domingo, 28 de julio de 2019

Roger Caillois, visto por Aldo Pellegrini

El surrealismo académico (y la Academia en general) aman mucho a Bataille y a Caillois, como a Éluard y a René Char. La progresiva sacralización termidoriana de Roger Caillois hace conveniente recuperar este magnífico artículo de Aldo Pellegrini, muy poco conocido y que publicó en el número único de La Rueda, en el año de 1967.
Nadie puede discutir la brillantez y el interés de muchos trabajos de Caillois, pero de ahí a convertir a este espantapájaros cartesiano en un teórico del surrealismo va un intransitable trecho. En Caleidoscopio surrealista ya señalamos las reservas y los rechazos de nombres del surrealismo que no son de los menores. Reproduzco la entrada, que acababa precisamente manifestando el deseo de dar a conocer íntegro el artículo del maestro Pellegrini, lo que puedo ahora hacer.

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Roger Caillois (1913-1978). Si es inadecuado hablar de Bataille como perteneciente al surrealismo, ya sí que resulta inaceptable, como hace Alexandrian, decir lo mismo con respecto a Roger Caillois, de cuyo “cerebro de filisteo” y “vanidosa inanidad” despotricaron Georges Goldfayn y Gérard Legrand en 1953. Por los mismos tiros van César Moro, quien, ya en 1944, despreciaba su “lenguaje normalista” y lo veía como “un enemigo de la poesía y un pedante”; Breton, que en 1948 hablaba de él como un “viejo literato”; Mário Cesariny, que lo pulveriza en un gran artículo de 1957 sobre Lautréamont; Vincent Bounoure, que lo llama “literato racionalista”; y el citado Legrand en su nota del Dictionnaire général du surréalisme et de ses environs, donde alude a su espíritu dogmático y por entero cerrado a la poesía, tras haberlo llamado “personaje odioso y grotesco” en Le Libertaire, indignado por su artículo de 1952 “La revuelta de las pantuflas”. Para olvidar –como Les impostures de la poésie (1945) y L’incertitude qui vient des rêves (1956), de reveladores títulos– es su triste “Arte poética” de 1958, si no fuera porque motivó, en el n. 7 de Bief, una divertida parodia ducassiana de Breton y Schuster. Añadamos a esto la impresión repulsiva de su libro La communion des fortes, tildado de fascista.
José Pierre, que ya había atacado en el tercer número de L’Archibras las “conclusiones reaccionarias” de otro de sus libros (L’homme et le sacré), veía así, en 1973, a este orgulloso funcionario de la Unesco: “Hay dos hombres en Roger Caillois: uno que sospecha en el universo de las formas naturales y de las conductas humanas alarmantes anomalías, otro que usa sabiamente oropeles racionalistas para enmascarar la inquietud levantada por tales hipótesis. El primero participa en el surrealismo de 1932 a 1939, favoreciendo en este movimiento el interés creciente por el mito. El segundo ha entrado en la Academia Francesa en 1972”. El primero –brillante ensayista en los nn. 5, 7 y 9 de Minotaure–, todo hay que decirlo, le manifestaba a Breton, en 1965, su “constante, imperturbable fidelidad” (dedicatoria de Soleils inscrits), y en 1966 “la estima y la admiración de su viejo amigo Roger Caillois” (dedicatoria de Pierres), lo que hasta podría acabar por hacérnoslo simpático. Solo que, al morir Breton, publicó un largo texto titulado “André Breton. Divergencias y complicidades”, traducido en el suplemento literario de La Nación de Buenos Aires, que el siempre alerta Pellegrini no dejó pasar sin triturarlo con la rueda de La Rueda, su última revista: “El Breton de Roger Caillois o incomprensiones y candideces”. Este es el texto definitivo sobre Caillois y el surrealismo, mostrando la irrelevancia de su participación en el surrealismo y la relevancia en cambio de Las imposturas de la poesía. “Partiendo del principio de la banalización de lo existente, Caillois arremete contra los seres y las cosas, contra los mitos y lo sagrado. Con su mentalidad de naturalista arranca, seca, rotula y embalsama todo lo que está a su alcance. Entomólogo consumado, descubre que las ideas –quizás por su calidad aérea– deben ser tratadas como insectos. Solo ve el aspecto exterior, y su incapacidad de experimentar el fenómeno del deslumbramiento, lo hace renegar de toda posibilidad de que exista «un interior de las cosas», algo más allá de toda apariencia. No es extraño así que lo fantástico sea para él tan solo un juego intelectual sin trascendencia (de ahí su predilección por Borges)”. Pero el artículo de Pellegrini habría que reproducirlo por entero.