Cubierta diseñada por Tono Galán |
Aunque ya había aparecido en doce entregas del blog del Grupo Surrealista
Galego, es un placer encontrar ahora en papel el estudio que Xesús González
Gómez ha dedicado a la noticia de la muerte de André Breton en las revistas y
periódicos españoles de la época. Como título sebaggiano del conjunto, O pronunciábel día da súa morte. Edita Xalundes (bella palabra gallega,
que significa algo así como “en alguna parte, lejos”), o sea el propio Grupo Surrealista
Galego.
Se trata de un trabajo sólido y contundente, pero a la vez divertido dada
la sarta de burradas que van desfilando por sus páginas, preferentemente de la
prensa franquista pero sin que falten algunas de la otra. Xesús González Gómez
es una personalidad de envergadura, un escritor lúcido siempre y corrosivo
cuando hay que serlo, y si sumamos a ello su perfecto conocimiento del
surrealismo, con el que se identifica, es posible entender cómo lo que en manos
académicas hubiera sido un aburrido y exangüe inventario, en las suyas se
convierte en un tratado enjundioso y hasta a trechos apasionante, que el lector
interesado, más que leer, se ve impelido a devorar.
La lista de cagatintas de la época que tuvieron que decir algo a la muerte
de André Breton está compuesta por nombres hoy casi todos olvidados: Gómez
Catón, Rosendo Llates, Julio Manegat, Salvador Jiménez, Luis Figuerola-Ferreti,
Manuel Díez-Crespo, Xohán Ledo, Pol Girbal, Néstor Luján (este al menos
recordado como glotón)... Algunas perlas son incluso dignas de una antología:
“Antes de dedicarse a la literatura y al movimiento artístico surrealista,
André Breton escribió y publicó algunas obras de carácter médico, entre ellas
la titulada Campos magnéticos” (Julio
Manegat); “André Bretón ha pasado su vida entre grandes flechazos intelectuales
y enormes peloteras ridículas con sus mejores amigos. Así el gran «leninista»
pasaría a cultivar la amistad del exiliado Trostski antes de criticarle
acerbamente como a título póstumo, hacia 1940 [comentario de Xesús González
Gómez: “Busque el lector esa crítica de Breton, será un hallazgo bibliográfico
de primera magnitud”]. El surrealismo –su obra– había entrado incluso en la
decoración de los cuartos de baño y en las almohadillas de los trenes de
segunda” (Pol Girbal, que titula su necrológica “Ha muerto André Bretón, el
gran disconforme. Figura ya sin vigencia, perteneciente al pasado, su muerte
fue anticipada por el olvido”); “¿Qué tal, amigo André Bretón, ya al otro lado
del superrealismo? Y, ¿no será toda esa eternidad que tiene usted por delante
superrealismo, o sobrerrealismo en estado de pureza?” (Manuel Díez-Crespo,
falangista sevillano confianzudo, que proclama a Sevilla “la ciudad más
superrealista del planeta”).
Más jugosas aún son las declaraciones, todas ellas plagadas de errores
crasos, de figuras de otro calibre, como Santos Torroella, Juan Ramón
Masoliver, Gerardo Diego, Guillermo Díaz-Plaja o Guillermo de Torre. Gerardo
Diego utiliza siempre “sobrerrealismo”, pero al menos acierta cuando escribe
que “el creacionismo es diametralmente opuesto al sobrerrealismo, aunque sus
apariencias sean semejantes”. Guillermo de Torre prefiere escribir
“superrealismo” y alude a la presencia de Hugo Ball en un reciente evento de
aniversario dadaísta que resultó “muy pintoresco” (comentario de Xesús González
Gómez: “Si en verdad asistieron los supervivientes de Dada que cita de Torre,
los actos más que pintorescos debieron ser grandiosos, como mínimo: asistir a
la resurrección de Hugo Ball en carne y alma no es algo que acontezca todos los
días, aunque sea celebrando el cincuentenario de Dada”); equipara la escritura
automática al flujo de conciencia joyceano (¡suspenso sin remisión como crítico
literario!) y afirma que “los mitos cerraron su ciclo hace siglos” (¡nada
menos!), pero aún peor es su visión de la supervivencia de Dada y el
surrealismo... a través de las tesis universitarias (acababa de publicarse la
del ridículo Sanouillet). Sin duda de estos grandes señores de la cultura
hispana el que más me interesa es Masoliver, ya que con él sostuve en los años
80 una polémica que supongo fue la última de su vida, cuando se molestó por
unos ataques que yo le hice a la cultura española (en realidad, a toda su
putrefacción academicista y oficialista). Entonces también metió la pata con un
error que se ha repetido infinidad de veces: el de que el primer manifiesto fue
traducido por Fernando Vela al poco de salir en París, confusión con una reseña
de ninguna monta que le hizo en la Revista
de Occidente. Masoliver fue en los años 30 un detractor del surrealismo,
pasándose rápidamente al fascismo y el falangismo. Xesús González Gómez se
revuelve contra su maquillamiento: “Masoliver era un hombre culto y también un
fascista, no el héroe que nos quieren hacer creer ahora una serie de críticos
escritores como Jordi Gràcia, Fernando Valls y José Carlos Mainer”. Su
disparate de la nota sobre Breton (a quien, eso sí, califica como “un dechado
de autenticidad”) se da cuando dice de Un
perro andaluz que “tanto escándalo levantaría después bajo el título de La edad de oro” (en realidad la titula La bête andalouse, seguramente originándose la confusión en el “Suprarrealismo” de Ramón, donde este afirma que tal era el título primero de La edad de oro).
Luego están los “especialistas” en surrealismo literario o artístico, como
Pablo Corbalán, autor de una atroz Antología
de la poesía surrealista española (en la que, como no deja de apuntar Xesús
González Gómez, solo había un surrealista), para quien el surrealismo feneció
en 1936, después de que Breton expulsara del grupo a Artaud, Masson, Cocteau
(¡!) y Radiguet (¡muerto, por cierto, en 1923!). O como José María Moreno
Galván, uno de los santones de la crítica de arte española, que entonces
catequizaba en el frente comunista y a quien pone González Gómez los puntos
sobre las íes al comentar su apotegma de que “la clave del fracaso
revolucionario surrealista consiste, primero, en haber confundido el testimonio
con la acción y, segundo, en haber confundido a la rebeldía con la revolución”
–pasajes de la doble respuesta de González Gómez, que debe leerse en su
integridad: “La poesía no es ni síntoma ni testimonio, sino que es en sí misma
revolución”; “¿Cómo separar rebeldía de revolución? ¿No necesita toda
revolución de la rebeldía? ¿No nace la revolución de la rebeldía para corregir
injusticias?” En tercer lugar, comenta la nota sin firma aparecida en Ínsula (más conocida por Insulsa), digna de “los universitarios
«progres» a que se dirigía la citada revista”.
Pero hay una excepción que desafía la regla: Tomás Alcoverro, hoy un
conocido periodista y el único entre los nombres abordados que se inscribe,
como señala Xesús González Gómez, “dentro de lo que podríamos llamar una
percepción del surrealismo como revolución”, y no como una vanguardia ya
“histórica”. O casi el único, ya que, en un apéndice a su trabajo, González
Gómez añade a Juan Manuel Molina Mateo, anarquista murciano cofundador de la
Federación Anarquista Ibérica, más conocido como Juanele, que escribe un
excelente artículo en Comunidade Ibérica
de México, contrastando con la mediocridad receptiva de España Libre. A esto último alude el autor de este trabajo en sus
conclusiones, al señalar cómo al surrealismo todos lo daban por muerto a la vez
que demostraban tener un desconocimiento casi total de lo que era (y de lo que
continuaba siendo), no solo en la España de 1966 sino en la prensa comunista y
la anarquista y en la del propio exilio.
El conocimiento muy completo que Xesús González Gómez tiene de los
entresijos de la prensa de la época hace este estudio aún más jugoso. En la
“Justificación” inicial, me agradece, muy generosamente, haberle dado la idea
de convertir en libro las doce entregas del blog, pero ante el resultado que
aquí tenemos, lo menos que puede decirse es que el mismo camino deberían seguir
todos sus demás estudios, la mayoría dedicados a figuras muy poco conocidas del
surrealismo y que en ninguna otra parte ha tratado nadie con el detenimiento y
la agudeza con que lo hace él. Son estos los libros que hacen avanzar el
surrealismo y que lo muestran tal y como siempre debería ser: sin pie a
equívocos ni a confusiones.