulta inaceptable, como hace Alexandrian, decir lo mismo con respecto a
Roger Caillois, de cuyo “cerebro de filisteo” y “vanidosa inanidad” despotricaron
Georges Goldfayn y Gérard Legrand en 1953. Por los mismos tiros van César Moro,
quien, ya en 1944, despreciaba su “lenguaje normalista” y lo veía como “un
enemigo de la poesía y un pedante”; Breton, que en 1948 hablaba de él como un
“viejo literato”; Mário Cesariny, que lo pulveriza en un gran artículo de 1957
sobre Lautréamont; Vincent Bounoure, que lo llama “literato racionalista”; y el
citado Legrand en su nota del Dictionnaire général du surréalisme et de ses
environs, donde alude a su espíritu dogmático y por entero cerrado a la
poesía, tras haberlo llamado “personaje odioso y grotesco” en Le Libertaire,
indignado por su artículo de 1952 “La revuelta de las pantuflas”. Para olvidar
–como Les impostures de la poésie (1945)
y L’incertitude qui vient des rêves (1956),
de reveladores títulos– es su triste “Arte poética” de 1958, si no fuera porque
motivó, en el n. 7 de Bief, una
divertida parodia ducassiana de Breton y Schuster. Añadamos a esto la impresión
repulsiva de su libro La communion des fortes,
tildado de fascista.
José Pierre,
que ya había atacado en el tercer número de L’Archibras
las “conclusiones reaccionarias” de otro de sus libros (L’homme et le sacré), veía
así, en 1973, a este orgulloso funcionario de la Unesco: “Hay dos hombres en Roger
Caillois: uno que sospecha en el universo de las formas naturales y de las
conductas humanas alarmantes anomalías, otro que usa sabiamente oropeles
racionalistas para enmascarar la inquietud levantada por tales hipótesis. El
primero participa en el surrealismo de 1932 a 1939, favoreciendo en este
movimiento el interés creciente por el mito. El segundo ha entrado en la
Academia Francesa en 1972”. El primero –brillante ensayista en los nn. 5, 7 y 9
de Minotaure–, todo hay que decirlo,
le manifestaba a Breton, en 1965, su “constante, imperturbable fidelidad”
(dedicatoria de Soleils inscrits), y
en 1966 “la estima y la admiración de su viejo amigo Roger Caillois”
(dedicatoria de Pierres), lo que
hasta podría acabar por hacérnoslo simpático. Solo que, al morir Breton,
publicó un largo texto titulado “André Breton. Divergencias y complicidades”,
traducido en el suplemento literario de La
Nación de Buenos Aires, que el siempre alerta Pellegrini no dejó pasar sin
triturarlo con la rueda de La Rueda,
su última revista: “El Breton de Roger Caillois o incomprensiones y
candideces”. Este es el texto definitivo sobre Caillois y el surrealismo,
mostrando la irrelevancia de su participación en el surrealismo y la relevancia
en cambio de Las imposturas de la poesía.
“Partiendo del principio de la banalización de lo existente, Caillois arremete
contra los seres y las cosas, contra los mitos y lo sagrado. Con su mentalidad
de naturalista arranca, seca, rotula y embalsama todo lo que está a su alcance.
Entomólogo consumado, descubre que las ideas –quizás por su calidad aérea–
deben ser tratadas como insectos. Solo ve el aspecto exterior, y su incapacidad
de experimentar el fenómeno del deslumbramiento, lo hace renegar de toda
posibilidad de que exista «un interior de las cosas», algo más allá de toda
apariencia. No es extraño así que lo fantástico sea para él tan solo un juego
intelectual sin trascendencia (de ahí su predilección por Borges)”. Pero el
artículo de Pellegrini habría que reproducirlo por entero.