domingo, 21 de julio de 2019

Nuevos delirios de Ernest de Gengenbach

Uno de los personajes más pintorescos que han circulado por el surrealismo es Ernest de Gengenbach. En una bonita edición de Marc-Gabriel Malfant (Figueras, 2019), se da a conocer un texto de unas 70 páginas donde Gengenbach refiere cómo, tal un nuevo Léon Bloy, quiso convertirse en el vocero de un nuevo culto mariano, emanado de un niño de cuatro años al que se le había “aparecido” la Virgen (y existente aún hoy). Espis un nouveau Lourdes?  es el título de este cuaderno precedido de una carta suya y publicado como autoedición en 1949, sin haber tenido prácticamente difusión alguna. La acción transcurre en dicho año, e interesa, más que por la batalla del niño, por lo que Gengenbach, personaje de tomo y lomo, cuenta de sí mismo.
Su escritura es, como de costumbre, muy divertida, de un humor uno no sabe muy bien si voluntario o involuntario, con constantes referencias a sus “descarríos” y “demonios” surrealistas y a su eterna debilidad por la belleza femenina. Una de estas beldades cuenta cómo lo “embrujó, hechizó, vampirizó”, ya que era “más fuerte que los sacerdotes, las monjas, la Iglesia y Cristo”; al perderla a causa de la iglesia católica, decide entregarse a “una actividad literaria satánica”. Recuérdese que ya por entonces Gengenbach había publicado Satan à Paris (1927, presentada por Breton), La papesse du Diable (1931) y Surréalisme et christianisme (1938), como este mismo año publicaría Judas ou le vampire surréaliste y –en Losfeld– L’expérience démoniaque y en 1952 Adieu à Satan, que también fue su adiós a la literatura.
De lo más interesante de este insólito escrito son sus reflexiones sobre los destinos trágicos de Crevel, Artaud y Desnos. Gengenbach presume de haber sido el único que rezó ante la tumba de Artaud el día en que lo enterraron y considera que el huésped de los tarahumaras se debió haber hecho un exorcismo, como él mismo se hizo. También se jacta de haber sido el único surrealista que firmó un pacto con Satanás. Porque en todo momento se encaja no duradera sino convulsivamente en el surrealismo. Así, se define como un “antiguo poeta surrealista” y habla de sus “camaradas surrealistas” (“enrolados en la armada del Anticristo”), de su “laúd de poeta surrealista”, de su “máscara surrealista”... En las alturas de 1949, Gengenbach los asocia a los conciliábulos existencialistas, y en plena marea de un nuevo giro religioso, marca su distancia de lo que llama “la putrefacción bizantina de los estetas surrealistas”. Pasaje memorable es el del sueño del grueso lagarto negro (especie de dragón-serpiente) que ha tenido el niño y que Gengenbach interpreta como un mensaje dirigido a él.
Las últimas páginas (114-115) reservan una sorpresa, ya que Gengenbach se levanta contra la destrucción de la vieja Francia por parte del progreso capitalista, contra “la pérdida del sentido estético en un siglo espantosamente industrializado y mecanizado”, contra “el dirigismo de Estado”, “la inercia y la apatía de todos los sucesivos ministerios de las Bellas Artes”. “La aniquilación, en algunos segundos, de todas esas maravillas edificadas lentamente y con una paciencia amorosa por nuestros ancestros, zambulle el alma en la consternación... ¿Cómo creer en la civilización, en el progreso, cuando se atraviesa Saint-Lô, Vire, Argentan?...” El pobre Gengenbach, al hablar de esta “barbarie demoledora” en 1949, difícilmente podía imaginarse lo que estaba por venir, y no digamos en la propia ciudad de París.
Espis un nouveau Lourdes? lleva una presentación de Philippe Didion, correcta aunque considerando a Yvan Goll “surrealista”. ¿Pero qué esperar cuando hasta la reciente enciclopedia británica del surrealismo, que tanto alardea de rigor en la materia, lo incluye en su infortunado catálogo de “surrealistas”?