L’an 2016, una de las
primeras publicaciones surrealistas de este año, reanuda la tradición popular
de los almanaques y calendarios. Los profetas son Élise Aru, Massimo Borghese,
Claude-Lucien Cauët, Alfredo Fernandes, Joël Gayraud, Guy Girard, Michael Löwy,
Ana Orozco, Jean-Raphaël Prieto, Pierre-André Sauvageot, Sylvain Tanquerel,
Virginia Tentindó y Michel Zimbacca. Guy Girard presenta la fiesta, planteando
la cuestión del carácter profético de la “voz surrealista” como “contratiempo
abierto a todo espíritu de rebeldía y de deseo de emancipación revolucionaria”.
El valor subversivo de la utopía poética no puede sino ponerse bajo el siglo de
Charles Fourier, y eso es lo que hace Michel Zimbacca en el “aguinaldo” que antecede
a los sucesos de cada mes del año. Este mes, por ejemplo, se celebra “el
congreso bimilenario intergaláctico de los Grandes Transparentes”, esta vez en
la Plaza Dauphine de París, y a lo largo de todo el año se asiste a la lenta
demolición del Sacré-Cœur. En junio, la policía de Luis XIX (que será antes de
fin de año depuesto) reconstruye la Bastilla y, como no puede detener al
Marqués de Sade y al Mayor de la Inmensidad, ya que se encuentran ausentes, lo
hace con algunos personajes peligrosos para la sociedad, en concreto la artista
Élise Aru, el poeta Claude Cauët, el pintor Guy Girard, el cineasta Michel
Zimbacca y sus amigos de la Sociedad de la Escalera; un mes después, el 14 de
julio, en medio de una revuelta generalizada, a los gritos y cantos de los
prisioneros acude un tropel de pueblo que los libera.
Massimo Borghese y la revancha de las plantas |
L’an 2016 tiene
portada conjunta de Guy Girard y Alex Januário, y cuenta con dos dibujos de
Massimo Borghese y al final un collage de Michael Löwy. La portada superpone
uno de los trazos automáticos de Januário a un dibujo solar de Girard; los
dibujos de Borghese ilustran dos textos suyos sobre la revancha de las plantas
y sobre el descubrimiento de una nueva civilización precolombina; el collage de
Löwy funde el actual Café de la Escalera con la imagen de la Bastilla en el
momento de ser liberados los profetas.
Contactos: guy.girard10@sfr.fr / claude.cauet@orange.fr
Pero este
juego me vale para hacer una digresión sobre los calendarios españoles de la
primera mitad del siglo XVIII, o sea anteriores a la devastación ilustrada. Hubo
más de cincuenta cultivadores, que vendían muchos ejemplares, incluida una
mujer, la gaditana Teresa González, “la Pensadora del Cielo”. Casi todos eran a
la vez poetas populares, por lo que los ilustrados los detestaban doblemente,
al considerarlos a la vez chabacanos y supersticiosos. De 1746 es este texto de
un tal Francisco de Robles, al que no le faltan los ribetes racistas: “Has de
saber que ya los poetas se han hecho astrólogos, y sacan un Piscator
hermafrodita, medio macho y medio hembra, que se reduce a juicios y coplas, o
coplas sin juicio, si bien cumplen con los preceptos de la astrología, porque
en nada aciertan, y es tal la necedad de los ocupados de la Corte que apenas
pregonan sus Piscatores los ciegos cuando ellos los compran a ojos cerrados,
creyendo sus conjeturas más ciertas que las de Tolomeo... Y lo mejor es que no
basta a desengañar a los ignorantes la ingenuidad con que el mismo Torres les
advierte en sus prólogos el motivo con que los escribe; pues Torres, y los que
no son torres sino campanarios y veletas, llevan la misma certidumbre de
acertar en sus juicios que en carnestolendas corren un gallo... siendo una
secta la de la Astrología
que jamás abjuran de ella, que aun los poetas ya los vemos com-versos.”
Torres es, por
supuesto, don Diego de Torres Villarroel, fabuloso escritor salmantino, el más
grande del siglo XVIII español, genio y figura hasta la sepultura, maestro del
desparpajo y del humor negro, autor de páginas violentísimas contra los
privilegios sociales y el más temible cultivador del género profético. El gusto por los almanaques no es más que
otra de las muestras de la pervivencia popular del mundo antiguo adentrándose
en el siglo de las Luces, pero lo que interesa sobre todo es lo que hace Torres
con ellos: convertirlos en género literario y dotarlos de un humor corrosivo.
Antes de él, fueron cultivados con espíritu creativo por Leonardo da Vinci,
Rabelais y el propio Swift. Pero Torres tiene un modelo inmediato, que es el
Gran Piscator Sarrabal de Milán: parodiándolo, se autoproclamará “Gran Piscator
de Salamanca”.
Los señores de
la Ilustración, siempre alimentados de bellas palabras, acabaron prohibiendo el
género, en un típico gesto de lo que se llamó “despotismo ilustrado”. Cuando el
ministro Campomanes manda secuestrar el de Villarroel en 1766, da como paternal
razón el uso subversivo que hace el pueblo de ellos: “Estas obras anuncian
diferentes sucesos políticos, en forma de adivinanzas, que pueden traer
siniestra interpretación; y su leyenda es perjudicial al público”. Con su
habitual desfachatez, Villarroel responde diciendo que los tiene hechos desde hace
años. Un año después sigue en las mismas (“la situación general del orbe
político se registra con nuevas evoluciones... Un ministro es depuesto de su
trono... Ciertos genios turbulentos trastornan una Corte”) y acarrea por ello
no sólo la orden de retirar todos los ejemplares, sino la prohibición general del
21 de julio de 1767.
Aun el más
escéptico no deja de sorprenderse ante la lista de aciertos de los pronósticos
de Villarroel, que incluye la muerte de Luis I, el motín de Esquilache, una
epidemia de viruelas, el terremoto de Lisboa y, como Jacques Cazotte, la
Revolución Francesa, 33 años antes de que suceda (“Cuando los mil contarás /
Con los trescientos doblados / Y cincuenta duplicados, / Con los nueve dieces
más, / Entonces, tú lo verás, / Mísera Francia, te espera / Tu calamidad
postrera / Con tu Rey y tu Delfín, / Y tendrá entonces su fin / Tu mayor gloria
primera”).
Con orgullo de
hombre racionalista evocará el ingenuo Leandro Fernández de Moratín, en 1813,
el tiempo de los piscatores: “¡Oh, tiempo feliz, aquel / de inepta credulidad,
/ tan fecundo en maravillas, / que no conocemos ya! / Pasó aquel tiempo, y con
él, / la ciencia de adivinar: / los profetas se acabaron / para no volver
jamás. / Dejemos los otros mundos / en el espacio en que están; / giren como
Dios lo quiso; / brillen, si deben brillar. / Y en esta pequeña bola, / llena
de error y de mal, / posada incómoda y triste / que debemos habitar, / tratemos
de ser felices / pues la prudencia nos da / el secreto de sufrir / y los medios
de gozar.” L’An 2016 aporta un
desmentido rotundo a estos pésimos versos fúnebres del autor del mortífero Sí de las niñas.
Los
pronósticos de Villarroel van de 1718
a 1767, casi cincuenta años de cultivo ininterrumpido de
este género que por sí solo ya le permitía vivir. Veamos por ejemplo el de 1742, titulado “La librería del
Rey y los corvatones”. Villarroel renueva y enriquece el género en sus cuatro
primeras partes, insertando a veces sorpresas (como en el de 1741, que incluye
la muy quevedesca “Fe de vida y testimonio de sanidad del doctor Don Diego de
Torres, predicado por muerto, sin haberle llegado su hora, y sin consultarle si
tenía ganas de morirse”). Todos los pronósticos comienzan con una calculada dedicatoria
y con un inevitable prólogo al lector (lleno de agresividad, e incluyendo casi
invariablemente la burla del propio almanaque; este de 1742, dirigido “a todo
el género humano de mis lectores”, incluye una frase sensacional: “Dios te
perdone los desatinos que me has hecho escribir”). En tercer lugar tenemos la
magnífica “Introducción al juicio del
año”. Se trata de una escena o cuadro de costumbres de carácter humorístico y
con descripciones esperpénticas, cuyos protagonistas dan título al propio
almanaque. Son relatos muy cercanos a sus Visiones
y visitas con don Francisco de Quevedo por la Corte, y en los que además
irrumpe el propio Villarroel como personaje.
Torres Villarroel, como Gran Piscator Salmantino |
El resto de
las partes del pronóstico villarroelesco es más predecible: predicciones, por
estaciones, de los sucesos políticos del año en prosa y en verso (que es lo que
más temían los gobiernos); cómputos y números del año, fiestas movibles,
eclipses y témporas; calendario o almanaque propiamente dicho, con el juicio
del tiempo para cada día del año y el santoral; datos diversos como las fechas
de nacimientos de los reyes, etc.
El éxito de los
almanaques de Villarroel era total. Isla, en su Fray Gerundio, dirá de un escrito que “pasó de mano en mano, como
suelen pasar la Gaceta y el Pronóstico de Torres”. En contraste con
el entusiasmo popular hacia los almanaques de Villarroel, se encuentra la
repulsa no sólo de los ilustrados sino de los propios frailes, que veían con
malos ojos el saber astrológico.
¿Cuál era la
actitud de Torres hacia la astrología? De un lado, nuestro escritor cultiva el
género y sabe de lo que habla; por otro, presume muchas veces de vivir a costa
de la ignorancia de sus lectores. Hay una clave irónica en Villarroel –y en gran
parte de sus lectores. Tal vez no haya hablado con más claridad que en su
prólogo al pronóstico de 1736: “Todos los aforismos astrológicos son sueños,
delirios y embustes que han querido verter los profesores de esta patraña,
fiados en que hay viejas tontas, gitanas embusteras y otros embelecadores que
los apoyan y admiran. El curso de los cielos, los movimientos y alteraciones de
los cuerpos de ambos mundos, es verdad que los profeso y explico.”
Es decir:
Villarroel cree firmemente en la influencia planetaria sobre todo lo que vive.
Esclarecedora resulta la consulta del volumen de Francisco Rico El pequeño mundo del hombre, que
concluye con un capítulo dedicado a nuestro escritor. La idea del microcosmos, rechazada por las Luces,
funciona plenamente en Villarroel, quien pertenece en esto no al barroco sino a
la tradición de la analogía, que va a resurgir con gran fuerza con el
romanticismo y hallar su mejor expresión en el siglo XX con los surrealistas.
En ello opuesto a Feijoo, Villarroel es un temperamento mágico, pero a la vez
actual, en tanto precursor del interés moderno por la magia y el ocultismo. Le
atrae todo lo extraño y proclama su fascinación por “la contemplación de lo
raro”. Ante lo raro cesa la oposición
verdadero /falso: “algo habrá”, dice en su Vida
(que es por cierto la más fascinante autobiografía de la literatura española
junto con la Automoribundia de
Ramón).
Su polémica
con el médico Martín Martínez (y Torres ha sido, con Quevedo y Goya, el mayor
enemigo que esta casta ha tenido en España) muestra todo lo que lo separaba de
las Luces, a pesar de lo provocativo que fue para la anquilosada universidad
salmantina y de sus burlas sangrientas de la escolástica. Cuando Martínez le
dice que “los planetas, sobre no influir más que luz remisa e insensible calor,
están demasiado altos para nosotros”, Torres responde insistiendo en la
importancia de la astrología para la medicina: “Sin el respeto y conocimiento
de las estrellas, es imposible curar la más leve enfermedad del hombre”.
En varios
lugares de su obra, Villarroel compara el cuerpo humano con el “cuerpo orgánico
de la tierra”. Él sigue la doctrina de las correspondencias de la tradición
platónica hermética, en la que se describe el mundo como organismo vivo dotado
de procesos metabólicos. Su visión del hombre es infinitamente más rica que la
de los ilustrados, y tiene tan poco que ver con estos como con los
escolásticos. El pasaje de Los
desahuciados del mundo y de la gloria, en que habla de “las admirables
sustancias que cada hombre lleva en el prodigioso mundo de su cuerpo” es digno
de la Enciclopedia de Novalis:
“¿Qué reino es
ese del hombre tan universalmente compendiado, que en su brevísima capacidad
contiene todas las sustancias, producciones, vidas y muertes de ambas esferas?
¿Qué química tan milagrosa es la que abarca en sus cavidades para congregar,
cocer y depurar con excelente distinción, ya las piedras, ya los líquidos, ya
los vivientes, y todo el género y diferencia de habitadores que se dilatan en
las oficinas interiores del mundo? (...) Sin salir el hombre de sí mismo
hallará argumentos y asuntos que el más mínimo de ellos le pueda ser estudio de
muchos años. ¡Válgame Dios! Con qué poco se contentaron los filósofos
aristotélicos, que preguntándoles por el hombre sólo responden, y con mucha
hinchazón, que era animal racional. A brevísima definición quisieron reducir un
mundo tan maravilloso. En una cláusula encerraron la prodigiosa máquina que
Dios hizo a su similitud. No repruebo su definición, sólo condeno la poca
contemplación que han hecho en el sujeto más admirable de la naturaleza. (...)
Infinito tiene que hacer el hombre consigo y dentro de sí. Estudio es que pasa
más allá de su vida el del conocimiento solamente de su animalidad. Su fábrica
tiene mucho que ver y que admirar. Innumerables y estupendos son sus secretos y
maravillas”. Esta visión del mundo, insólita en el XVIII español, se puede
rastrear en toda la obra del ingenio salmantino, y da título, soberbio, a uno
de sus libros más peculiares: Anatomía de
todo lo visible e invisible.
Ya exangües, pero
aún simpáticos, aún sobreviven en España el Calendario
Zaragozano y en Portugal O Seringador
y el Borda d’Água, que continúan
teniendo sus seguidores en los últimos restos del mundo rural tradicional o en
curiosos como yo. La aparición de L’An
2016 supone un resurgir surrealista más cercano a los almanaques de Torres
Villarroel que a los actuales. Para el año próximo prometo elaborar el mío
propio, en el máximo estado de videncia que pueda alcanzar.