Tenía pésimas referencias del
catálogo Dictionnaire de l’objet surréaliste, y de la misma exposición me
habían dicho que se parecía más bien a un piso de centro comercial, tratando de
contentar al “gran público” que gusta visitar la refinería Beaubourg. Pero como
el catálogo apareció en las listas de mi librería de Zaragoza y por tanto me
resultaba muy fácil obtenerlo, heme aquí reseñándolo.
No todo, hay que decirlo, es negativo.
Con buena calidad, hay bonitas reproducciones y algunas entradas que merecen la
pena, en particular las de Emmanuel Guigon y Gérard Durozoi. Guigon es la gran
autoridad en la materia, y por tanto quien debía haber coordinado el libro,
pero resulta que en la lamentable bibliografía final ni viene su catálogo de
referencia El objeto surrealista, publicado por el Ivam, y sí en cambio los
eructos contra el surrealismo de Louis Janover, un panfletillo ridículo de
Isidore Isou, dos libros de Jerôme Duwa tan remotamente relacionados con el
objeto surrealista como sus propios artículos del catálogo y dos libros inútiles
sobre el surrealismo del organizador de la historia, Didier Otinger, uno de los
cuales concluye afirmando que con la muerte de André Breton se acabó el
surrealismo. Esto último facilita dos operaciones: por una parte, la de acotar
un espacio más que trillado donde se puede trabajar del modo más gandul, y por
otra la de picotear aquí y allá, al gusto de cada uno, en la supuesta
“herencia” del surrealismo. Lo primero hace que predominen en el catálogo
artículos que no dicen nada de nada, y lo segundo que se incluyan casos de esa
“herencia” que ni mínimamente tienen que ver con el surrealismo en tanto
movimiento unitario y duradero. En lo segundo, el citado “comisario” se lleva
la palma, ya que la mayoría de las siguientes absurdas entradas son suyas: Théo
Mercier, Philippe Mayaux, Mark Dion, Mona Hatoum, Paul McCarthy, Haim
Steinbach, Ed Ruscha, Wang Du, Alina Szapocznikow, Arnaud Labelle-Rojoux. Aquí
a veces se raya la tomadura de pelo. Para Ottinger, que habla de la “ortodoxia
surrealista”, el surrealismo es solo una “corriente estética”. En la entrada de
Masson, lo único que parece interesarle son sus enfados y rupturas con Breton,
y aunque las estupideces sobre este no abundan en el catálogo, tampoco faltan,
con un tal Miguel Egaña calificándolo de “cortador de cabezas” tan solo porque
le viene bien para su nota sobre el vocablo cabeza. El “comisario”, en la
entrada de Magritte, sigue repitiendo la historieta (bonita, aunque a esta
gente le sirva en realidad solo para subrayar la “intolerancia” bretoniana) de que,
visitando Magritte a André Breton para cenar, este se agarró una rabieta
tremenda a causa de que la mujer de Magritte asistió con un crucifijo al cuello
–hace tiempo es sabido que eso no fue sino invención de una de las estudiosas
del artista, la base siendo un simple comentario de Breton al marcharse un día
los Magritte de una de las reuniones del café.
Pero volviendo a lo que vale,
Guigon y Durozoi hacen buenas entradas, que en muchos casos pergeñan lo que pudiera
ser algún día un diccionario de motivos. Algunas del primero: bicicleta, silla,
jirafa, espejo, mesa, pararrayo, Óscar Domínguez y sus Juegos, Maurice
Henry y su Homenaje a Paganini... De Durozoi, que es el más sólido de
los colaboradores, con muchísimos y siempre atinados artículos, que valen el
libro: paraguas, piedra, pipa, pluma, cabellera, luna, mensaje automático,
metamorfosis, metáfora, objeto natural, pan, mariposa (a la vez, finamente,
sobre los “papillons” surrealistas), la Nube articulada de Paalen, el Paradis
des alouettes de Penrose, Alphonse Benquet y su Rueda oval... Otras
entradas interesantes hay del citado Miguel Egaña, sobre el Lobo-mesa de
Brauner y sobre los objetos interpretados, en una de ellas afirmando que “no
hay estética del surrealismo”, frente a otros que dicen lo contrario; la de
Jean-Michel Goutier sobre el libro objeto; la de Didier Semin sobre Mr. K de
Brauner; la de María González-Menéndez sobre el Personaje del paraguas
de Miró; la de Paul B. Franklin sobre Boîte alerte, el buzón erótico de la exposición Eros; o
la de Morgane Rolin sobre botella.
Luego tenemos la habitual lista de dislates, calumnias y
manipulaciones: el surrealismo “fue en gran parte falocéntrico” (aunque por los
ejemplos que se ponen para demostrarlo, empezando por La violación de Magritte, podría argüirse más bien que “fue” coñocéntrico); la enciclopedia Da Costa fue “concebida en el movimiento de Georges
Bataille” (algo totalmente rebatido por la reciente reedición de Kleiber); el
automatismo no fue sino “un infortunio continuo” (¡qué gusto da
descontextualizar esta cita bretoniana y reducir toda la aventura casi
centenaria y siempre vigente del automatismo a estas dos palabras!);
Calder o Valentine Hugo nunca fueron miembros “oficiales” del surrealismo (como
si no bastara decir que nunca fueron miembros, sin más, del surrealismo); las
encuestas sobre la sexualidad son “célebres por la condena de las
«perversiones», de la homosexualidad sobre todo” (simplificación que, apoyada
en la estúpida “celebridad”, ni da cuenta de la pluralidad de actitudes ni de
las excepciones de gran peso que el propio Breton puso a lo segundo); el
estudio bretoniano de la Rue Fontaine es el “testamento del surrealismo” (nuevo
apunte de historiadores necrófagos). A esto puede añadirse la inclusión de
artículos tan tontos como el dedicado a Leonor Fini o, para que no falte la
vieja guinda del feminismo universitario, uno del propio “comisario”
contándonos que los surrealistas encerraron a las mujeres “en una jaula
dorada”. Afortunadamente, Henri Béhar, a quien se debe también la buena entrada
de la palabra misterio, dice algo muy diferente en la de Mélusine.
Un profesor de mineralogía escribe no pocos textos científicos que
(como los de máscaras) poco o nada vienen a cuento, sobre todo cuando las
ausencias de surrealistas que han creado objetos después de 1966 ó 1969 son
tantísimas (e incluso, dado el otro gandulismo de centrarse en París y lo más
cercano a París, que nadie busque una sola referencia a un surrealista absoluto
como Cruzeiro Seixas, quien los hace, y magníficos, desde los años 40-50). Un
dossier muy amplio se ocupa de las grandes exposiciones en que intervino
Breton, de 1933 a 1965. Es importante señalar que, en la de 1938, se repite dos
veces el error de atribuirle el maniquí de Henrique Espinoza a Agustín
Espinosa. Hace cosa de un año recibí de Francia un correo pidiéndome, para otra
exposición, noticias sobre el canario confundiéndolo con el pirenaico; pude
deshacer el equívoco (lo que mucho me agradecieron, ya que tenían el garrafal
error en marcha), pero este diccionario lo lanza ahora con consecuencias que
tampoco dejarán de ser divertidas, y que hubieran encantado al autor de los
textos “Espinosa, Espinosa, Espinosa” y “El traje de novio”, el primero jugando
con la coincidencia de su apellido con los de Baruch Spinoza y el poeta barroco
Pedro Espinosa, y el segundo narrando el enamoramiento “falocéntrico” de un
maniquí femenino de un metro y doce centímetros, visto en un escaparate.
La antología de textos reproduce los más conocidos, disponibles todos
en la obra ya clásica de Guigon. La bibliografía de revistas es lamentable,
limitándose a las de Breton, a tres números de revistas no surrealistas dedicados
al surrealismo y a... Mélusine. No solo se mutila gravemente el
surrealismo y su dimensión internacional, sino que se mezclan ajos con coles.
Porque la mezcolanza es lo propio de este catálogo tanto como de
nuestro tiempo, haciendo que nos acordemos de Vratislaff Effenberger, cuando
decía que entre el sectarismo y el eclecticismo su elección era inmediata.
Cruzeiro Seixas, objeto destruido, 1948; en el reverso, esta inscripción: "una pierna de gallina para matar el hambre de los neo-realistas" |