Uno de los personajes más pintorescos que
han circulado por el surrealismo es Ernest de Gengenbach. En una bonita edición
de Marc-Gabriel Malfant (Figueras, 2019), se da a conocer un texto de unas 70 páginas
donde Gengenbach refiere cómo, tal un nuevo Léon Bloy, quiso convertirse en el
vocero de un nuevo culto mariano, emanado de un niño de cuatro años al que se
le había “aparecido” la Virgen (y existente aún hoy). Espis un nouveau
Lourdes? es el título de este
cuaderno precedido de una carta suya y publicado como autoedición en 1949, sin
haber tenido prácticamente difusión alguna. La acción transcurre en dicho año,
e interesa, más que por la batalla del niño, por lo que Gengenbach, personaje
de tomo y lomo, cuenta de sí mismo.
Su escritura es, como de costumbre, muy divertida,
de un humor uno no sabe muy bien si voluntario o involuntario, con constantes
referencias a sus “descarríos” y “demonios” surrealistas y a su eterna
debilidad por la belleza femenina. Una de estas beldades cuenta cómo lo
“embrujó, hechizó, vampirizó”, ya que era “más fuerte que los sacerdotes, las
monjas, la Iglesia y Cristo”; al perderla a causa de la iglesia católica,
decide entregarse a “una actividad literaria satánica”. Recuérdese que ya por
entonces Gengenbach había publicado Satan à Paris (1927, presentada por
Breton), La papesse du Diable (1931) y Surréalisme et christianisme (1938),
como este mismo año publicaría Judas ou le vampire surréaliste y –en
Losfeld– L’expérience démoniaque y en 1952 Adieu à Satan, que
también fue su adiós a la literatura.
De lo más interesante de este insólito
escrito son sus reflexiones sobre los destinos trágicos de Crevel, Artaud y
Desnos. Gengenbach presume de haber sido el único que rezó ante la tumba de
Artaud el día en que lo enterraron y considera que el huésped de los tarahumaras
se debió haber hecho un exorcismo, como él mismo se hizo. También se jacta de
haber sido el único surrealista que firmó un pacto con Satanás. Porque en todo
momento se encaja no duradera sino convulsivamente en el surrealismo. Así, se
define como un “antiguo poeta surrealista” y habla de sus “camaradas
surrealistas” (“enrolados en la armada del Anticristo”), de su “laúd de poeta
surrealista”, de su “máscara surrealista”... En las alturas de 1949, Gengenbach
los asocia a los conciliábulos existencialistas, y en plena marea de un nuevo
giro religioso, marca su distancia de lo que llama “la putrefacción bizantina
de los estetas surrealistas”. Pasaje memorable es el del sueño del grueso
lagarto negro (especie de dragón-serpiente) que ha tenido el niño y que
Gengenbach interpreta como un mensaje dirigido a él.
Las últimas páginas (114-115) reservan una
sorpresa, ya que Gengenbach se levanta contra la destrucción de la vieja
Francia por parte del progreso capitalista, contra “la pérdida del sentido
estético en un siglo espantosamente industrializado y mecanizado”, contra “el
dirigismo de Estado”, “la inercia y la apatía de todos los sucesivos
ministerios de las Bellas Artes”. “La aniquilación, en algunos segundos, de
todas esas maravillas edificadas lentamente y con una paciencia amorosa por
nuestros ancestros, zambulle el alma en la consternación... ¿Cómo creer en la
civilización, en el progreso, cuando se atraviesa Saint-Lô, Vire, Argentan?...”
El pobre Gengenbach, al hablar de esta “barbarie demoledora” en 1949,
difícilmente podía imaginarse lo que estaba por venir, y no digamos en la
propia ciudad de París.
Espis un
nouveau Lourdes?
lleva una presentación de Philippe Didion, correcta aunque considerando a Yvan
Goll “surrealista”. ¿Pero qué esperar cuando hasta la reciente enciclopedia
británica del surrealismo, que tanto alardea de rigor en la materia, lo incluye
en su infortunado catálogo de “surrealistas”?