Completamos hoy la noticia del trío de libros que Will Alexander ha publicado en el último año: The Brimstone Boat (For Philip Lamantia), Kaleidoscopic Omniscience y ahora Singing in Magnetic Hoofbeat, reunión de ensayos, textos en prosa, entrevistas y una lectura, datados entre 1991 y 2007.
El azar con objetivo ha querido que mi lectura de Singing in Magnetic Hoofbeat coincida con la de otros dos libros excelentes y con un acontecimiento que ha sido para mí un disgusto.
Primero está la lectura del libro de Marcus Salgado A vida misteriosa dos signos, cuyas páginas sobre la diáspora negra, la música de jazz y la búsqueda de “imagen de futuro” enlazan con otras del libro de Will Alexander.
Segundo, la visión y lectura del catálogo Renzo Margonari (Alchimie dell’inconscio), que hace más de un año intentaba conseguir, y que se abre con un fino estudio de Arturo Schwarz (“Margonari, infatigable explorador de un mundo nuevo”) sobre la obra de este admirable artista como expresión del magisterio alquímico en sus distintas etapas, siendo la tradición hermética uno de los grandes temas tratados por Will Alexander en Singing in Magnetic Hoofbeat. Recordemos que en 1986 publicó Schwarz Arte e Alchimia, con una encuesta a numerosos artistas y escritores, en la que una edición actualizada obligaría a incluir tanto a Renzo Margonari como a Will Alexander.
El suceso infausto es la muerte hace unas pocas semanas de Jimmy Dawkins, epítome del blues más duro y profundo, del verdadero deep blues, sin florituras ni concesiones, nacido en 1936 en el Mississippi y trasladado a Chicago, y para quien esto escribe el más grande bluesman de los últimos 50 años (debutó en 1968). Y es que, como veremos, Will Alexander también nos habla del blues más genuino en el libro que vamos a comentar.
La primera parte se dedica a “geografías, historias, resistencias”, e incluye un texto contra el Estado precedido de una contundente cita de Bakunin. La que abre mi lista de citas en Cabina de barlovento es también de Bakunin: “Donde hay estado no existe la libertad, donde hay libertad no existe el estado”. Georges Darien se extiende algo más: “La soberanía ilimitada del Estado puede pasar de las manos de la realeza para las manos de la burguesía, de las de la burguesía para las del socialismo; continuará existiendo. Pasará, incluso, a ser más atroz, ya que aumenta a medida que se degrada. ¡Qué dogma!... Pero ¡qué cosa terrible concebir, un instante, la posibilidad de su abolición, y un individuo imaginarse obligado a pensar, a actuar y a vivir por sí mismo!”. Esto último es crucial, pero mi cita favorita es la de Maurice Blanchard: “El Estado es siempre el Estado, y eso será siempre la mierda”.
La segunda parte se compone de “monografías, memoriales, encuentros”. La abre un ensayo sobre Charles Fourier y siguen breves y no tan breves semblanzas y evocaciones, entre las que se encuentran la de Bob Kaufman, la de Laurence Weisberg, la de K. Curtis Lyle y, por descontado, la de Philip Lamantia. Will Alexander escribe desde Los Angeles, y en el artículo sobre Lyle homenajea a una tradición en la que sitúa los nombres de Eric Dolphy, Charlie Mingus, Ornette Coleman, Jayne Cortez y el Watts Writers Workshop, del que Lyle fue miembro fundador. La descripción de su encuentro con Lamantia, y la relación con él, hace pensar en otro libro que hemos de situar cerca de este: el Annandale Blues de Guy Ducornet, por lo que respecta tanto al trato de Ducornet con Ralph Ellison como a la cuestión racial; ello sin duda daría pie a unas reflexiones muy sugestivas. Will Alexander titula su memorial de Lamantia “Perpetua incandescencia” (“It was this great impersonal fire which first dazzled me about Lamantia. His works became my cryptic ritual criterai. I was always listening to him in my mind, and so when I met him face to face it was a twelve-hour encounter which has marked me forever. He being the saturated icon, the onyx bird who knew the invisibility of knowledge and its power beyond reason”).
La siguiente sección está dedicada a la diáspora africana, la negritud y los blues. El primer texto alude, y no es la única vez en Will Alexander, al encuentro entre André Breton y Aimé Césaire, con la siguiente pregunta: “Alguien puede imaginar a Pound o a cummings dándole la bienvenida a Aimé Césaire en el mundo de las letras hacia 1941?”, para sumarles en seguida los nombres de la abuelita Eliot y de Williams. Breton, en cambio, encontró en él al poeta que liquidaba la autoridad grecolatina. Y otra pregunta similar, con respecto a los dos últimos: “¿Alguien puede imaginarlos denunciando la ocupación americana de Haití en la manera, digamos, como los surrealistas denunciaron la guerra entre Francia y Marruecos en 1925?”. Mientras, un Wallace Stevens elogiaba a Mussolini, justificando su derecho a dominar Etiopía. Estas observaciones tan lúcidas es siempre pertinente hacerlas.
El otro gran ensayo de esta sección es el dedicado a los blues, que además da título al libro. Recordemos una vez más que el surrealismo debe a Paul Garon una obra extraordinaria sobre esta música: Blues and the Poetic Spirit (1975). Pues bien: estas breves páginas rayan a la misma altura. La galería de nombres que esparce aquí Will Alexander (Black Bottom McPhail, Elmore James, J. B. Lenoir, Texas Alexander, Blind Lemon Jefferson, Bessie Smith, Memphis Minnie, Smokey Hogg, Lightnin’ Hopkins, Victoria Spivey, Jazz Gillum, Willie Dixon, Muddy Waters, Sleepy John Estes) es fabulosa, pero es que esos nombres, para quien conozca los blues, podrían multiplicarse por cien. Para algunos blancos que renegamos de nuestra raza, el blues ha sido también una de las armas de resistencia y de desafío (otra es el surrealismo) al horroroso mundo burgués que nos ha rodeado y rodea, con su miseria vital y su imperio de la razón realista. Un arma que es también un mundo alternativo, alimentado de revuelta y de lirismo, cuyos poderes poéticos subversivos Will Alexander no puede dejar de oponer a los nombres del anterior texto:
“La diurna penuria de pensamientos de un T. S. Eliot o de un Ezra Pound, no puede coexistir con los blues. Porque Eliot se quedaría absolutamente petrificado si se viera confrontado con la potencia de Lightnin’Hopkins como un mujeriego y como un perpetuo aficionado a la bebida”. Lo mismo un D. H. Lawrence “reaccionando con disgusto histérico ante una grabación de Bessie Smith” (y aquí viene bien recordar a Thomas Alva Edison registrando esta anotación sobre Bessie: “mala voz”).
Toda esta parte final del ensayo de Will Alexander merece transcribirse íntegramente, pero me limitaré al último párrafo:
“Therefore the blues singer is never prone, or apathetic, or dyslexic with indifference. Smokey Hogg exists within an imaginal range which should be generally acknowledged as is they case say, with Lautréamont, or Uccello. The forays into splendor, the ferment, the color, yellowed and dazzling as moonrise in Mississippi. The old Delta, with its rain drops and parching, with its monstrous and racists accruals, only fueled the anger, the eruptive miasma, of a song form imbued with explossion and linkage”.
La cuarta sección tiene como temas la poesía, la alquimia y la cosmología, temas que Will Alexander, poeta y pensador visionario, enlaza sabiamente. El texto sobre la alquimia es antológico, y también hay una breve reflexión sobre lo que para él significa la expresión dibujística, que ya le conocemos por The Stratospheric Canticles.
Entrevistas, algunas muy amplias, y una lectura cierran el volumen, aparte una nota final de Andrew Joron titulada “El nuevo animismo”. En una de las entrevistas, Will Alexander vuelve a hablar del “orden racista” de los Eliot, Pound, cummings, Stevens... “No he visto a gente como Pound o Eliot decir nada de los linchamientos en los años 30 ó 40. Les debía parecer una curiosidad”; en este punto, hace un interesante inciso para señalar cómo los pueblos indios de Norteamérica han trabajado la idea integral del universo, con lo que ello tiene de consecuencias: “la razón de que vivimos es porque hay un sistema completo”, y “si una parte de ese sistema no funciona, nos volvemos enfermos”.
Las referencias surrealistas de Will Alexander son muchas, y recurrentes las principales: André Breton (y en especial Nadja), Aimé Césaire, Philip Lamantia, Antonin Artaud, Wifredo Lam, Joan Miró, André Masson, René Daumal, Paul-Émile Borduas, Octavio Paz, García Lorca. Otras remiten a sus ancestros: Rimbaud, Shelley, Lautréamont, Blake. Y otras son ya más lejanas y hasta en algún caso ajenas por completo: Fernando Pessoa, López Velarde, Gorostiza, Vallejo, Sarduy, el Goytisolo donjulianesco, Broch, Bernhard. En una de las entrevistas, señala que está más interesado en la actividad creativa que en los movimientos, “incluido el movimiento surrealista”, y en otra que aun siendo el surrealismo un gran activador de energía, no ha sido nunca para él una circunferencia abstracta o teórica dentro de la cual iba a enterrarse, sino una energía tan poderosa que no puede confinarse “en una simple escuela o en una simple definición”. Pero, por ejemplo, si volvemos a leer la lista de nombres citados, sería muy difícil o imposible encontrar un solo surrealista que no haya tenido, junto a las balizas más comunes, otras de carácter individual. Como decía Aldo Pellegrini, “me declaro surrealista por el hecho mismo de ser fundamentalmente heterodoxo, y el surrealismo no me impone más dogma que el de la libertad integral”.
En uno de sus textos, Will Alexander declara que el surrealismo, del mismo modo que a Aimé Césaire le reveló su africanidad, en él liberó su “instinto anímico”, lo que ha resultado decisivo para su escritura. Y a propósito de su lectura sobre el surrealismo, no duda en dejar claro que “el surrealismo no mira hacia la historia, sino hacia el futuro”. Lo que nos lleva de nuevo a las páginas finales del libro de Marcus Salgado, a Annandale Blues, a la “alquimia del inconsciente” y a la guitarra ácida de Jimmy Dawkins, que no ha parado ni parará de sonar.